CAPITULO TERCERO
HAZ LO QUE QUIERAS
Decíamos antes que la mayoría de las cosas las hacemos porque nos las mandan (los padres cuando se es joven, los superiores o las leyes cuando se es adulto), porque se acostumbra a hacerlas así (a veces la rutina nos la imponen los demás con su ejemplo y su presión -miedo al ridículo, censura, chismorreo, deseo de aceptación en el grupo...y otras veces nos la creamos nosotros mismos), porque son un medio para conseguir lo que queremos (como tomar el autobús para ir al colegio) o sencillamente porque nos da la ventolera o el capricho de hacerlas así, sin más ni más. Pero resulta que en ocasiones importantes o cuando nos tomamos lo que vamos a hacer verdaderamente en esto, todas estas motivaciones corrientes resultan insatisfactorias: vamos, que saben a poco, como suele decirse. Cuando tiene uno que salir a exponer el pellejo junto a las murallas de Troya desafiando el ataque de Aquiles, como hizo Héctor; o cuando hay que decidir entre tirar al mar la carga para salvar a la tripulación o tirar a unos cuantos de la tripulación para salvar la carga; o... en casos semejantes, aun. que no sean tan dramáticos (por ejemplo sencillito: ¿debo votar al político que considero mejor para la mayoría del país, aunque perjudique con su subida de impuestos mis intereses personales, o apoyar al que me permite forrarme más a gusto y los demás que espabilen?), ni órdenes ni costumbres bastan y no son cuestiones de capricho. El comandante nazi del campo de concentración al que acusan de una matanza de judíos intenta excusarse diciendo que «cumplió órdenes », pero a mí, sin embargo, no me convence esa justificación; en ciertos países es costumbre no alquilar un piso a negros por su color de piel o a homosexuales por su preferencia amorosa, pero por mucho que sea habitual tal discriminación sigue sin parecerme aceptable; el capricho de irse a pasar unos días en la playa es muy comprensible, pero si uno tiene a un bebé a su cargo y lo deja sin cuidado durante un fin de semana, semejante capricho ya no resulta simpático sino criminal. ¿No opinas lo mismo que yo en estos casos? Todo esto tiene que ver con la cuestión de la libertad, que es el asunto del que se ocupa propiamente la ética, según creo haberte dicho ya. Libertad es poder decir «sí» o «no»; lo hago o no lo hago, digan lo que digan mis jefes o los demás; esto me conviene y lo quiero, aquello no me conviene y por tanto no lo quiero. Libertad es decidir, pero también, no lo olvides, darte cuenta de que estás decidiendo. Lo más opuesto a dejarse llevar, como podrás comprender. Y para no dejarte llevar no tienes más remedio que intentar pensar al menos dos veces lo que vas a hacer; sí, dos veces, lo siento, aunque te duela la cabeza... La primera vez que piensas el motivo de tu acción la respuesta a la pregunta «¿por qué hago esto?» es del tipo de las que hemos estudiado últimamente: lo hago porque me lo mandan, porque es costumbre hacerlo, porque me da la gana. Pero si lo piensas por segunda vez, la cosa ya varía. Esto lo hago porque me lo mandan, pero... ¿por qué obedezco lo que me mandan?, ¿por miedo al castigo?, ¿por esperanza de un premio?, ¿no estoy entonces como esclavizado por quien me manda? Si obedezco porque quien da las órdenes sabe más que yo, ¿no sería aconsejable que procurara Informarme lo suficiente para decidir por mi mismo? ¿Y si me mandan cosas que no me parecen convenientes, como cuando le ordenaron al comandante nazi eliminar a los judíos del campo de concentración? ¿Acaso no puede ser algo «malo» -es decir, no conveniente para mí- por mucho que me lo manden, o «bueno» y conveniente aunque nadie me lo ordene? Lo mismo sucede respecto a las costumbres. Si no pienso lo que hago más que una vez, quizá me baste la respuesta de que actúo así «porque es costumbre». Pero ¿por qué diablos tengo que hacer siempre lo que suele hacerse (o lo que suelo hacer)? ¡Ni que fuera esclavo de quienes me rodean, por muy amigos míos que sean, o de lo que hice ayer, antes de ayer y el mes pasado! Si vivo rodeado de gente que tiene la costumbre de discriminar a los negros y a mí eso no me parece ni medio bien, ¿por qué tengo que imitarles? Si he cogido la costumbre de pedir dinero prestado y no devolverlo nunca, pero cada vez me da más vergüenza hacerlo, ¿por qué no voy a poder cambiar de conducta y empezar desde ahora mismo a ser más legal? ¿Es que acaso una costumbre no puede ser poco conveniente para mí, por muy acostumbrada que sea? Y cuando me interrogo por segunda vez sobre mis caprichos, el resultado es parecido. Muchas veces tengo ganas de hacer cosas que en seguida se vuelven contra mí, de las que me arrepiento luego. En asuntos sin importancia el capricho puede ser aceptable, pero cuando se trata de cosas más serias dejarme llevar por él, sin reflexionar si se trata de un capricho conveniente o inconveniente, puede resultar muy poco aconsejable, hasta peligroso: el capricho de cruzar siempre los semáforos en rojo a lo mejor resulta una o dos veces divertido pero ¿llegaré a viejo si me empeño en hacerlo día tras día? En resumidas cuentas: puede haber órdenes, costumbres y caprichos que sean motivos adecuados para obrar, pero en otros casos no tiene por qué ser así. Seria un poco idiota querer llevar la contraria a todas las órdenes y a todas las costumbres, como también a todos los caprichos, porque a veces resultarán convenientes o agradables. Pero nunca una acción es buena sólo por ser una orden, una costumbre o un capricho. Para saber si algo me resulta de veras conveniente o no tendré que examinar lo que hago más a fondo, razonando por mí mismo. Nadie puede ser libre en mi lugar, es decir: nadie Puede dispensarme de elegir y de buscar por mí mismo. Cuando se es un niño pequeño, inmaduro, con poco conocimiento de la vida y de la realidad, basta con la obediencia, la rutina o el caprichito. Pero es Porque todavía se está dependiendo de alguien, en manos de otro que vela por nosotros. Luego hay que hacerse adulto, es decir, capaz de inventar en cierto modo la propia vida y no simplemente de vivir la que otros han inventado para uno. Naturalmente, no podemos inventarnos del todo porque no vivimos solos y muchas cosas se nos imponen queramos o no (acuérdate de que el pobre capitán no eligió padecer una tormenta en alta mar ni Aquiles le pidió a Héctor permiso para atacar Troya ... ). Pero entre las órdenes que se nos dan, entre las costumbres que nos rodean o nos creamos, entre los caprichos que nos asaltan, tendremos que aprender a elegir por nosotros mismos. No habrá más remedio, para ser hombres y no borregos (con perdón de los borregos), que pensar dos veces lo que hacemos. Y si me apuras, hasta tres y cuatro veces en ocasiones señaladas. La palabra «moral» etimológicamente tiene que ver con las costumbres, pues eso precisamente es lo que significa la voz latina mores, y también con las órdenes, pues la mayoría de los preceptos morales suenan así como «debes hacer tal cosa» o «ni se te ocurra hacer tal otra». Sin embargo, hay costumbres y órdenes -como ya hemos visto que pueden ser malas, o sea «inmorales», por muy ordenadas y acostumbradas que se nos presenten. Si queremos profundizar el' la moral de verdad, si queremos aprender en serio cómo emplear bien la libertad que tenemos (y en este aprendizaje consiste precisamente la «moral» o «ética» de la que estarnos hablando aquí), más vale dejarse de órdenes, costumbres y caprichos. Lo primero que hay que dejar claro es que la ética de un hombre libre nada tiene que ver con los castigos ni los premios repartidos por la autoridad que sea, autoridad humana o divina, para el caso es igual. El que no hace más que huir del castigo y buscar la recompensa que dispensan otros, según normas establecidas por ellos, no es mejor que un pobre esclavo. A un niño quizá le basten el palo y la zanahoria como guías de su conducta, pero para alguien crecidito es más bien triste seguir con esa mentalidad. Hay que orientarse de otro modo. Por cierto, una aclaración terminológica. Aunque yo voy a utilizar las palabras «moral» y «ética» como equivalentes, desde un punto de vista técnico (perdona que me ponga más profesoral que de costumbre) no tienen idéntico significado. «Moral» es el conjunto de comportamientos Y normas que tú, yo y algunos de quienes nos rodean solemos aceptar como válidos; «ética» es la reflexión sobre por qué los consideramos válidos y la comparación con otras «morales» que tienen personas diferentes. Pero en fin, aquí seguiré usando una u otra palabra indistintamente, siempre como arte de vivir. Que me perdone la academia... Te recuerdo que las palabras «bueno» y «malo» no sólo se aplican a comportamientos morales, ni siquiera sólo a personas. Se dice, por ejemplo, que Maradona o Butragueño son futbolistas muy buenos, sin que ese calificativo tenga nada que ver con su tendencia a ayudar al prójimo fuera del estadio o su propensión a decir siempre la verdad. Son buenos en cuanto futbolistas y como futbolistas, sin que entremos en averiguaciones sobre su vida privada. Y también puede decirse que una moto es muy buena sin que ello implique que la tomamos por la Santa Teresa de las motos: nos referimos a que funciona estupendamente y que tiene todas las ventajas que a una moto pueden pedirse. En cuestión de futbolistas o de motos, lo «bueno» -es decir, lo que conviene- está bastante claro. Seguro que si te pregunto me explicas muy bien cuáles son los requisitos necesarios para que algo merezca calificación de sobresaliente en el terreno de juego o en la carretera. Y digo yo: ¿por qué no intentamos definir del mismo modo lo que se necesita para ser un hombre bueno? ¿No nos resolvería eso todos los problemas que nos estamos planteando desde hace ya bastantes páginas? No es cosa tan fácil, sin embargo. Respecto a los buenos futbolistas, las buenas motos, los buenos caballos de carreras, etc., la mayoría de la gente suele estar de acuerdo, pero cuando se trata de determinar si alguien es bueno o malo en general, como ser humano, las opiniones varían mucho. Ahí tienes, por ejemplo, el caso de Purita: su mamá en casa la tiene por el no va más de la bondad, porque es obediente y modosita, pero en clase todo el mundo la detesta porque es chismosa y cizañera. Seguro que para sus superiores el oficial nazi que gaseaba judíos en Auschwitz era bueno y como es debido, pero los judíos debían tener sobre él una opinión diferente. A veces llamarle a alguien «bueno» no indica nada bueno: hasta el punto de que suelen decirse cosas como «Fulanito es muy bueno, ¡el pobre! » El poeta español Antonio Machado era consciente de esta ambigüedad y en su autobiografía poética escribió: «Soy en el buen sentido de la palabra bueno ... » Se refería a que, en muchos casos, llamarle a uno «bueno» no indica más que docilidad, tendencia a no llevar la contraria y a no causar problemas, prestarse a cambiar los discos mientras los demás bailan, cosas así. Para unos, ser bueno significará ser resignado y paciente, pero otros llamarán bueno a la persona emprendedora, original, que no se acobarda a la hora de decir lo que piensa aunque pueda molestar a alguien. En países como Sudáfrica, por ejemplo, unos tendrán Por bueno al negro que no da la lata y se conforma con el apartheid, mientras que otros no llamarán así más que al que sigue a Nelson Mandela. ¿Y sabes por qué no resulta sencillo decir cuándo un ser humano es «bueno» y cuándo no lo es? Porque no sabemos para que sirven los seres humanos. Un futbolista sirve para jugar al fútbol de tal modo que ayude a ganar a su equipo y meta goles al contrario; una moto sirve para trasladarnos de modo veloz, estable, resistente... Sabemos cuándo un especialista en algo o cuándo un instrumento funcionan como es debido porque tenemos idea del servicio que deben prestar, de lo que se espera de ellos. Pero si tomamos al ser humano en general la cosa se complica: a los humanos se nos reclama a veces resignación y a veces rebeldía, a veces iniciativa y a veces obediencia, a veces generosidad y otras previsión del futuro, etc. No es fácil ni siquiera determinar una virtud cualquiera: que un futbolista meta un gol en la portería contraria sin cometer falta siempre es bueno, pero decir la verdad puede no serlo. ¿Llamarías «bueno» a quien le dice por crueldad al moribundo que va a morir o a quien delata dónde se esconde la víctima al asesino que quiere matarla? Los oficios y los instrumentos responden a unas normas de utilidad bastante claras, establecidas desde fuera: si se las cumple, bien; si no, mal y se acabó. No se pide otra cosa. Nadie exige a un futbolista -para ser buen futbolista, no buen ser humano- que sea caritativo o veraz; nadie le pide a una moto, para ser buena moto, que sirva para clavar clavos. Pero cuando se considera a los humanos en general la cosa no está tan clara, porque no hay un único reglamento para ser buen humano ni el hombre es instrumento para conseguir nada. Se puede ser buen hombre (y buena mujer, claro) de muchas maneras y las opiniones que juzgan los comportamientos suelen variar según las circunstancias. Por eso decimos a veces que Fulano o Menganita son buenos «a su modo». Admitimos así que hay muchas formas de serlo y que la cuestión depende del ámbito en que se mueve cada cual. De modo que ya ves que desde fuera no es fácil determinar quién es bueno y quién malo, quién hace lo conveniente y quién no. Habría que estudiar no sólo todas las circunstancias de cada caso, sino hasta las intenciones que mueven a cada uno. Porque Podría pasar que alguien hubiese pretendido hacer algo malo y le saliera un resultado aparentemente bueno por carambola. Y al que hace lo bueno y conveniente por chiripa lo le llamaríamos «bueno», ¿verdad? También al revés: con la mejor voluntad del mundo alguien podría provocar un desastre y ser tenido por monstruo sin culpa suya. Me parece que por este camino sacaremos poco en limpio, lo siento. Pero si ya hemos dicho que ni órdenes, ni costumbres ni caprichos bastan para guiar. nos en esto de la ética y ahora resulta que no hay un claro reglamento que enseñe a ser hombre bueno y a funcionar siempre como tal, ¿cómo nos las arreglaremos? Voy a contestarte algo que de seguro te sorprende y quizá hasta te escandalice. Un divertidísimo escritor francés del siglo XVI, François Rabelais, contó en una de las primeras novelas europeas las aventuras del gigante Gargantúa y su hijo Pantagruel. Muchas cosas podría contarte de ese libro, pero prefiero que antes o después te decidas a leerlo por ti mismo. Sólo te diré que en una ocasión Gargantúa decide fundar una orden más o menos religiosa e instalarla en una abadía, la abadía de Theleme, sobre cuya puerta está escrito este único precepto: « Haz lo que quieras. » Y todos los habitantes de esa santa casa no hacen precisamente más que eso, lo que quieren. ¿Qué te parecería si ahora te digo que a la puerta de la ética bien entendida no está escrita más que esa misma consigna: haz lo que quieras? A lo mejor te indignas conmigo: ¡vaya, pues sí que es moral la conclusión a la que hemos llegado!, ¡la que se armaría si todo el mundo hiciese sin más ni más lo que quisiera!, ¿para eso hemos perdido tanto tiempo y nos hemos comido tanto el coco? Espera, espera, no te enfades. Dame otra oportunidad: hazme el favor de pasar al capítulo siguiente...
vete leyendo... «Los congregados en Theleme empleaban su vida, no en atenerse a leyes, reglas o estatutos, sino en ejecutar su voluntad y libre albedrío. Levantábanse del lecho cuando les parecía bien, y bebían, comían, trabajaban y dormían cuando sentían deseo de hacerlo. Nadie les despertaba, ni le forzaba a beber, o comer, ni a nada.» Así lo había dispuesto Gargantúa. La única regla de la Orden era ésta: HAZ LO QUE QUIERAS »Y era razonable, porque las gentes libres, bien nacidas y bien educadas, cuando tratan con personas honradas, sienten por naturaleza el instinto y estímulo de huir del vicio y acogerse a la virtud. Y es a esto a lo que llaman honor. »Pero cuando las mismas gentes se ven refrenadas Y constreñidas, tienden a rebelarse y romper el yugo que las abruma. Pues todos nos inclinamos siempre a buscar lo prohibido y a codiciar lo que se nos niega» François Rebelais, Gargantúa y Pantagruel. »
La ética humanista, en contraste con la ética autoritaria, puede distinguirse de ella por un criterio formal Y otro material. Formalmente se basa en el Principio de que sólo el hombre por sí mismo puede determinar el criterio sobre virtud y pecado, y no Una autoridad que lo trascienda. Materialmente se basa en el principio de que lo "bueno" es aquello que es bueno para el hombre y "malo" lo que le es nocivo, siendo el único criterio de valor ético el bienestar del hombre» (Erich Fromm, Ética y psicoanálisis).
«Pero, aunque la razón basta, cuando está plenamente desarrollada y perfeccionada, para instruimos de las tendencias dañosas o útiles de las cualidades y de las acciones, no basta, por sí misma, para producir la censura o la aprobación moral. La utilidad no es más que una tendencia hacia un cierto fin; si el fin nos fuese totalmente indiferente, sentiríamos la misma indiferencia por los medios. Es preciso necesariamente que un sentimiento se manifieste aquí, para hacernos preferir las tendencias útiles a las tendencias dañinas. Ese sentimiento no puede ser más que una simpatía por la felicidad de los hombres o un eco de su desdicha, puesto que éstos son los diferentes fines que la virtud y el vicio tienen tendencia a promover. Así pues, la razón nos instruye acerca de las diversas tendencias de las acciones y la humanidad hace una distinción a favor de las tendencias útiles y beneficiosas» (David Hume, Investigación sobre los principios de la moral).
Preguntas:
Nota: Cualquier intento de plagio sera anulado y se realizara una anotación al observador
HAZ LO QUE QUIERAS
Decíamos antes que la mayoría de las cosas las hacemos porque nos las mandan (los padres cuando se es joven, los superiores o las leyes cuando se es adulto), porque se acostumbra a hacerlas así (a veces la rutina nos la imponen los demás con su ejemplo y su presión -miedo al ridículo, censura, chismorreo, deseo de aceptación en el grupo...y otras veces nos la creamos nosotros mismos), porque son un medio para conseguir lo que queremos (como tomar el autobús para ir al colegio) o sencillamente porque nos da la ventolera o el capricho de hacerlas así, sin más ni más. Pero resulta que en ocasiones importantes o cuando nos tomamos lo que vamos a hacer verdaderamente en esto, todas estas motivaciones corrientes resultan insatisfactorias: vamos, que saben a poco, como suele decirse. Cuando tiene uno que salir a exponer el pellejo junto a las murallas de Troya desafiando el ataque de Aquiles, como hizo Héctor; o cuando hay que decidir entre tirar al mar la carga para salvar a la tripulación o tirar a unos cuantos de la tripulación para salvar la carga; o... en casos semejantes, aun. que no sean tan dramáticos (por ejemplo sencillito: ¿debo votar al político que considero mejor para la mayoría del país, aunque perjudique con su subida de impuestos mis intereses personales, o apoyar al que me permite forrarme más a gusto y los demás que espabilen?), ni órdenes ni costumbres bastan y no son cuestiones de capricho. El comandante nazi del campo de concentración al que acusan de una matanza de judíos intenta excusarse diciendo que «cumplió órdenes », pero a mí, sin embargo, no me convence esa justificación; en ciertos países es costumbre no alquilar un piso a negros por su color de piel o a homosexuales por su preferencia amorosa, pero por mucho que sea habitual tal discriminación sigue sin parecerme aceptable; el capricho de irse a pasar unos días en la playa es muy comprensible, pero si uno tiene a un bebé a su cargo y lo deja sin cuidado durante un fin de semana, semejante capricho ya no resulta simpático sino criminal. ¿No opinas lo mismo que yo en estos casos? Todo esto tiene que ver con la cuestión de la libertad, que es el asunto del que se ocupa propiamente la ética, según creo haberte dicho ya. Libertad es poder decir «sí» o «no»; lo hago o no lo hago, digan lo que digan mis jefes o los demás; esto me conviene y lo quiero, aquello no me conviene y por tanto no lo quiero. Libertad es decidir, pero también, no lo olvides, darte cuenta de que estás decidiendo. Lo más opuesto a dejarse llevar, como podrás comprender. Y para no dejarte llevar no tienes más remedio que intentar pensar al menos dos veces lo que vas a hacer; sí, dos veces, lo siento, aunque te duela la cabeza... La primera vez que piensas el motivo de tu acción la respuesta a la pregunta «¿por qué hago esto?» es del tipo de las que hemos estudiado últimamente: lo hago porque me lo mandan, porque es costumbre hacerlo, porque me da la gana. Pero si lo piensas por segunda vez, la cosa ya varía. Esto lo hago porque me lo mandan, pero... ¿por qué obedezco lo que me mandan?, ¿por miedo al castigo?, ¿por esperanza de un premio?, ¿no estoy entonces como esclavizado por quien me manda? Si obedezco porque quien da las órdenes sabe más que yo, ¿no sería aconsejable que procurara Informarme lo suficiente para decidir por mi mismo? ¿Y si me mandan cosas que no me parecen convenientes, como cuando le ordenaron al comandante nazi eliminar a los judíos del campo de concentración? ¿Acaso no puede ser algo «malo» -es decir, no conveniente para mí- por mucho que me lo manden, o «bueno» y conveniente aunque nadie me lo ordene? Lo mismo sucede respecto a las costumbres. Si no pienso lo que hago más que una vez, quizá me baste la respuesta de que actúo así «porque es costumbre». Pero ¿por qué diablos tengo que hacer siempre lo que suele hacerse (o lo que suelo hacer)? ¡Ni que fuera esclavo de quienes me rodean, por muy amigos míos que sean, o de lo que hice ayer, antes de ayer y el mes pasado! Si vivo rodeado de gente que tiene la costumbre de discriminar a los negros y a mí eso no me parece ni medio bien, ¿por qué tengo que imitarles? Si he cogido la costumbre de pedir dinero prestado y no devolverlo nunca, pero cada vez me da más vergüenza hacerlo, ¿por qué no voy a poder cambiar de conducta y empezar desde ahora mismo a ser más legal? ¿Es que acaso una costumbre no puede ser poco conveniente para mí, por muy acostumbrada que sea? Y cuando me interrogo por segunda vez sobre mis caprichos, el resultado es parecido. Muchas veces tengo ganas de hacer cosas que en seguida se vuelven contra mí, de las que me arrepiento luego. En asuntos sin importancia el capricho puede ser aceptable, pero cuando se trata de cosas más serias dejarme llevar por él, sin reflexionar si se trata de un capricho conveniente o inconveniente, puede resultar muy poco aconsejable, hasta peligroso: el capricho de cruzar siempre los semáforos en rojo a lo mejor resulta una o dos veces divertido pero ¿llegaré a viejo si me empeño en hacerlo día tras día? En resumidas cuentas: puede haber órdenes, costumbres y caprichos que sean motivos adecuados para obrar, pero en otros casos no tiene por qué ser así. Seria un poco idiota querer llevar la contraria a todas las órdenes y a todas las costumbres, como también a todos los caprichos, porque a veces resultarán convenientes o agradables. Pero nunca una acción es buena sólo por ser una orden, una costumbre o un capricho. Para saber si algo me resulta de veras conveniente o no tendré que examinar lo que hago más a fondo, razonando por mí mismo. Nadie puede ser libre en mi lugar, es decir: nadie Puede dispensarme de elegir y de buscar por mí mismo. Cuando se es un niño pequeño, inmaduro, con poco conocimiento de la vida y de la realidad, basta con la obediencia, la rutina o el caprichito. Pero es Porque todavía se está dependiendo de alguien, en manos de otro que vela por nosotros. Luego hay que hacerse adulto, es decir, capaz de inventar en cierto modo la propia vida y no simplemente de vivir la que otros han inventado para uno. Naturalmente, no podemos inventarnos del todo porque no vivimos solos y muchas cosas se nos imponen queramos o no (acuérdate de que el pobre capitán no eligió padecer una tormenta en alta mar ni Aquiles le pidió a Héctor permiso para atacar Troya ... ). Pero entre las órdenes que se nos dan, entre las costumbres que nos rodean o nos creamos, entre los caprichos que nos asaltan, tendremos que aprender a elegir por nosotros mismos. No habrá más remedio, para ser hombres y no borregos (con perdón de los borregos), que pensar dos veces lo que hacemos. Y si me apuras, hasta tres y cuatro veces en ocasiones señaladas. La palabra «moral» etimológicamente tiene que ver con las costumbres, pues eso precisamente es lo que significa la voz latina mores, y también con las órdenes, pues la mayoría de los preceptos morales suenan así como «debes hacer tal cosa» o «ni se te ocurra hacer tal otra». Sin embargo, hay costumbres y órdenes -como ya hemos visto que pueden ser malas, o sea «inmorales», por muy ordenadas y acostumbradas que se nos presenten. Si queremos profundizar el' la moral de verdad, si queremos aprender en serio cómo emplear bien la libertad que tenemos (y en este aprendizaje consiste precisamente la «moral» o «ética» de la que estarnos hablando aquí), más vale dejarse de órdenes, costumbres y caprichos. Lo primero que hay que dejar claro es que la ética de un hombre libre nada tiene que ver con los castigos ni los premios repartidos por la autoridad que sea, autoridad humana o divina, para el caso es igual. El que no hace más que huir del castigo y buscar la recompensa que dispensan otros, según normas establecidas por ellos, no es mejor que un pobre esclavo. A un niño quizá le basten el palo y la zanahoria como guías de su conducta, pero para alguien crecidito es más bien triste seguir con esa mentalidad. Hay que orientarse de otro modo. Por cierto, una aclaración terminológica. Aunque yo voy a utilizar las palabras «moral» y «ética» como equivalentes, desde un punto de vista técnico (perdona que me ponga más profesoral que de costumbre) no tienen idéntico significado. «Moral» es el conjunto de comportamientos Y normas que tú, yo y algunos de quienes nos rodean solemos aceptar como válidos; «ética» es la reflexión sobre por qué los consideramos válidos y la comparación con otras «morales» que tienen personas diferentes. Pero en fin, aquí seguiré usando una u otra palabra indistintamente, siempre como arte de vivir. Que me perdone la academia... Te recuerdo que las palabras «bueno» y «malo» no sólo se aplican a comportamientos morales, ni siquiera sólo a personas. Se dice, por ejemplo, que Maradona o Butragueño son futbolistas muy buenos, sin que ese calificativo tenga nada que ver con su tendencia a ayudar al prójimo fuera del estadio o su propensión a decir siempre la verdad. Son buenos en cuanto futbolistas y como futbolistas, sin que entremos en averiguaciones sobre su vida privada. Y también puede decirse que una moto es muy buena sin que ello implique que la tomamos por la Santa Teresa de las motos: nos referimos a que funciona estupendamente y que tiene todas las ventajas que a una moto pueden pedirse. En cuestión de futbolistas o de motos, lo «bueno» -es decir, lo que conviene- está bastante claro. Seguro que si te pregunto me explicas muy bien cuáles son los requisitos necesarios para que algo merezca calificación de sobresaliente en el terreno de juego o en la carretera. Y digo yo: ¿por qué no intentamos definir del mismo modo lo que se necesita para ser un hombre bueno? ¿No nos resolvería eso todos los problemas que nos estamos planteando desde hace ya bastantes páginas? No es cosa tan fácil, sin embargo. Respecto a los buenos futbolistas, las buenas motos, los buenos caballos de carreras, etc., la mayoría de la gente suele estar de acuerdo, pero cuando se trata de determinar si alguien es bueno o malo en general, como ser humano, las opiniones varían mucho. Ahí tienes, por ejemplo, el caso de Purita: su mamá en casa la tiene por el no va más de la bondad, porque es obediente y modosita, pero en clase todo el mundo la detesta porque es chismosa y cizañera. Seguro que para sus superiores el oficial nazi que gaseaba judíos en Auschwitz era bueno y como es debido, pero los judíos debían tener sobre él una opinión diferente. A veces llamarle a alguien «bueno» no indica nada bueno: hasta el punto de que suelen decirse cosas como «Fulanito es muy bueno, ¡el pobre! » El poeta español Antonio Machado era consciente de esta ambigüedad y en su autobiografía poética escribió: «Soy en el buen sentido de la palabra bueno ... » Se refería a que, en muchos casos, llamarle a uno «bueno» no indica más que docilidad, tendencia a no llevar la contraria y a no causar problemas, prestarse a cambiar los discos mientras los demás bailan, cosas así. Para unos, ser bueno significará ser resignado y paciente, pero otros llamarán bueno a la persona emprendedora, original, que no se acobarda a la hora de decir lo que piensa aunque pueda molestar a alguien. En países como Sudáfrica, por ejemplo, unos tendrán Por bueno al negro que no da la lata y se conforma con el apartheid, mientras que otros no llamarán así más que al que sigue a Nelson Mandela. ¿Y sabes por qué no resulta sencillo decir cuándo un ser humano es «bueno» y cuándo no lo es? Porque no sabemos para que sirven los seres humanos. Un futbolista sirve para jugar al fútbol de tal modo que ayude a ganar a su equipo y meta goles al contrario; una moto sirve para trasladarnos de modo veloz, estable, resistente... Sabemos cuándo un especialista en algo o cuándo un instrumento funcionan como es debido porque tenemos idea del servicio que deben prestar, de lo que se espera de ellos. Pero si tomamos al ser humano en general la cosa se complica: a los humanos se nos reclama a veces resignación y a veces rebeldía, a veces iniciativa y a veces obediencia, a veces generosidad y otras previsión del futuro, etc. No es fácil ni siquiera determinar una virtud cualquiera: que un futbolista meta un gol en la portería contraria sin cometer falta siempre es bueno, pero decir la verdad puede no serlo. ¿Llamarías «bueno» a quien le dice por crueldad al moribundo que va a morir o a quien delata dónde se esconde la víctima al asesino que quiere matarla? Los oficios y los instrumentos responden a unas normas de utilidad bastante claras, establecidas desde fuera: si se las cumple, bien; si no, mal y se acabó. No se pide otra cosa. Nadie exige a un futbolista -para ser buen futbolista, no buen ser humano- que sea caritativo o veraz; nadie le pide a una moto, para ser buena moto, que sirva para clavar clavos. Pero cuando se considera a los humanos en general la cosa no está tan clara, porque no hay un único reglamento para ser buen humano ni el hombre es instrumento para conseguir nada. Se puede ser buen hombre (y buena mujer, claro) de muchas maneras y las opiniones que juzgan los comportamientos suelen variar según las circunstancias. Por eso decimos a veces que Fulano o Menganita son buenos «a su modo». Admitimos así que hay muchas formas de serlo y que la cuestión depende del ámbito en que se mueve cada cual. De modo que ya ves que desde fuera no es fácil determinar quién es bueno y quién malo, quién hace lo conveniente y quién no. Habría que estudiar no sólo todas las circunstancias de cada caso, sino hasta las intenciones que mueven a cada uno. Porque Podría pasar que alguien hubiese pretendido hacer algo malo y le saliera un resultado aparentemente bueno por carambola. Y al que hace lo bueno y conveniente por chiripa lo le llamaríamos «bueno», ¿verdad? También al revés: con la mejor voluntad del mundo alguien podría provocar un desastre y ser tenido por monstruo sin culpa suya. Me parece que por este camino sacaremos poco en limpio, lo siento. Pero si ya hemos dicho que ni órdenes, ni costumbres ni caprichos bastan para guiar. nos en esto de la ética y ahora resulta que no hay un claro reglamento que enseñe a ser hombre bueno y a funcionar siempre como tal, ¿cómo nos las arreglaremos? Voy a contestarte algo que de seguro te sorprende y quizá hasta te escandalice. Un divertidísimo escritor francés del siglo XVI, François Rabelais, contó en una de las primeras novelas europeas las aventuras del gigante Gargantúa y su hijo Pantagruel. Muchas cosas podría contarte de ese libro, pero prefiero que antes o después te decidas a leerlo por ti mismo. Sólo te diré que en una ocasión Gargantúa decide fundar una orden más o menos religiosa e instalarla en una abadía, la abadía de Theleme, sobre cuya puerta está escrito este único precepto: « Haz lo que quieras. » Y todos los habitantes de esa santa casa no hacen precisamente más que eso, lo que quieren. ¿Qué te parecería si ahora te digo que a la puerta de la ética bien entendida no está escrita más que esa misma consigna: haz lo que quieras? A lo mejor te indignas conmigo: ¡vaya, pues sí que es moral la conclusión a la que hemos llegado!, ¡la que se armaría si todo el mundo hiciese sin más ni más lo que quisiera!, ¿para eso hemos perdido tanto tiempo y nos hemos comido tanto el coco? Espera, espera, no te enfades. Dame otra oportunidad: hazme el favor de pasar al capítulo siguiente...
vete leyendo... «Los congregados en Theleme empleaban su vida, no en atenerse a leyes, reglas o estatutos, sino en ejecutar su voluntad y libre albedrío. Levantábanse del lecho cuando les parecía bien, y bebían, comían, trabajaban y dormían cuando sentían deseo de hacerlo. Nadie les despertaba, ni le forzaba a beber, o comer, ni a nada.» Así lo había dispuesto Gargantúa. La única regla de la Orden era ésta: HAZ LO QUE QUIERAS »Y era razonable, porque las gentes libres, bien nacidas y bien educadas, cuando tratan con personas honradas, sienten por naturaleza el instinto y estímulo de huir del vicio y acogerse a la virtud. Y es a esto a lo que llaman honor. »Pero cuando las mismas gentes se ven refrenadas Y constreñidas, tienden a rebelarse y romper el yugo que las abruma. Pues todos nos inclinamos siempre a buscar lo prohibido y a codiciar lo que se nos niega» François Rebelais, Gargantúa y Pantagruel. »
La ética humanista, en contraste con la ética autoritaria, puede distinguirse de ella por un criterio formal Y otro material. Formalmente se basa en el Principio de que sólo el hombre por sí mismo puede determinar el criterio sobre virtud y pecado, y no Una autoridad que lo trascienda. Materialmente se basa en el principio de que lo "bueno" es aquello que es bueno para el hombre y "malo" lo que le es nocivo, siendo el único criterio de valor ético el bienestar del hombre» (Erich Fromm, Ética y psicoanálisis).
«Pero, aunque la razón basta, cuando está plenamente desarrollada y perfeccionada, para instruimos de las tendencias dañosas o útiles de las cualidades y de las acciones, no basta, por sí misma, para producir la censura o la aprobación moral. La utilidad no es más que una tendencia hacia un cierto fin; si el fin nos fuese totalmente indiferente, sentiríamos la misma indiferencia por los medios. Es preciso necesariamente que un sentimiento se manifieste aquí, para hacernos preferir las tendencias útiles a las tendencias dañinas. Ese sentimiento no puede ser más que una simpatía por la felicidad de los hombres o un eco de su desdicha, puesto que éstos son los diferentes fines que la virtud y el vicio tienen tendencia a promover. Así pues, la razón nos instruye acerca de las diversas tendencias de las acciones y la humanidad hace una distinción a favor de las tendencias útiles y beneficiosas» (David Hume, Investigación sobre los principios de la moral).
Preguntas:
- ¿Por qué el autor menciona que se deberían pensar al menos dos veces antes de actuar? Menciona un ejemplo para una orden, un capricho y una costumbre, para las cuales deberiamos pensar al menos dos veces. Puedes usar tus propias experiencias.
- ¿Qué diferencias establece el autor entre “moral” y “ética”?
- ¿Qué importancia tiene el concepto de “libertad” para establecer la diferencia entre ética y moral? ¿Y el de “reflexión”?
- ¿Por qué no se puede dar una definición objetiva y absoluta de “lo bueno” para el ser humano?
Nota: Cualquier intento de plagio sera anulado y se realizara una anotación al observador
Capítulo Segundo
LAS VERDADES DE LA RAZÓN
La muerte, con su urgencia, ha despertado mi apetito de saber cosas sobre la vida. Quiero dar respuesta a mil preguntas sobre mí mismo, sobre los demás, sobre el mundo que nos rodea, sobre los otros seres vivos o inanimados, sobre cómo vivir mejor: me pregunto qué significa todo este lío en que me veo metido -un lío necesariamente mortal- y cómo me las puedo arreglar en él. Todas esas interrogaciones me asaltan una y otra vez; procuro sacudírmelas de encima, reírme de ellas, aturdirme para no pensar, pero vuelven con insistencia tras breves momentos de tregua. ¡Y menos mal que vuelven! Porque si no volviesen sería señal de que la noticia de mi muerte no ha servido más que para asustarme, de que ya estoy muerto en cierto sentido, de que no soy capaz más que de esconder la cabeza bajo las sábanas en lugar de utilizarla. Querer saber, querer pensar: eso equivale a querer estar verdaderamente vivo. Vivo frente a la muerte, no atontado y anestesiado esperándola.
Bien, tengo muchas preguntas sobre la vida. Pero hay una previa a todas ellas, fundamental: la de cómo contestarlas aunque sea de modo parcial. La pregunta previa a todas es: ¿cómo contestaré a las preguntas que la vida me sugiere? Y si no puedo responderlas convincentemente, ¿cómo lograr entenderlas mejor? A veces entender mejor lo que uno pregunta ya es casi una respuesta. Pregunto lo que no sé, lo que aún no sé, lo que quizá nunca llegue a saber, incluso a veces ni siquiera sé del todo lo que pregunto. En una palabra, la primera de todas las preguntas que debo intentar responder es ésta: ¿cómo llegaré a saber lo que no sé? O quizá: ¿cómo puedo saber qué es lo que quiero saber?, ¿qué busco preguntando?, ¿de dónde puede venirme alguna respuesta más o menos válida?
Para empezar, la pregunta nunca puede nacer de la pura ignorancia. Si no supiera nada o no creyese al menos saber algo, ni siquiera podría hacer preguntas. Pregunto desde lo que sé o creo saber, porque me parece insuficiente y dudoso. Imaginemos que bajo mi cama existe sin que yo lo sepa un pozo lleno de raras maravillas: como no tengo ni idea de que haya tal escondrijo es imposible que me pregunte jamás cuántas maravillas hay, en qué consisten ni por qué son tan maravillosas. En cambio puedo preguntarme de qué están hechas las sábanas de mi cama, cuántas almohadas tengo en ella, cómo se llama el carpintero que la fabricó, cuál es la postura más cómoda para descansar en ese lecho y quizá si debo compartirlo con alguien o mejor dormir solo. Soy capaz de plantearme estas cuestiones porque al menos parto de la base de que estoy en una cama, con sábanas, almohadas, etc. Incluso podría asaltarme también la duda de si estoy realmente en una cama y no en el interior de un cocodrilo gigante que me ha devorado mientras hacía la siesta. Todas estas dudas sobre si estoy en una cama o cómo es mi cama sólo son posibles porque al menos creo saber aproximadamente lo que es una cama. Acerca de lo que no sé absolutamente nada (como el supuesto agujero lleno de maravillas bajo mi lecho) ni siquiera puedo dudar o hacer preguntas.
Así que debo empezar por someter a examen los conocimientos que ya creo tener. Y sobre ellos me puedo hacer al menos otras tres preguntas:
a) ¿cómo los he obtenido? (¿cómo he llegado a saber lo que sé o creo saber?);
b) ¿hasta qué punto estoy seguro de ellos?;
c) ¿cómo puedo ampliarlos, mejorarlos o, en su caso, sustituirlos por otros más fiables?
Hay cosas que sé porque me las han dicho otros. Mis padres me enseñaron, por ejemplo, que es bueno lavarse las manos antes de comer y que cuatro esquinitas tiene mi cama y cuatro angelitos que me la guardan. Aprendí que las canicas de cristal valen más que las de barro porque me lo dijeron los niños de mi clase en el patio de recreo. Un amigo muy ligón me reveló en la adolescencia que cuando te acercas a dos chicas hay que hablar primero con la más fea para que la guapa se vaya fijando en ti. Más tarde otro amigo, éste muy viajero, me informó de que el mejor restaurante de la mítica Nueva York se llama Four Seasons. Y hoy he leído en el periódico que el presidente ruso Yeltsin es muy aficionado al vodka. La mayoría de mis conocimientos provienen de fuentes semejantes a éstas.
Hay otras cosas que sé porque las he estudiado. De los borrosos recuerdos de la geografía de mi infancia tengo la noticia de que la capital de Honduras se llama asombrosamente Tegucigalpa. Mis someros estudios de geometría me convencieron de que la línea recta es la distancia más corta entre dos puntos mientras que las líneas paralelas sólo se juntan en el infinito. También creo recordar que la composición química del agua es H^O. Como aprendí francés de pequeño puedo decir «j´ai perdu ma plume dans le jardin de ma tante» para informar a un parisino de que he perdido mi pluma en el jardín de mi tía (cosa, por cierto, que nunca me ha pasado). Lástima no haber sido nunca demasiado estudioso porque podría haber obtenido muchos más conocimientos por el mismo método.
Pero también sé muchas cosas por experiencia propia. Así, he comprobado que el fuego quema y que el agua moja, por ejemplo. También puedo distinguir los diferentes colores del arco iris, de modo que cuando alguien dice «azul» yo me imagino cierto tono que a menudo he visto en el cielo o en el mar. He visitado la plaza de San Marcos, en Venecia, y por tanto creo firmemente que es notablemente mayor que la entrañable plaza de la Constitución de mi San Sebastián natal. Sé lo que es el dolor porque he tenido varios cólicos nefríticos, lo que es el sufrimiento porque he visto morir a mi padre y lo que es el placer porque una vez recibí un beso estupendo de una chica en cierta estación. Conozco el calor, el frío, el hambre, la sed y muchas emociones, para algunas de las cuales ni siquiera tengo nombre. También conservo experiencia de los cambios que produjo en mí el paso de la infancia a la edad adulta y de otros más alarmantes que voy padeciendo al envejecer. Por experiencia sé también que cuando estoy dormido tengo sueños, sueños que se parecen asombrosamente a las visiones y sensaciones que me asaltan diariamente durante la vigilia... De modo que la experiencia me ha enseñado que puedo sentir, padecer, gozar, sufrir, dormir y tal vez soñar.
Ahora bien, ¿hasta qué punto estoy seguro de cada una de esas cosas; que sé? Desde luego, no todas las creo con el mismo grado de certeza ni me parecen conocimientos igualmente fiables. Pensándolo bien, cualquiera de ellas puede suscitarme dudas. Creerme algo sólo porque otros me lo han dicho no es demasiado prudente. Podrían estar ellos mismos equivocados o querer engañarme: quizá mis padres me amaban demasiado para decirme siempre la verdad, quizá mi amigo viajero sabe poco de gastronomía o el ligón nunca fue un verdadero experto en psicología femenina... De las noticias que leo en los periódicos, para qué hablar; no hay más que comparar lo que se escribe en unos con lo que cuentan otros para ponerlo todo como poco en entredicho.
Aunque ofrezcan mayores garantías, tampoco las materias de estudio son absolutamente fiables. Muchas cosas que estudié de joven hoy se explican de otra manera, las capitales de los países cambian de un día para otro (¿sigue siendo Tegucigalpa la capital de Honduras?) y las ciencias actuales descartan numerosas teorías de los siglos pasados: ¿quién puede asegurarme que lo hoy tenido por cierto no será también descartado mañana? Ni siquiera lo que yo mismo puedo experimentar es fuente segura de conocimiento: cuando introduzco un palo en el agua me parece verlo quebrarse bajo la superficie aunque el tacto desmiente tal impresión y casi juraría que el sol se mueve a lo largo del día o que no es mucho mayor que un balón de fútbol (¡si me tumbo en el suelo puedo taparlo con sólo alzar un pie!), mientras que la astronomía me da noticias muy distintas al respecto. Además también he sufrido a veces alucinaciones y espejismos, sobre todo después de haber bebido demasiado o estando muy cansado...
¿Quiere todo esto decir que nunca debo fiarme de lo que me dicen, de lo que estudio o de lo que experimento? De ningún modo. Pero parece imprescindible revisar de vez en cuando algunas cosas que creo saber, compararlas con otros de mis conocimientos, someterlas a examen crítico, debatirlas con otras personas que puedan ayudarme a entender mejor. En una palabra, buscar argumentos para asumirlas o refutarlas. A este ejercicio de buscar y sopesar argumentos antes de aceptar como bueno lo que creo saber es a lo que en términos generales se le suele llamar utilizar la razón. Desde luego, la razón no es algo simple, no es una especie de faro luminoso que tenemos en nuestro interior para alumbrar la realidad ni cosa parecida. Se parece más bien a un conjunto de hábitos deductivos, tanteos y cautelas, en parte dictados por la experiencia y en parte basados en las pautas de la lógica. La combinación de todos ellos constituye «una fa-cultad capaz -al menos en parte- de establecer o captar las relaciones que hacen que las cosas dependan unas de otras, y estén constituidas de una determinada forma y no de otra» (le plagio esta definición -modificándola a mi gusto- a un filósofo del siglo XVII, Leibniz). En ocasiones puedo alcanzar algunas certezas racionales que me servirán como criterio para fundar mis conocimientos: por ejemplo, que dos cosas iguales a una tercera son iguales entre sí o que algo no puede ser y no ser a la vez en un mismo respecto (una cosa puede ser blanca o negra, blanquinegra, gris, pero no al mismo tiempo totalmente blanca y totalmente negra). En muchos otros casos debo conformarme con establecer racionalmente lo más probable o verosímil: dados los numerosos testimonios que coinciden en afirmarlo, puedo aceptar que en Australia hay canguros; no parece insensato asumir que el aparato con que caliento las pizzas en mi cocina es un horno microondas y no una nave alienígena; puedo tener cierta confianza en que el portero de mi casa (que se llama Juan como ayer, tiene el mismo aspecto y la misma voz que ayer, me saluda como ayer, etc.) es efectivamente la misma persona que vi ayer en la portería. Aunque no espero que ningún acontecimiento altere mi creencia racional en los principios de la lógica o de la matemática, debo admitir en cambio -también por cautela racional- que en otros campos lo que hoy me resulta verosímil o aún probable siempre puede estar sujeto a revisión...
De modo que la razón no es algo que me cuentan los demás, ni el fruto de mis estudios o de mi experiencia, sino un procedimiento intelectual crítico que utilizo para organizar las noticias que recibo, los estudios que realizo o las experiencias que tengo, aceptando unas cosas (al menos provisionalmente, en espera de mejores argumentos) y descartando otras, intentando siempre vincular mis creencias entre sí con cierta armonía. Y lo primero que la razón intenta armonizar es mi punto de vista meramente personal o subjetivo con un punto de vista más objetivo o intersubjetivo, el punto de vista desde el que cualquier otro ser racional puede considerar la realidad. Si una creencia mía se apoya en argumentos racionales, no pueden ser racionales sólo para mí. Lo característico de la razón es que nunca es exclusivamente mi razón. De aquí proviene la esencial universalidad de la razón, en la que los grandes filósofos como Platón o Descartes siem-pre han insistido. Esa universalidad significa, primero, que la razón es universal en el sentido de que todos los hombres la poseen, incluso los que la usan peor (los más tontos, para entendernos), de modo que con atención y paciencia todos podríamos convenir en los mismos argumentos sobre algunas cuestiones; y segundo, que la fuerza de convicción de los razonamientos es comprensible para cualquiera, con tal de que se decida a seguir el método racional, de modo que la razón puede servir de árbitro para zanjar muchas disputas entre los hombres. Esa facultad (¿ese conjunto de facultades?) llamado razón es precisamente lo que todos los humanos tenemos en común y en ello se funda nuestra humanidad compartida. Por eso Sócrates previene al joven Fedón contra dejarse invadir por el odio a los razonamientos «como algunos llegan a odiar a los hombres. Porque no existe un mal mayor que caer presa de ese odio de los razonamientos» {Fedón, 890-9 ib). Detestar la razón es detestar a la humanidad, tanto a la propia como a la ajena, y enfrentarse a ella sin remedio como enemigo suicida...
El objetivo del método racional es establecer la verdad, es decir, la mayor concordancia posible entre lo que creemos y lo que efectivamente se da en la realidad de la que formamos parte. «Verdad» y «razón» comparten la misma vocación universalista, el mismo propósito de validez tanto para mí mismo como para el resto de mis semejantes, los humanos. Lo expresó concisamente muy bien Antonio Machado en estos versos:
Tu verdad, no: la Verdad. Y ven conmigo a buscarla. La tuya, guárdatela.
Buscar la verdad por medio del examen racional de nuestros conocimientos consiste en intentar aproximarnos más a lo real: ser racionalmente veraces debería equivaler a llegar a ser lo más realistas posible. Pero no todas las verdades son del mismo género porque la realidad abarca dimensiones muy diversas. Si por ejemplo le digo a mi novia «soy tu pichoncito del alma» y al amigo en el bar «soy ingeniero de caminos» puedo afirmar la verdad en ambos casos, aunque haya pocos pichones que hayan llegado a ingenieros. Las ciudades medievales solían tener en sus afueras una explanada llamada «campo de la verdad» donde se libraban los combates que dirimían agravios y litigios: se suponía que el ganador de la riña estaba en posesión de la verdad de acuerdo con el veredicto de la ordalía o juicio de Dios. Pues bien, una de las primeras misiones de la razón es delimitar los diversos campos de la verdad que se reparten la realidad de la que formamos parte. Consideremos por ejemplo el sol: de él podemos decir que es una estrella de mediana magnitud, un dios o el rey del firmamento. Cada una de estas afirmaciones responde a un campo distinto de verdad, la astronomía en el primer caso, la mitología en el segundo o la expresión poética en el tercero. Cada una en su campo, las tres afirmaciones sobre el sol son razonablemente verdaderas pero el engaño o ilusión proviene de mezclar los campos (dando la respuesta propia para un campo en otro campo distinto) o, aún creencia en el escepticismo? Quien dice «sólo sé que no sé nada», ¿no acepta al menos que conoce una verdad, la de su no saber? Si nada es verdad, ¿no resulta ser verdad al menos que nada es verdad? En una palabra, se le reprocha al escepticismo ser contradictorio consigo mismo: si es verdad que no conocemos la verdad, al menos ya conocemos una verdad... luego no es verdad que no conozcamos la verdad. (A esta objeción el escéptico podría responder que no duda de la verdad, sino de que podamos distinguirla siempre fiablemente de lo falso...) Otra contradicción: el escéptico puede dar buenos argumentos contra la posibilidad de conocimiento racional pero para ello necesita utilizar la razón argumentativa: tiene que razonar para convencernos (¡y convencerse a sí mismo!) de que razonar no sirve para nada. Por lo visto, ni siquiera se puede descartar la razón sin utilizarla. Tercera duda frente a la duda: podemos sostener que cada una de nuestras creencias concretas es falible (ayer creíamos que la Tierra era plana, hoy que es redonda y mañana... ¡quién sabe!) pero si nos equivocamos debe entenderse que podríamos acertar, porque si no hay posibilidad de acierto -es decir, de conocimiento verdadero, aunque todavía nunca se haya dado-, tampoco hay posibilidad de error. Lo peor del escepticismo no es que nos impida afirmar algo verdadero sino que incluso nos veda decir nada falso. Cuarta refutación, de lo más grosero: quien no cree en la verdad de ninguna de nuestras creencias no debería tener demasiado inconveniente en sentarse en la vía del tren a la espera del próximo expreso o saltar desde un séptimo piso, pues puede que el temor inspirado por tales conductas se base en simples malentendidos. Se trata de un golpe bajo, ya lo sé.
De todas formas, el escepticismo señala una cuestión muy inquietante: ¿cómo puede ser que conozcamos algo de la realidad, sea poco o mucho? Nosotros los humanos, con nuestros toscos medios sensoriales e intelectuales... ¿cómo podemos alcanzar lo que la realidad verdaderamente es? ¡Resulta chocante que un simple mamífero pueda poseer alguna clave para interpretar el universo! El físico Albert Einstein, quizá el científico más grande del siglo XX, comentó una vez: «Lo más incomprensible de la naturaleza es que nosotros podamos al menos en parte comprenderla». Y Einstein no dudaba de que la comprendemos al menos en parte. ¿A qué se debe este milagro? ¿Será porque hay en nosotros una chispa divina, porque tenemos algo de dioses, aunque sea de serie Z? Pero quizá no sea nuestro parentesco con los dioses lo que nos permita conocer, sino nuestra pertenencia a aquello mismo que aspiramos a que sea conocido: somos capaces -al menos parcialmente- de comprender la realidad porque formamos parte de ella y estamos hechos de acuerdo a principios semejantes. Nuestros sentidos y nuestra mente son reales y por eso logran mejor o peor reflejar el resto de la realidad.
Quizá la respuesta más perspicaz dada hasta la fecha al problema del conocimiento la brindó Immanuel Kant a finales del siglo XVIII en su Crítica de la razón pura. Según Kant, lo que llamamos «conocimiento» es una combinación de cuanto aporta la realidad con las formas de nuestra sensibilidad y las categorías de nuestro entendimiento. No podemos captar las cosas en sí mismas sino sólo tal como las descubrimos por medio de nuestros sentidos y de la inteligencia que ordena los datos brindados por ellos. O sea, que no conocemos la realidad pura sino sólo cómo es lo real para nosotros. Nuestro conocimiento es verdadero pero no llega más que hasta donde lo permiten nuestras facultades. De aquello de lo que no recibimos información suficiente a través de los sentidos -que son los encargados de aportar la materia prima de nuestro conocimiento- no podemos saber realmente nada, y cuando la razón especula en el vacío sobre absolutos como Dios, el alma, el Universo, etc., se aturulla en contradicciones insalvables. El pensamiento es abstracto, o sea que procede a base de síntesis sucesivas a partir de nuestros datos sensoriales: sintetizamos todas las ciudades que conocemos para obtener el concepto «ciudad» o de las mil formas imaginables de sufrimiento llegamos a obtener la noción de «dolor», agrupando los rasgos intelectualmente relevantes de lo diverso. Pensar consiste luego en volver a descender desde la síntesis más lejana a los particulares datos concretos hasta los casos individuales y viceversa, sin perder nunca el contacto con lo experimentado ni limitarnos solamente a la abrumadora dispersión de sus anécdotas. Tal explicación está de alguna manera presente ya en Aristóteles y, sobre todo, en Locke. Desde luego, la respuesta de Kant es muchísimo más compleja de lo aquí esbozado, pero lo destacable de su esfuerzo genial es que intenta salvar a la vez los rece-los del escepticismo y la realidad efectiva de nuestros conocimientos tal como se manifiestan en la ciencia moderna, que para él representaba el gran Newton.
También el relativismo pone en cuestión que seamos alguna vez capaces de alcanzar la verdad por medio de razonamientos. Como ya ha quedado dicho, en la argumentación racional debe conciliarse el punto de vista subjetivo y personal con el objetivo o universal (siendo este último el punto de vista de cualquier otro ser humano que por así decir «mirase por encima de mi hombro» mientras estoy razonando). Pues bien, los relativistas opinan que tal cosa es imposible y que mis condicionamientos subjetivos siempre se imponen a cualquier pretensión de objetividad universal. A la hora de razonar., cada cual lo hace según su etnia, su sexo, su clase social, sus intereses económicos o políticos, incluso su carácter. Cada cultura tiene su lógica diferente y cada cual su forma de pensar idiosincrásica e intransferible. Por tanto hay tantas verdades como culturas, como sexos, como clases sociales, como intereses... ¡como caracteres individuales! Quienes no hablan de verdades sino de la verdad y sostienen la pertinencia de los versos de Antonio Machado que antes citábamos suelen ser considerados por los relativistas diversas cosas feas: etnocéntricos, logocéntricos, falocéntricos y en general concéntricos en torno a sí mismos; es decir gente despistada o abusona que toma su propio punto de vista por la perspectiva de la razón universal.
Resulta imposible (y sin duda indeseable) negar la importancia de nuestros condicionamientos socioculturales o psicológicos cuando nos ponemos a razonar pero... ¿puede asegurarse que invaliden totalmente el alcance universal de ciertas verdades alcanzadas a partir de ellos y a pesar de ellos? Los hallazgos científicos de la única mujer ganadora de dos premios Nobel, Madame Curie, ¿son válidos sólo para las madames y no también para los monsieurs? ¿Deben desconfiar los japoneses del siglo XX del valor que tenga para ellos la ley de gravitación descubierta por un inglés empelucado del siglo XVII llamado Newton? ¿Se equivocaron nuestros antepasados renacentistas europeos al cambiar la numeración romana, tan propia de su identidad cultural, por los mucho más operativos guarismos árabes? ¿Utilizaron una lógica y una observación experimental de la naturaleza muy distinta a la nuestra los indígenas peruanos que descubrieron las propiedades febrífugas de la quinina siglos antes que los europeos? ¿Invalida los análisis de Marx sobre el proletariado el hecho indudable de que él mismo perteneciese a la pequeña burguesía? ¿Debería Martín Luther King por ser negro haber renunciado a reclamar los derechos de ciudadanía iguales para todos establecidos por los padres fundadores de la constitución estadounidense, los cuales fueron blancos sin excepción? Por último: ¿es una verdad racional universal y objetiva la de que no existen o no pueden ser alcanzadas por los humanos las verdades universales racionalmente objetivas?
Parece evidente que el peso de los condicionamientos subjetivos varía grandemente según el «campo de la verdad» que en cada caso estemos considerando: si de lo que hablamos es de mitología, de gastronomía o de expresión poética, el peso de nuestra cultura o nuestra idiosincrasia personal es mucho más concluyente que cuando nos referimos a ciencias de la naturaleza o a los principios de la convivencia humana. En cualquier caso, también para determinar hasta qué punto nuestros conocimientos están teñidos de subjetivismo necesitamos un punto de vista objetivo desde el que compararlos unos con otros... ¡y todos con una cierta realidad más allá de ellos a la que se refieren! En fin, hasta para desconfiar de los criterios universales de razón y de verdad necesitamos algo así como una razón y una verdad que sirvan de criterio universal. Sin embargo, la aportación más valiosa del relativismo consiste en subrayar la imposibilidad de establecer una fuente última y absoluta de la que provenga todo conocimiento verdadero. Y ello no se debe a las insuficiencias accidentales de nuestra sabiduría que el progreso científico podría remediar, sino a la naturaleza misma de nuestra capacidad de conocer. Quizá por eso un teórico importante de nuestro siglo, Karl R. Popper, ha insistido en que no existe ningún criterio para establecer que se ha alcanzado la verdad, sin dejar al tiempo de conservar para la epistemología un criterio último y definitivo de verdad (la noción tarskiana7 de verdad). Lo único que está a nuestro alcance en la mayoría de los casos, según Popper, es descubrir los sucesivos errores que existen en nuestros planteamientos y purgarnos de ellos. De este modo, la tarea de la razón resultaría ser más bien negativa (señalar las múltiples equivocaciones e inconsistencias en nuestro saber) que afirmativa (establecer la autoridad definitiva de la que proviene toda verdad).
Seamos modestos: decir que algo «es verdad» significa que es «más verdad» que otras afirmaciones concurrentes sobre el mismo tema, aunque no represente la verdad absoluta. Por ejemplo, es «verdad» que Colón descubrió el continente americano a los europeos (aunque sin duda navegantes vikingos llegaron antes, pero sin dar la misma publicidad a su logro ni intentar la colonización) y es «verdad» que el vino de Rioja es un alimento más sano que el arsénico (aunque bebido en dosis excesivas también puede ser letal, mientras que pequeñas cantidades de arsénico se utilizan en la farmacopea para fabricar medicinas). Etcétera. Como resumió muy bien otro gran filósofo contemporáneo, George Santayana: «La posesión de la verdad absoluta no se halla tan sólo por accidente más allá de las mentes particulares; es incompatible con el estar vivo, porque excluye toda situación, órgano, interés o fecha de investigación particulares: la verdad absoluta no puede descubrirse justo porque no es una perspectiva»8. Pero que toda verdad que alcanzamos racionalmente responda a cierta perspectiva no la invalida como verdad, sino que sólo la identifica como «humana».
El último grupo de adversarios de la razón (o, más bien, del razonar argumentalmente) no lo son también de la verdad, como ocurría en los dos casos anteriores. Al contrario, éstos creen en la verdad, incluso en la Verdad con mayúscula, eterna, resplandeciente, sin nada que ver con las construcciones trabajosas que mediatizan el conocimiento humano: en una palabra, esta Verdad absoluta e indiscutible no nos debe nada. Tampoco piensan que puede llegar hasta ella por el laborioso y vacilante método racional sino que es una Verdad que se nos revela, bien sea porque nos la descubran algunos maestros sobrehumanos (dioses, ancestros inspirados, etcétera), porque se nos manifieste en alguna forma privilegiada de visión o porque sólo sea alcanzable a través de intuiciones no racionales, sentimientos, pasiones, etc. Es curioso que los partidarios de estos atajos sublimes hacia el conocimiento suelan fustigar el «orgullo» de los racionalistas (cuando precisamente la racionalidad se caracteriza por la humilde desconfianza de sí misma y de ahí sus tanteos, sus laboriosas deliberaciones, sus pruebas y contrapruebas) o ridiculicen su fe en «la omnipotencia de la razón», disparate irracional en el que jamás ha creído ningún racionalista en su sano juicio. Desde luego la Verdad así revelada -la Verdad visionaria- es irrefutable, porque cualquier intento de cuestionarla demuestra precisamen-te que el incrédulo carece de la iluminación requerida para su disfrute, bien sea por su impiedad ante los Maestros adecuados o por el embotamiento de las emociones necesarias para intuirla.
Y en ello mismo estriba sin embargo la principal objeción que puede hacérsele. Porque esta forma de acceso a la Verdad mayúscula es algo así como un privilegio de unos cuantos, que los menos afortunados sólo lograrían compartir indirectamente por obediencia intelectual ante los iniciados o quedando a la espera de una revelación semejante. Pero en ningún caso pueden repetir por sí mismos el camino del conocimiento, que se presenta como inefable y repentino. La Verdad así alcanzada debe ser aceptada en bloque, incuestionada, no sometida al proceso de dudas y objeciones que son fruto del ejercicio racional. El método de la razón en cambio es totalmente diferente. Para empezar, está abierto a cualquiera y no hace distingos entre las personas: en el diálogo Menón, Sócrates demuestra que también un joven esclavo sin instrucción ninguna puede llegar por sus propias deducciones a avanzar en el campo de la geometría. La razón no exige nada especial para funcionar, ni fe, ni preparación espiritual, ni pureza de alma o de sentimientos, ni perte-necer a un determinado linaje o a determinada etnia: sólo pide ser usada. La revelación elige a unos cuantos; la razón puede ser elegida por cualquiera, por todos. Es lo común de la condición humana. Se puede fingir una revelación sublime o una intuición emotiva pero no se puede fingir el ejercicio racional, porque cualquiera puede repetirlo con nosotros o en nuestro lugar: no hay conclusión racional si otro (cualquier otro con voluntad de razonar) no está facultado para seguir al menos nuestro razonamiento y compartirlo o señalar sus errores. Frente a tantos vehículos privados, supuestamente velocísimos pero que quizá no se mueven de donde están, la razón es un servicio público intelectual: un ómnibus.
En este sentido, la razón no sólo es un instrumento para conocer sino que tiene relevantes consecuencias políticas. El proceso de razonamiento -argumentos, datos, dudas, pruebas, contrapruebas, preguntas capciosas, refutaciones, etc.- está tomado del método que seguimos para discutir con nuestros semejantes los temas que nos interesan. Es decir, todo razonamiento es social porque reproduce el procedimiento de preguntas y respuestas que empleamos para el debate con los demás. Tal es precisamente el origen de la razón, si hemos de hacer caso a Giorgio Colli: «Muchas generaciones de dialécticos elaboraron en Grecia un sistema de la razón, del logos, como fenómeno vivo, concreto, puramente oral. Evidentemente, el carácter oral de la discusión es esencial en ella: una discusión escrita, traducida a obra literaria, como la que encontramos en Platón, es un pálido subrogado del fenómeno originario, ya sea porque carece de la más mínima inmediatez, de la presencia de los interlocutores, de la inflexión de sus voces, de la alusión de sus miradas, o bien porque describe una emulación pensada por un solo hombre y exclusivamente pensada, por lo que carece del arbitrio, de la novedad, de lo imprevisto, que pueden surgir únicamente del encuentro verbal de dos individuos de carne y hueso»9. Razonar no es algo que se aprende en soledad sino que se inventa al comunicarse y confrontarse con los semejantes: toda razón es fundamentalmente conversación. A veces los filósofos modernos parecen olvidar este aspecto esencial de la cuestión.
«Conversar» no es lo mismo que escuchar sermones o atender voces de mando. Sólo se conversa -sobre todo, sólo se discute- entre iguales. Por eso el hábito filosófico de razonar nace en Grecia junto con las instituciones políticas de la democracia. Nadie puede discutir con Asurbanipal o con Nerón, ni nadie puede conversar abiertamente en una sociedad en la que existen castas sociales inamovibles. Desde luego la Grecia clásica no fue una sociedad plenamente igualitaria (¿lo ha sido alguna, habrá alguna que lo sea alguna vez?) y las mujeres o los esclavos no tenían los mismos derechos de ciudadanía que los varones libres: pero en el Banquete platónico interviene Diotima como interlocutora y en Menón Sócrates ayuda a razonar al esclavo. Y es que razonar consecuentemente exige la universalidad humana de la razón, el no excluir a nadie del diálogo donde se argumenta. De modo que la razón fue por delante en Grecia de su propio sistema social y va siempre por delante de los sistemas sociales desiguales que conocemos, hacia la verdadera comunidad de todos los seres pensantes. A fin de cuentas, la disposición a filosofar consiste en decidirse a tratar a los demás como si fueran también filósofos: ofreciéndoles razones, escuchando las suyas y construyendo la verdad, siempre en tela de juicio, a partir del encuentro entre unas y otras.
Actualmente se ha extendido una versión que me parece errónea de la relación entre la capacidad de argumentación y la igualdad democrática. Se da por supuesto que cada cual tiene derecho a sus propias opiniones y que intentar buscar la verdad (no la tuya ni la mía) es una pretensión dogmática, casi totalitaria. En el fondo, no hay planteamiento más directamente antidemocrático que éste. La democracia se basa en el supuesto de que no hay hombres que nazcan para mandar ni otros nacen para obedecer, sino que todos nacemos con la capacidad de pensar y por tanto con el derecho político de intervenir en la gestión de la comunidad de la que formamos parte. Pero para que los ciudadanos puedan ser políticamente iguales es imprescindible que en cambio no todas sus opiniones lo sean: debe haber algún medio de jerarquizar las ideas en la sociedad no jerárquica, potenciando las más adecuadas y desechando las erróneas o dañinas. En una palabra, buscando la verdad. Tal es precisamente la misión de la razón cuyo uso todos compartimos (antaño las verdades sociales las establecían los dioses, la tradición, los soberanos absolutos, etcétera). En la sociedad democrática, las opiniones de cada cual no son fortalezas o castillos donde encerrarse como forma de autoafirmación personal: «tener» una opinión no es «tener» una propiedad que nadie tiene derecho a arrebatarnos. Ofrecemos nuestra opinión a los demás para que la debatan y en su caso la acepten o la refuten, no simplemente para que sepan «dónde estamos y quiénes somos». Y desde luego no todas las opiniones son igualmente válidas: valen más las que tienen mejores argumentos a su favor y las que mejor resisten la prueba de fuego del debate con las objeciones que se les plantean.
Si no queremos que sean los dioses o ciertos hombres privilegiados los que usurpen la autoridad social (es decir., quienes decidan cuál es la verdad que conviene a la comunidad) no queda otra alternativa que someternos a la autoridad de la razón como vía hacia la verdad. Pero la razón no está situada como un árbitro semidivino por encima de nosotros para zanjar nuestras disputas sino que funciona dentro de nosotros y entre nosotros. No sólo tenemos que ser capaces de ejercer la razón en nuestras argumentaciones sino también -y esto es muy importante y quizá aún más difícil- debemos desarrollar la capacidad de ser convencidos por las mejores razones, vengan de quien vengan. No acata la autoridad democrática de la razón quien sólo sabe manejarla a favor de sus tesis pero considera humillante ser persuadido por razones opuestas. No basta con ser racional, es decir, aplicar argumentos racionales a cosas o hechos, sino que resulta no menos imprescindible ser razonable, o sea acoger en nuestros razonamientos el peso argumental de otras subjetividades que también se expresan racionalmente. Desde la perspectiva racionalista, la verdad buscada es siempre resultado, no punto de partida: y esa búsqueda incluye la conversación entre iguales, la polémica, el debate, la controversia. No como afirmación de la propia subjetividad sino como vía para alcanzar una verdad objetiva a través de las múltiples subjetividades. Si sabemos argumentar pero no sabemos dejarnos persuadir hará falta un jefe, un Dios o un Gran Experto que finalmente decida qué es lo verdadero para todos. Probablemente tendremos que volver más adelante sobre esta cuestión de lo racional y lo razonable.
De momento, creo que basta lo dicho. Recapitulemos. Acosados por la muerte, debemos pensar la vida. Pensarla, es decir: conocerla mejor a ella, a cuanto contiene y a cuanto significa. Tenemos múltiples fuentes de conocimiento, pero todas han de pasar la criba crítica de la razón, que verifica, organiza y busca la coherencia en lo que sabemos... aunque sea provisionalmente. Pero la vida está llena de preguntas. ¿Por cuál empezar, tras habernos preguntado cómo responderlas? La primera de todas bien puede ser ésta: ¿quién soy yo? O quizá: ¿qué soy yo?
Da que pensar...
¿Cuál es la pregunta previa a las restantes preguntas de la vida? ¿De dónde nos viene lo que creemos saber? ¿Podemos estar medianamente seguros de tales conocimientos? ¿A qué llamamos razón? ¿Cuál es la relación entre la razón y la verdad? ¿Cuánto hay en la razón de subjetivo y cuánto de objetivo? ¿Se puede compartir la razón y la verdad con otros, quizá con todos? ¿Cuáles son los argumentos de los escépticos y cómo se les puede responder? ¿En qué consiste el relativismo? Si todo es relativo, ¿será el relativismo relativo también? ¿Podrá llegarse a la Verdad sin utilizar la razón, por fe o por intuición, quizá por una corazonada? ¿Por qué no puede haber una razón muda y qué tiene que ver «conversar» con «razonar»? ¿Tiene implicaciones políticas el método racional de llegar a la verdad? Para utilizar correctamente la razón ¿basta con ser racional o hay que ser también razonable? Puedo ser racional contra mi prójimo pero ¿puedo ser razonable contra los demás? ¿Consiste la democracia en el derecho a defender públicamente las propias opiniones o en la obligación de tenerlas a todas por igualmente válidas? ¿Es irracional o humillante dejarse convencer por los argumentos racionales?
Preguntas:
Nota: Cualquier intento de plagio sera anulado y se realizara una anotación al observador
LAS VERDADES DE LA RAZÓN
La muerte, con su urgencia, ha despertado mi apetito de saber cosas sobre la vida. Quiero dar respuesta a mil preguntas sobre mí mismo, sobre los demás, sobre el mundo que nos rodea, sobre los otros seres vivos o inanimados, sobre cómo vivir mejor: me pregunto qué significa todo este lío en que me veo metido -un lío necesariamente mortal- y cómo me las puedo arreglar en él. Todas esas interrogaciones me asaltan una y otra vez; procuro sacudírmelas de encima, reírme de ellas, aturdirme para no pensar, pero vuelven con insistencia tras breves momentos de tregua. ¡Y menos mal que vuelven! Porque si no volviesen sería señal de que la noticia de mi muerte no ha servido más que para asustarme, de que ya estoy muerto en cierto sentido, de que no soy capaz más que de esconder la cabeza bajo las sábanas en lugar de utilizarla. Querer saber, querer pensar: eso equivale a querer estar verdaderamente vivo. Vivo frente a la muerte, no atontado y anestesiado esperándola.
Bien, tengo muchas preguntas sobre la vida. Pero hay una previa a todas ellas, fundamental: la de cómo contestarlas aunque sea de modo parcial. La pregunta previa a todas es: ¿cómo contestaré a las preguntas que la vida me sugiere? Y si no puedo responderlas convincentemente, ¿cómo lograr entenderlas mejor? A veces entender mejor lo que uno pregunta ya es casi una respuesta. Pregunto lo que no sé, lo que aún no sé, lo que quizá nunca llegue a saber, incluso a veces ni siquiera sé del todo lo que pregunto. En una palabra, la primera de todas las preguntas que debo intentar responder es ésta: ¿cómo llegaré a saber lo que no sé? O quizá: ¿cómo puedo saber qué es lo que quiero saber?, ¿qué busco preguntando?, ¿de dónde puede venirme alguna respuesta más o menos válida?
Para empezar, la pregunta nunca puede nacer de la pura ignorancia. Si no supiera nada o no creyese al menos saber algo, ni siquiera podría hacer preguntas. Pregunto desde lo que sé o creo saber, porque me parece insuficiente y dudoso. Imaginemos que bajo mi cama existe sin que yo lo sepa un pozo lleno de raras maravillas: como no tengo ni idea de que haya tal escondrijo es imposible que me pregunte jamás cuántas maravillas hay, en qué consisten ni por qué son tan maravillosas. En cambio puedo preguntarme de qué están hechas las sábanas de mi cama, cuántas almohadas tengo en ella, cómo se llama el carpintero que la fabricó, cuál es la postura más cómoda para descansar en ese lecho y quizá si debo compartirlo con alguien o mejor dormir solo. Soy capaz de plantearme estas cuestiones porque al menos parto de la base de que estoy en una cama, con sábanas, almohadas, etc. Incluso podría asaltarme también la duda de si estoy realmente en una cama y no en el interior de un cocodrilo gigante que me ha devorado mientras hacía la siesta. Todas estas dudas sobre si estoy en una cama o cómo es mi cama sólo son posibles porque al menos creo saber aproximadamente lo que es una cama. Acerca de lo que no sé absolutamente nada (como el supuesto agujero lleno de maravillas bajo mi lecho) ni siquiera puedo dudar o hacer preguntas.
Así que debo empezar por someter a examen los conocimientos que ya creo tener. Y sobre ellos me puedo hacer al menos otras tres preguntas:
a) ¿cómo los he obtenido? (¿cómo he llegado a saber lo que sé o creo saber?);
b) ¿hasta qué punto estoy seguro de ellos?;
c) ¿cómo puedo ampliarlos, mejorarlos o, en su caso, sustituirlos por otros más fiables?
Hay cosas que sé porque me las han dicho otros. Mis padres me enseñaron, por ejemplo, que es bueno lavarse las manos antes de comer y que cuatro esquinitas tiene mi cama y cuatro angelitos que me la guardan. Aprendí que las canicas de cristal valen más que las de barro porque me lo dijeron los niños de mi clase en el patio de recreo. Un amigo muy ligón me reveló en la adolescencia que cuando te acercas a dos chicas hay que hablar primero con la más fea para que la guapa se vaya fijando en ti. Más tarde otro amigo, éste muy viajero, me informó de que el mejor restaurante de la mítica Nueva York se llama Four Seasons. Y hoy he leído en el periódico que el presidente ruso Yeltsin es muy aficionado al vodka. La mayoría de mis conocimientos provienen de fuentes semejantes a éstas.
Hay otras cosas que sé porque las he estudiado. De los borrosos recuerdos de la geografía de mi infancia tengo la noticia de que la capital de Honduras se llama asombrosamente Tegucigalpa. Mis someros estudios de geometría me convencieron de que la línea recta es la distancia más corta entre dos puntos mientras que las líneas paralelas sólo se juntan en el infinito. También creo recordar que la composición química del agua es H^O. Como aprendí francés de pequeño puedo decir «j´ai perdu ma plume dans le jardin de ma tante» para informar a un parisino de que he perdido mi pluma en el jardín de mi tía (cosa, por cierto, que nunca me ha pasado). Lástima no haber sido nunca demasiado estudioso porque podría haber obtenido muchos más conocimientos por el mismo método.
Pero también sé muchas cosas por experiencia propia. Así, he comprobado que el fuego quema y que el agua moja, por ejemplo. También puedo distinguir los diferentes colores del arco iris, de modo que cuando alguien dice «azul» yo me imagino cierto tono que a menudo he visto en el cielo o en el mar. He visitado la plaza de San Marcos, en Venecia, y por tanto creo firmemente que es notablemente mayor que la entrañable plaza de la Constitución de mi San Sebastián natal. Sé lo que es el dolor porque he tenido varios cólicos nefríticos, lo que es el sufrimiento porque he visto morir a mi padre y lo que es el placer porque una vez recibí un beso estupendo de una chica en cierta estación. Conozco el calor, el frío, el hambre, la sed y muchas emociones, para algunas de las cuales ni siquiera tengo nombre. También conservo experiencia de los cambios que produjo en mí el paso de la infancia a la edad adulta y de otros más alarmantes que voy padeciendo al envejecer. Por experiencia sé también que cuando estoy dormido tengo sueños, sueños que se parecen asombrosamente a las visiones y sensaciones que me asaltan diariamente durante la vigilia... De modo que la experiencia me ha enseñado que puedo sentir, padecer, gozar, sufrir, dormir y tal vez soñar.
Ahora bien, ¿hasta qué punto estoy seguro de cada una de esas cosas; que sé? Desde luego, no todas las creo con el mismo grado de certeza ni me parecen conocimientos igualmente fiables. Pensándolo bien, cualquiera de ellas puede suscitarme dudas. Creerme algo sólo porque otros me lo han dicho no es demasiado prudente. Podrían estar ellos mismos equivocados o querer engañarme: quizá mis padres me amaban demasiado para decirme siempre la verdad, quizá mi amigo viajero sabe poco de gastronomía o el ligón nunca fue un verdadero experto en psicología femenina... De las noticias que leo en los periódicos, para qué hablar; no hay más que comparar lo que se escribe en unos con lo que cuentan otros para ponerlo todo como poco en entredicho.
Aunque ofrezcan mayores garantías, tampoco las materias de estudio son absolutamente fiables. Muchas cosas que estudié de joven hoy se explican de otra manera, las capitales de los países cambian de un día para otro (¿sigue siendo Tegucigalpa la capital de Honduras?) y las ciencias actuales descartan numerosas teorías de los siglos pasados: ¿quién puede asegurarme que lo hoy tenido por cierto no será también descartado mañana? Ni siquiera lo que yo mismo puedo experimentar es fuente segura de conocimiento: cuando introduzco un palo en el agua me parece verlo quebrarse bajo la superficie aunque el tacto desmiente tal impresión y casi juraría que el sol se mueve a lo largo del día o que no es mucho mayor que un balón de fútbol (¡si me tumbo en el suelo puedo taparlo con sólo alzar un pie!), mientras que la astronomía me da noticias muy distintas al respecto. Además también he sufrido a veces alucinaciones y espejismos, sobre todo después de haber bebido demasiado o estando muy cansado...
¿Quiere todo esto decir que nunca debo fiarme de lo que me dicen, de lo que estudio o de lo que experimento? De ningún modo. Pero parece imprescindible revisar de vez en cuando algunas cosas que creo saber, compararlas con otros de mis conocimientos, someterlas a examen crítico, debatirlas con otras personas que puedan ayudarme a entender mejor. En una palabra, buscar argumentos para asumirlas o refutarlas. A este ejercicio de buscar y sopesar argumentos antes de aceptar como bueno lo que creo saber es a lo que en términos generales se le suele llamar utilizar la razón. Desde luego, la razón no es algo simple, no es una especie de faro luminoso que tenemos en nuestro interior para alumbrar la realidad ni cosa parecida. Se parece más bien a un conjunto de hábitos deductivos, tanteos y cautelas, en parte dictados por la experiencia y en parte basados en las pautas de la lógica. La combinación de todos ellos constituye «una fa-cultad capaz -al menos en parte- de establecer o captar las relaciones que hacen que las cosas dependan unas de otras, y estén constituidas de una determinada forma y no de otra» (le plagio esta definición -modificándola a mi gusto- a un filósofo del siglo XVII, Leibniz). En ocasiones puedo alcanzar algunas certezas racionales que me servirán como criterio para fundar mis conocimientos: por ejemplo, que dos cosas iguales a una tercera son iguales entre sí o que algo no puede ser y no ser a la vez en un mismo respecto (una cosa puede ser blanca o negra, blanquinegra, gris, pero no al mismo tiempo totalmente blanca y totalmente negra). En muchos otros casos debo conformarme con establecer racionalmente lo más probable o verosímil: dados los numerosos testimonios que coinciden en afirmarlo, puedo aceptar que en Australia hay canguros; no parece insensato asumir que el aparato con que caliento las pizzas en mi cocina es un horno microondas y no una nave alienígena; puedo tener cierta confianza en que el portero de mi casa (que se llama Juan como ayer, tiene el mismo aspecto y la misma voz que ayer, me saluda como ayer, etc.) es efectivamente la misma persona que vi ayer en la portería. Aunque no espero que ningún acontecimiento altere mi creencia racional en los principios de la lógica o de la matemática, debo admitir en cambio -también por cautela racional- que en otros campos lo que hoy me resulta verosímil o aún probable siempre puede estar sujeto a revisión...
De modo que la razón no es algo que me cuentan los demás, ni el fruto de mis estudios o de mi experiencia, sino un procedimiento intelectual crítico que utilizo para organizar las noticias que recibo, los estudios que realizo o las experiencias que tengo, aceptando unas cosas (al menos provisionalmente, en espera de mejores argumentos) y descartando otras, intentando siempre vincular mis creencias entre sí con cierta armonía. Y lo primero que la razón intenta armonizar es mi punto de vista meramente personal o subjetivo con un punto de vista más objetivo o intersubjetivo, el punto de vista desde el que cualquier otro ser racional puede considerar la realidad. Si una creencia mía se apoya en argumentos racionales, no pueden ser racionales sólo para mí. Lo característico de la razón es que nunca es exclusivamente mi razón. De aquí proviene la esencial universalidad de la razón, en la que los grandes filósofos como Platón o Descartes siem-pre han insistido. Esa universalidad significa, primero, que la razón es universal en el sentido de que todos los hombres la poseen, incluso los que la usan peor (los más tontos, para entendernos), de modo que con atención y paciencia todos podríamos convenir en los mismos argumentos sobre algunas cuestiones; y segundo, que la fuerza de convicción de los razonamientos es comprensible para cualquiera, con tal de que se decida a seguir el método racional, de modo que la razón puede servir de árbitro para zanjar muchas disputas entre los hombres. Esa facultad (¿ese conjunto de facultades?) llamado razón es precisamente lo que todos los humanos tenemos en común y en ello se funda nuestra humanidad compartida. Por eso Sócrates previene al joven Fedón contra dejarse invadir por el odio a los razonamientos «como algunos llegan a odiar a los hombres. Porque no existe un mal mayor que caer presa de ese odio de los razonamientos» {Fedón, 890-9 ib). Detestar la razón es detestar a la humanidad, tanto a la propia como a la ajena, y enfrentarse a ella sin remedio como enemigo suicida...
El objetivo del método racional es establecer la verdad, es decir, la mayor concordancia posible entre lo que creemos y lo que efectivamente se da en la realidad de la que formamos parte. «Verdad» y «razón» comparten la misma vocación universalista, el mismo propósito de validez tanto para mí mismo como para el resto de mis semejantes, los humanos. Lo expresó concisamente muy bien Antonio Machado en estos versos:
Tu verdad, no: la Verdad. Y ven conmigo a buscarla. La tuya, guárdatela.
Buscar la verdad por medio del examen racional de nuestros conocimientos consiste en intentar aproximarnos más a lo real: ser racionalmente veraces debería equivaler a llegar a ser lo más realistas posible. Pero no todas las verdades son del mismo género porque la realidad abarca dimensiones muy diversas. Si por ejemplo le digo a mi novia «soy tu pichoncito del alma» y al amigo en el bar «soy ingeniero de caminos» puedo afirmar la verdad en ambos casos, aunque haya pocos pichones que hayan llegado a ingenieros. Las ciudades medievales solían tener en sus afueras una explanada llamada «campo de la verdad» donde se libraban los combates que dirimían agravios y litigios: se suponía que el ganador de la riña estaba en posesión de la verdad de acuerdo con el veredicto de la ordalía o juicio de Dios. Pues bien, una de las primeras misiones de la razón es delimitar los diversos campos de la verdad que se reparten la realidad de la que formamos parte. Consideremos por ejemplo el sol: de él podemos decir que es una estrella de mediana magnitud, un dios o el rey del firmamento. Cada una de estas afirmaciones responde a un campo distinto de verdad, la astronomía en el primer caso, la mitología en el segundo o la expresión poética en el tercero. Cada una en su campo, las tres afirmaciones sobre el sol son razonablemente verdaderas pero el engaño o ilusión proviene de mezclar los campos (dando la respuesta propia para un campo en otro campo distinto) o, aún creencia en el escepticismo? Quien dice «sólo sé que no sé nada», ¿no acepta al menos que conoce una verdad, la de su no saber? Si nada es verdad, ¿no resulta ser verdad al menos que nada es verdad? En una palabra, se le reprocha al escepticismo ser contradictorio consigo mismo: si es verdad que no conocemos la verdad, al menos ya conocemos una verdad... luego no es verdad que no conozcamos la verdad. (A esta objeción el escéptico podría responder que no duda de la verdad, sino de que podamos distinguirla siempre fiablemente de lo falso...) Otra contradicción: el escéptico puede dar buenos argumentos contra la posibilidad de conocimiento racional pero para ello necesita utilizar la razón argumentativa: tiene que razonar para convencernos (¡y convencerse a sí mismo!) de que razonar no sirve para nada. Por lo visto, ni siquiera se puede descartar la razón sin utilizarla. Tercera duda frente a la duda: podemos sostener que cada una de nuestras creencias concretas es falible (ayer creíamos que la Tierra era plana, hoy que es redonda y mañana... ¡quién sabe!) pero si nos equivocamos debe entenderse que podríamos acertar, porque si no hay posibilidad de acierto -es decir, de conocimiento verdadero, aunque todavía nunca se haya dado-, tampoco hay posibilidad de error. Lo peor del escepticismo no es que nos impida afirmar algo verdadero sino que incluso nos veda decir nada falso. Cuarta refutación, de lo más grosero: quien no cree en la verdad de ninguna de nuestras creencias no debería tener demasiado inconveniente en sentarse en la vía del tren a la espera del próximo expreso o saltar desde un séptimo piso, pues puede que el temor inspirado por tales conductas se base en simples malentendidos. Se trata de un golpe bajo, ya lo sé.
De todas formas, el escepticismo señala una cuestión muy inquietante: ¿cómo puede ser que conozcamos algo de la realidad, sea poco o mucho? Nosotros los humanos, con nuestros toscos medios sensoriales e intelectuales... ¿cómo podemos alcanzar lo que la realidad verdaderamente es? ¡Resulta chocante que un simple mamífero pueda poseer alguna clave para interpretar el universo! El físico Albert Einstein, quizá el científico más grande del siglo XX, comentó una vez: «Lo más incomprensible de la naturaleza es que nosotros podamos al menos en parte comprenderla». Y Einstein no dudaba de que la comprendemos al menos en parte. ¿A qué se debe este milagro? ¿Será porque hay en nosotros una chispa divina, porque tenemos algo de dioses, aunque sea de serie Z? Pero quizá no sea nuestro parentesco con los dioses lo que nos permita conocer, sino nuestra pertenencia a aquello mismo que aspiramos a que sea conocido: somos capaces -al menos parcialmente- de comprender la realidad porque formamos parte de ella y estamos hechos de acuerdo a principios semejantes. Nuestros sentidos y nuestra mente son reales y por eso logran mejor o peor reflejar el resto de la realidad.
Quizá la respuesta más perspicaz dada hasta la fecha al problema del conocimiento la brindó Immanuel Kant a finales del siglo XVIII en su Crítica de la razón pura. Según Kant, lo que llamamos «conocimiento» es una combinación de cuanto aporta la realidad con las formas de nuestra sensibilidad y las categorías de nuestro entendimiento. No podemos captar las cosas en sí mismas sino sólo tal como las descubrimos por medio de nuestros sentidos y de la inteligencia que ordena los datos brindados por ellos. O sea, que no conocemos la realidad pura sino sólo cómo es lo real para nosotros. Nuestro conocimiento es verdadero pero no llega más que hasta donde lo permiten nuestras facultades. De aquello de lo que no recibimos información suficiente a través de los sentidos -que son los encargados de aportar la materia prima de nuestro conocimiento- no podemos saber realmente nada, y cuando la razón especula en el vacío sobre absolutos como Dios, el alma, el Universo, etc., se aturulla en contradicciones insalvables. El pensamiento es abstracto, o sea que procede a base de síntesis sucesivas a partir de nuestros datos sensoriales: sintetizamos todas las ciudades que conocemos para obtener el concepto «ciudad» o de las mil formas imaginables de sufrimiento llegamos a obtener la noción de «dolor», agrupando los rasgos intelectualmente relevantes de lo diverso. Pensar consiste luego en volver a descender desde la síntesis más lejana a los particulares datos concretos hasta los casos individuales y viceversa, sin perder nunca el contacto con lo experimentado ni limitarnos solamente a la abrumadora dispersión de sus anécdotas. Tal explicación está de alguna manera presente ya en Aristóteles y, sobre todo, en Locke. Desde luego, la respuesta de Kant es muchísimo más compleja de lo aquí esbozado, pero lo destacable de su esfuerzo genial es que intenta salvar a la vez los rece-los del escepticismo y la realidad efectiva de nuestros conocimientos tal como se manifiestan en la ciencia moderna, que para él representaba el gran Newton.
También el relativismo pone en cuestión que seamos alguna vez capaces de alcanzar la verdad por medio de razonamientos. Como ya ha quedado dicho, en la argumentación racional debe conciliarse el punto de vista subjetivo y personal con el objetivo o universal (siendo este último el punto de vista de cualquier otro ser humano que por así decir «mirase por encima de mi hombro» mientras estoy razonando). Pues bien, los relativistas opinan que tal cosa es imposible y que mis condicionamientos subjetivos siempre se imponen a cualquier pretensión de objetividad universal. A la hora de razonar., cada cual lo hace según su etnia, su sexo, su clase social, sus intereses económicos o políticos, incluso su carácter. Cada cultura tiene su lógica diferente y cada cual su forma de pensar idiosincrásica e intransferible. Por tanto hay tantas verdades como culturas, como sexos, como clases sociales, como intereses... ¡como caracteres individuales! Quienes no hablan de verdades sino de la verdad y sostienen la pertinencia de los versos de Antonio Machado que antes citábamos suelen ser considerados por los relativistas diversas cosas feas: etnocéntricos, logocéntricos, falocéntricos y en general concéntricos en torno a sí mismos; es decir gente despistada o abusona que toma su propio punto de vista por la perspectiva de la razón universal.
Resulta imposible (y sin duda indeseable) negar la importancia de nuestros condicionamientos socioculturales o psicológicos cuando nos ponemos a razonar pero... ¿puede asegurarse que invaliden totalmente el alcance universal de ciertas verdades alcanzadas a partir de ellos y a pesar de ellos? Los hallazgos científicos de la única mujer ganadora de dos premios Nobel, Madame Curie, ¿son válidos sólo para las madames y no también para los monsieurs? ¿Deben desconfiar los japoneses del siglo XX del valor que tenga para ellos la ley de gravitación descubierta por un inglés empelucado del siglo XVII llamado Newton? ¿Se equivocaron nuestros antepasados renacentistas europeos al cambiar la numeración romana, tan propia de su identidad cultural, por los mucho más operativos guarismos árabes? ¿Utilizaron una lógica y una observación experimental de la naturaleza muy distinta a la nuestra los indígenas peruanos que descubrieron las propiedades febrífugas de la quinina siglos antes que los europeos? ¿Invalida los análisis de Marx sobre el proletariado el hecho indudable de que él mismo perteneciese a la pequeña burguesía? ¿Debería Martín Luther King por ser negro haber renunciado a reclamar los derechos de ciudadanía iguales para todos establecidos por los padres fundadores de la constitución estadounidense, los cuales fueron blancos sin excepción? Por último: ¿es una verdad racional universal y objetiva la de que no existen o no pueden ser alcanzadas por los humanos las verdades universales racionalmente objetivas?
Parece evidente que el peso de los condicionamientos subjetivos varía grandemente según el «campo de la verdad» que en cada caso estemos considerando: si de lo que hablamos es de mitología, de gastronomía o de expresión poética, el peso de nuestra cultura o nuestra idiosincrasia personal es mucho más concluyente que cuando nos referimos a ciencias de la naturaleza o a los principios de la convivencia humana. En cualquier caso, también para determinar hasta qué punto nuestros conocimientos están teñidos de subjetivismo necesitamos un punto de vista objetivo desde el que compararlos unos con otros... ¡y todos con una cierta realidad más allá de ellos a la que se refieren! En fin, hasta para desconfiar de los criterios universales de razón y de verdad necesitamos algo así como una razón y una verdad que sirvan de criterio universal. Sin embargo, la aportación más valiosa del relativismo consiste en subrayar la imposibilidad de establecer una fuente última y absoluta de la que provenga todo conocimiento verdadero. Y ello no se debe a las insuficiencias accidentales de nuestra sabiduría que el progreso científico podría remediar, sino a la naturaleza misma de nuestra capacidad de conocer. Quizá por eso un teórico importante de nuestro siglo, Karl R. Popper, ha insistido en que no existe ningún criterio para establecer que se ha alcanzado la verdad, sin dejar al tiempo de conservar para la epistemología un criterio último y definitivo de verdad (la noción tarskiana7 de verdad). Lo único que está a nuestro alcance en la mayoría de los casos, según Popper, es descubrir los sucesivos errores que existen en nuestros planteamientos y purgarnos de ellos. De este modo, la tarea de la razón resultaría ser más bien negativa (señalar las múltiples equivocaciones e inconsistencias en nuestro saber) que afirmativa (establecer la autoridad definitiva de la que proviene toda verdad).
Seamos modestos: decir que algo «es verdad» significa que es «más verdad» que otras afirmaciones concurrentes sobre el mismo tema, aunque no represente la verdad absoluta. Por ejemplo, es «verdad» que Colón descubrió el continente americano a los europeos (aunque sin duda navegantes vikingos llegaron antes, pero sin dar la misma publicidad a su logro ni intentar la colonización) y es «verdad» que el vino de Rioja es un alimento más sano que el arsénico (aunque bebido en dosis excesivas también puede ser letal, mientras que pequeñas cantidades de arsénico se utilizan en la farmacopea para fabricar medicinas). Etcétera. Como resumió muy bien otro gran filósofo contemporáneo, George Santayana: «La posesión de la verdad absoluta no se halla tan sólo por accidente más allá de las mentes particulares; es incompatible con el estar vivo, porque excluye toda situación, órgano, interés o fecha de investigación particulares: la verdad absoluta no puede descubrirse justo porque no es una perspectiva»8. Pero que toda verdad que alcanzamos racionalmente responda a cierta perspectiva no la invalida como verdad, sino que sólo la identifica como «humana».
El último grupo de adversarios de la razón (o, más bien, del razonar argumentalmente) no lo son también de la verdad, como ocurría en los dos casos anteriores. Al contrario, éstos creen en la verdad, incluso en la Verdad con mayúscula, eterna, resplandeciente, sin nada que ver con las construcciones trabajosas que mediatizan el conocimiento humano: en una palabra, esta Verdad absoluta e indiscutible no nos debe nada. Tampoco piensan que puede llegar hasta ella por el laborioso y vacilante método racional sino que es una Verdad que se nos revela, bien sea porque nos la descubran algunos maestros sobrehumanos (dioses, ancestros inspirados, etcétera), porque se nos manifieste en alguna forma privilegiada de visión o porque sólo sea alcanzable a través de intuiciones no racionales, sentimientos, pasiones, etc. Es curioso que los partidarios de estos atajos sublimes hacia el conocimiento suelan fustigar el «orgullo» de los racionalistas (cuando precisamente la racionalidad se caracteriza por la humilde desconfianza de sí misma y de ahí sus tanteos, sus laboriosas deliberaciones, sus pruebas y contrapruebas) o ridiculicen su fe en «la omnipotencia de la razón», disparate irracional en el que jamás ha creído ningún racionalista en su sano juicio. Desde luego la Verdad así revelada -la Verdad visionaria- es irrefutable, porque cualquier intento de cuestionarla demuestra precisamen-te que el incrédulo carece de la iluminación requerida para su disfrute, bien sea por su impiedad ante los Maestros adecuados o por el embotamiento de las emociones necesarias para intuirla.
Y en ello mismo estriba sin embargo la principal objeción que puede hacérsele. Porque esta forma de acceso a la Verdad mayúscula es algo así como un privilegio de unos cuantos, que los menos afortunados sólo lograrían compartir indirectamente por obediencia intelectual ante los iniciados o quedando a la espera de una revelación semejante. Pero en ningún caso pueden repetir por sí mismos el camino del conocimiento, que se presenta como inefable y repentino. La Verdad así alcanzada debe ser aceptada en bloque, incuestionada, no sometida al proceso de dudas y objeciones que son fruto del ejercicio racional. El método de la razón en cambio es totalmente diferente. Para empezar, está abierto a cualquiera y no hace distingos entre las personas: en el diálogo Menón, Sócrates demuestra que también un joven esclavo sin instrucción ninguna puede llegar por sus propias deducciones a avanzar en el campo de la geometría. La razón no exige nada especial para funcionar, ni fe, ni preparación espiritual, ni pureza de alma o de sentimientos, ni perte-necer a un determinado linaje o a determinada etnia: sólo pide ser usada. La revelación elige a unos cuantos; la razón puede ser elegida por cualquiera, por todos. Es lo común de la condición humana. Se puede fingir una revelación sublime o una intuición emotiva pero no se puede fingir el ejercicio racional, porque cualquiera puede repetirlo con nosotros o en nuestro lugar: no hay conclusión racional si otro (cualquier otro con voluntad de razonar) no está facultado para seguir al menos nuestro razonamiento y compartirlo o señalar sus errores. Frente a tantos vehículos privados, supuestamente velocísimos pero que quizá no se mueven de donde están, la razón es un servicio público intelectual: un ómnibus.
En este sentido, la razón no sólo es un instrumento para conocer sino que tiene relevantes consecuencias políticas. El proceso de razonamiento -argumentos, datos, dudas, pruebas, contrapruebas, preguntas capciosas, refutaciones, etc.- está tomado del método que seguimos para discutir con nuestros semejantes los temas que nos interesan. Es decir, todo razonamiento es social porque reproduce el procedimiento de preguntas y respuestas que empleamos para el debate con los demás. Tal es precisamente el origen de la razón, si hemos de hacer caso a Giorgio Colli: «Muchas generaciones de dialécticos elaboraron en Grecia un sistema de la razón, del logos, como fenómeno vivo, concreto, puramente oral. Evidentemente, el carácter oral de la discusión es esencial en ella: una discusión escrita, traducida a obra literaria, como la que encontramos en Platón, es un pálido subrogado del fenómeno originario, ya sea porque carece de la más mínima inmediatez, de la presencia de los interlocutores, de la inflexión de sus voces, de la alusión de sus miradas, o bien porque describe una emulación pensada por un solo hombre y exclusivamente pensada, por lo que carece del arbitrio, de la novedad, de lo imprevisto, que pueden surgir únicamente del encuentro verbal de dos individuos de carne y hueso»9. Razonar no es algo que se aprende en soledad sino que se inventa al comunicarse y confrontarse con los semejantes: toda razón es fundamentalmente conversación. A veces los filósofos modernos parecen olvidar este aspecto esencial de la cuestión.
«Conversar» no es lo mismo que escuchar sermones o atender voces de mando. Sólo se conversa -sobre todo, sólo se discute- entre iguales. Por eso el hábito filosófico de razonar nace en Grecia junto con las instituciones políticas de la democracia. Nadie puede discutir con Asurbanipal o con Nerón, ni nadie puede conversar abiertamente en una sociedad en la que existen castas sociales inamovibles. Desde luego la Grecia clásica no fue una sociedad plenamente igualitaria (¿lo ha sido alguna, habrá alguna que lo sea alguna vez?) y las mujeres o los esclavos no tenían los mismos derechos de ciudadanía que los varones libres: pero en el Banquete platónico interviene Diotima como interlocutora y en Menón Sócrates ayuda a razonar al esclavo. Y es que razonar consecuentemente exige la universalidad humana de la razón, el no excluir a nadie del diálogo donde se argumenta. De modo que la razón fue por delante en Grecia de su propio sistema social y va siempre por delante de los sistemas sociales desiguales que conocemos, hacia la verdadera comunidad de todos los seres pensantes. A fin de cuentas, la disposición a filosofar consiste en decidirse a tratar a los demás como si fueran también filósofos: ofreciéndoles razones, escuchando las suyas y construyendo la verdad, siempre en tela de juicio, a partir del encuentro entre unas y otras.
Actualmente se ha extendido una versión que me parece errónea de la relación entre la capacidad de argumentación y la igualdad democrática. Se da por supuesto que cada cual tiene derecho a sus propias opiniones y que intentar buscar la verdad (no la tuya ni la mía) es una pretensión dogmática, casi totalitaria. En el fondo, no hay planteamiento más directamente antidemocrático que éste. La democracia se basa en el supuesto de que no hay hombres que nazcan para mandar ni otros nacen para obedecer, sino que todos nacemos con la capacidad de pensar y por tanto con el derecho político de intervenir en la gestión de la comunidad de la que formamos parte. Pero para que los ciudadanos puedan ser políticamente iguales es imprescindible que en cambio no todas sus opiniones lo sean: debe haber algún medio de jerarquizar las ideas en la sociedad no jerárquica, potenciando las más adecuadas y desechando las erróneas o dañinas. En una palabra, buscando la verdad. Tal es precisamente la misión de la razón cuyo uso todos compartimos (antaño las verdades sociales las establecían los dioses, la tradición, los soberanos absolutos, etcétera). En la sociedad democrática, las opiniones de cada cual no son fortalezas o castillos donde encerrarse como forma de autoafirmación personal: «tener» una opinión no es «tener» una propiedad que nadie tiene derecho a arrebatarnos. Ofrecemos nuestra opinión a los demás para que la debatan y en su caso la acepten o la refuten, no simplemente para que sepan «dónde estamos y quiénes somos». Y desde luego no todas las opiniones son igualmente válidas: valen más las que tienen mejores argumentos a su favor y las que mejor resisten la prueba de fuego del debate con las objeciones que se les plantean.
Si no queremos que sean los dioses o ciertos hombres privilegiados los que usurpen la autoridad social (es decir., quienes decidan cuál es la verdad que conviene a la comunidad) no queda otra alternativa que someternos a la autoridad de la razón como vía hacia la verdad. Pero la razón no está situada como un árbitro semidivino por encima de nosotros para zanjar nuestras disputas sino que funciona dentro de nosotros y entre nosotros. No sólo tenemos que ser capaces de ejercer la razón en nuestras argumentaciones sino también -y esto es muy importante y quizá aún más difícil- debemos desarrollar la capacidad de ser convencidos por las mejores razones, vengan de quien vengan. No acata la autoridad democrática de la razón quien sólo sabe manejarla a favor de sus tesis pero considera humillante ser persuadido por razones opuestas. No basta con ser racional, es decir, aplicar argumentos racionales a cosas o hechos, sino que resulta no menos imprescindible ser razonable, o sea acoger en nuestros razonamientos el peso argumental de otras subjetividades que también se expresan racionalmente. Desde la perspectiva racionalista, la verdad buscada es siempre resultado, no punto de partida: y esa búsqueda incluye la conversación entre iguales, la polémica, el debate, la controversia. No como afirmación de la propia subjetividad sino como vía para alcanzar una verdad objetiva a través de las múltiples subjetividades. Si sabemos argumentar pero no sabemos dejarnos persuadir hará falta un jefe, un Dios o un Gran Experto que finalmente decida qué es lo verdadero para todos. Probablemente tendremos que volver más adelante sobre esta cuestión de lo racional y lo razonable.
De momento, creo que basta lo dicho. Recapitulemos. Acosados por la muerte, debemos pensar la vida. Pensarla, es decir: conocerla mejor a ella, a cuanto contiene y a cuanto significa. Tenemos múltiples fuentes de conocimiento, pero todas han de pasar la criba crítica de la razón, que verifica, organiza y busca la coherencia en lo que sabemos... aunque sea provisionalmente. Pero la vida está llena de preguntas. ¿Por cuál empezar, tras habernos preguntado cómo responderlas? La primera de todas bien puede ser ésta: ¿quién soy yo? O quizá: ¿qué soy yo?
Da que pensar...
¿Cuál es la pregunta previa a las restantes preguntas de la vida? ¿De dónde nos viene lo que creemos saber? ¿Podemos estar medianamente seguros de tales conocimientos? ¿A qué llamamos razón? ¿Cuál es la relación entre la razón y la verdad? ¿Cuánto hay en la razón de subjetivo y cuánto de objetivo? ¿Se puede compartir la razón y la verdad con otros, quizá con todos? ¿Cuáles son los argumentos de los escépticos y cómo se les puede responder? ¿En qué consiste el relativismo? Si todo es relativo, ¿será el relativismo relativo también? ¿Podrá llegarse a la Verdad sin utilizar la razón, por fe o por intuición, quizá por una corazonada? ¿Por qué no puede haber una razón muda y qué tiene que ver «conversar» con «razonar»? ¿Tiene implicaciones políticas el método racional de llegar a la verdad? Para utilizar correctamente la razón ¿basta con ser racional o hay que ser también razonable? Puedo ser racional contra mi prójimo pero ¿puedo ser razonable contra los demás? ¿Consiste la democracia en el derecho a defender públicamente las propias opiniones o en la obligación de tenerlas a todas por igualmente válidas? ¿Es irracional o humillante dejarse convencer por los argumentos racionales?
Preguntas:
- ¿Cuáles son las fuentes de nuestro conocimiento?
- ¿Gracias a qué o a quién sabemos lo que sabemos?
- Define la razón. ¿Por qué se caracteriza y para qué sirve?
- Quiénes niegan la capacidad de la razón para llegar a la verdad: ¿En qué argumentos se basan?
Nota: Cualquier intento de plagio sera anulado y se realizara una anotación al observador
ENLACE PARA LA PLATAFORMA DE DEBATE KIALO
https://www.kialo-edu.com/p/66ed287b-67ad-43e1-a1ec-a843f1a866c7/84201
PRIMER TRABAJO DE ética PARA GRADO DÉCIMO
FECHA DE ENTREGA:
1001 FEBRERO 18
1002 FEBRERO 19
CAPITULO PRIMERO
DE QUÉ VA LA ÉTICA
Hay ciencias que se estudian por simple interés de saber cosas nuevas; otras, para aprender una destreza que permita hacer o utilizar algo; la mayoría, para obtener un puesto de trabajo y ganarse con él la vida. Si no sentimos curiosidad ni necesidad de realizar tales estudios, podemos prescindir tranquilamente de ellos. Abundan los conocimientos muy interesantes pero sin los cuales uno se las arregla bastante bien para vivir: yo, por ejemplo, lamento no tener ni idea de astrofísica ni de ebanistería, que a otros les darán tantas satisfacciones, aunque tal ignorancia no me ha impedido ir tirando hasta la fecha. Y tú, si no me equivoco, conoces las reglas del fútbol pero estás bastante pez en béisbol. No tiene mayor importancia, disfrutas con los mundiales, pasas olímpicamente de la liga americana y todos tan contentos. Lo que quiero decir es que ciertas cosas uno puede aprenderlas o no, a voluntad. Como nadie es capaz de saberlo todo, no hay más remedio que elegir y aceptar con humildad lo mucho que ignoramos. Se puede vivir sin saber astrofísica, ni ebanistería, ni fútbol, incluso sin saber leer ni escribir: se vive peor, si quieres, pero se vive. Ahora bien, otras cosas hay que saberlas porque en ello, como suele decirse, nos va la vida. Es preciso estar enterado, por ejemplo, de que saltar desde el balcón de un sexto piso no es cosa buena para la salud; o de que una dieta de clavos (¡con perdón de los fakires!) y ácido prúsico no permite llegar a viejo. Tampoco es aconsejable ignorar que si uno cada vez que se cruza con el vecino le atiza un mamporro las consecuencias serán antes o después muy desagradables. Pequeñeces así son importantes. Se puede vivir de muchos modos pero hay modos que no dejan vivir. En una palabra, entre todos los saberes posibles existe al menos uno imprescindible: el de que ciertas cosas nos convienen y otras no. No nos convienen ciertos alimentos ni nos convienen ciertos comportamientos ni ciertas actitudes. Me refiero, claro está, a que no nos convienen si queremos seguir viviendo. Si lo que uno quiere es reventar cuanto antes, beber lejía puede ser muy adecuado o también procurar rodearse del mayor número de enemigos posibles. Pero de momento vamos a suponer que lo que preferimos es vivir: los respetables gustos del suicida los dejaremos por ahora de lado. De modo que ciertas cosas nos convienen y a lo que nos conviene solemos llamarlo «bueno» porque nos sienta bien; otras, en cambio, nos sientan pero que muy mal y a todo eso lo llamamos «malo».
Saber lo que nos conviene, es decir: distinguir entre lo bueno y lo malo, es un conocimiento que todos intentamos adquirir -todos sin excepción- por la cuenta que nos trae. Como he señalado antes, hay cosas buenas y malas para la salud: es necesario saber lo que debemos comer, o que el fuego a veces calienta y otras quema, así como el agua puede quitar la sed pero también ahogarnos. Sin embargo, a veces las cosas no son tan sencillas: ciertas drogas, por ejemplo, aumentan nuestro brío o producen sensaciones agradables, pero su abuso continuado puede ser nocivo. En unos aspectos son buenas, pero en otros malas: nos convienen y a la vez no nos convienen. En el terreno de las relaciones humanas, estas ambigüedades se dan con aún mayor frecuencia. La mentira es algo en general malo, porque destruye la confianza en la palabra -y todos necesitamos hablar para vivir en sociedad- y enemista a las personas; pero a veces parece que puede ser útil o beneficioso mentir para obtener alguna ventajilla. O incluso para hacerle un favor a alguien. Por ejemplo: ¿es mejor decirle al enfermo de cáncer incurable la verdad sobre su estado o se le debe engañar para que pase sin angustia sus últimas horas? La mentira no nos conviene, es mala, pero a veces parece resultar buena. Buscar gresca con los demás ya hemos dicho que es por lo común inconveniente, pero ¿debemos consentir que violen delante de nosotros a una chica sin intervenir, por aquello de no meternos en líos? Por otra parte, al. que siempre dice la verdad -caiga quien caiga- suele cogerle manía todo el mundo; y quien interviene en plan Indiana Jones para salvar a la chica agredida -es más probable que se vea con la crisma rota que quien se va silbando a su casa. Lo malo parece a veces resultar más o menos bueno y lo bueno tiene en ocasiones apariencias de malo. Vaya jaleo. Lo de saber vivir no resulta tan fácil porque hay diversos criterios opuestos respecto a qué debemos hacer. En matemáticas o geografía hay sabios e ignorantes, pero los sabios están casi siempre de acuerdo en lo fundamental. En lo de vivir, en cambio, las opiniones distan de ser unánimes. Si uno quiere llevar una vida emocionante, puede dedicarse a los coches de fórmula uno o al alpinismo; pero si se prefiere una vida segura y tranquila, será mejor buscar las aventuras en el videoclub de la esquina. Algunos aseguran que lo más noble es vivir para los demás y otros señalan que lo más útil es lograr que los demás vivan para uno. Según ciertas opiniones lo que cuenta es ganar dinero y nada más, mientras que otros arguyen que el dinero sin salud, tiempo libre, afecto sincero o serenidad de ánimo no vale nada. Médicos respetables indican que renunciar al tabaco y al alcohol es un medio seguro de alargar la vida, a lo que responden fumadores y borrachos que con tales privaciones a ellos desde luego la vida se les haría mucho más larga. Etc. En lo único que a primera vista todos estamos de acuerdo es en que no estamos de acuerdo con todos.
Pero fíjate que también estas opiniones distintas coinciden en otro punto: a saber, que lo que vaya a ser nuestra vida es, al menos en parte, resultado de lo que quiera cada cual. Si nuestra vida fuera algo completamente determinado y fatal, irremediable, todas estas disquisiciones carecerían del más mínimo sentido. Nadie discute si las piedras deben caer hacia arriba o hacia abajo: caen hacia abajo y punto. Los castores hacen presas en los arroyos y las abejas panales de celdillas exagonales: no hay castores a los que tiente hacer celdillas de panal, ni abejas que se dediquen a la ingeniería hidráulica. En su medio natural cada animal parece saber perfectamente lo que es bueno y lo que es malo para él si discusiones ni dudas. No hay animales malos ni buenos en la naturaleza, aunque quizá la mosca considere mala a la araña que tiende su trampa y se la come. Pero es que la araña no lo puede remediar... Voy a contarte un caso dramático. Ya conoces a las termitas, esas hormigas blancas que en África levantan impresionantes hormigueros de varios metros de alto y duros como la piedra. Dado que el cuerpo de las termitas es blando, por carecer de la coraza quitinosa que protege a otros insectos, el hormiguero les sirve de caparazón colectivo contra ciertas hormigas enemigas, mejor armadas que ellas. Pero a veces uno de esos hormigueros se derrumba, por culpa de una riada o de un elefante (a los elefantes les gusta rascarse los flancos contra los termiteros, qué le vamos a hacer). En seguida, las termitas-obrero se ponen a trabajar para reconstruir su dañada fortaleza, a toda prisa. Y las grandes hormigas enemigas se lanzan al asalto. Las termitas-soldado salen a defender a su tribu e intentan detener a las enemigas. Como ni por tamaño ni por armamento pueden competir con ellas, se cuelgan de las asaltantes intentando frenar todo lo posible su marcha, mientras las feroces mandíbulas de sus asaltantes las van despedazando. Las obreras trabajan con toda celeridad y se ocupan de cerrar otra vez el termitero derruido... pero lo cierran dejando fuera a las pobres y heroicas termitas-soldado, que sacrifican sus vidas por la seguridad de las demás. ¿No merecen acaso una medalla, por lo menos? ¿No es justo decir que son valientes?
Cambio de escenario, pero no de tema. En la Ilíada, Homero cuenta la historia de Héctor, el mejor guerrero de Troya, que espera a pie firme fuera de las murallas de su ciudad a Aquiles, el enfurecido campeón de los aqueos, aun sabiendo que éste es más fuerte que él y que probablemente va a matarle. Lo hace por cumplir su deber, que consiste en defender a su familia y a sus conciudadanos del terrible asaltante. Nadie duda de que Héctor es un héroe, un auténtico valiente. Pero ¿es Héctor heroico y valiente del mismo modo que las termitas-soldado, cuya gesta millones de veces repetida ningún Homero se ha molestado en contar? ¿No hace Héctor, a fin de cuentas, lo mismo que cualquiera de las termitas anónimas? ¿Por qué nos parece su valor más auténtico y más difícil que el de los insectos? ¿Cuál es la diferencia entre un caso y otro? Sencillamente, la diferencia estriba en que las termitas-soldado luchan y mueren porque tienen que hacerlo, sin poderlo remediar (como la araña que se come a la mosca). Héctor, en cambio, sale a enfrentarse con Aquiles porque quiere. Las termitas-soldado no pueden desertar, ni rebelarse, ni remolonear para que otras vayan en su lugar: están programadas necesariamente por la naturaleza para cumplir su heroica misión. El caso de Héctor es distinto. Podría decir que está enfermo o que no le da la gana enfrentarse a alguien más fuerte que él. Quizá sus conciudadanos le llamasen cobarde y le tuviesen por un caradura o quizá le preguntasen qué otro plan se le ocurre para frenar a Aquiles, pero es indudable que tiene la posibilidad de negarse a ser héroe. Por mucha presión que los demás ejerzan sobre él, siempre podría escaparse de lo que se supone que debe hacer: no está programado para ser héroe, ningún hombre lo está. De ahí que tenga mérito su gesto y que Homero cuente su historia con épica emoción. A diferencia de las termitas, decimos que Héctor es libre y por eso admiramos su valor. Y así llegamos a la palabra fundamental de todo este embrollo: libertad. Los animales (y no digamos ya los minerales o las plantas) no tienen más remedio que ser tal como son y hacer lo que están programados naturalmente para hacer. No se les puede reprochar que lo hagan ni aplaudirles por ello porque no saben comportarse de otro modo. Tal disposición obligatoria les ahorra sin duda muchos quebraderos de cabeza. En cierta medida, desde luego, los hombres también estamos programados por la naturaleza. Estamos hechos para beber agua, no lejía, y a pesar de todas nuestras precauciones debemos morir antes o después. Y de modo menos imperioso pero parecido, nuestro programa cultural es determinante: nuestro pensamiento viene condicionado por el lenguaje que le da forma (un lenguaje que se nos impone desde fuera y que no hemos inventado para nuestro uso personal) y somos educados en ciertas tradiciones, hábitos, formas de comportamiento, leyendas ... ; en una palabra, que se nos inculcan desde la cunita unas fidelidades y no otras. Todo ello pesa mucho y hace que seamos bastante previsibles. Por ejemplo, Héctor, ese del que acabamos de hablar. Su programación natural hacia que Héctor sintiese necesidad de protección, cobijo y colaboración, beneficios que mejor o peor encontraba en su ciudad de Troya. También era muy natural que considerara con afecto a su mujer Andrómaca -que le proporcionaba compañía placentera- y a su hijito, por el que sentía lazos de apego biológico-Culturalmente, se sentía parte de Troya Y compartía con los troyanos la lengua, las costumbres y las tradiciones. Además, desde pequeño le habían educado para que fuese un buen guerrero al servicio de su ciudad y se le dijo que la cobardía era algo aborrecible, indigno de un hombre. Si traicionaba a los suyos, Héctor sabía que se vería despreciado y que le castigarían de uno u otro modo. De modo que también estaba bastante programado para actuar como lo hizo, ¿no? Y sin embargo... Sin embargo, Héctor hubiese podido decir: ¡a la porra con todo! Podría haberse disfrazado de mujer para escapar por la noche de Troya, o haberse fingido enfermo o loco para no combatir, o haberse arrodillado ante Aquiles ofreciéndole sus servicios como guía para invadir Troya por su lado más débil; también podría haberse dedicado a la bebida o haber inventado una nueva religión que dijese que no hay que luchar contra los enemigos sino poner la otra mejilla cuando nos abofetean. Me dirás que todos estos comportamientos hubiesen sido bastante raros, dado quien era Héctor y la educación que había recibido. Pero tienes que reconocer que no son hipótesis imposibles, mientras que un castor que fabrique panales o una termita desertora no son algo raro sino estrictamente imposible. Con los hombres nunca puede uno estar seguro del todo, mientras que con los animales o con otros seres naturales sí por mucha programación biológica o cultural que tengamos, los hombres siempre podernos optar finalmente por algo que no esté en el programa (al menos, que no esté del todo). Podemos decir «sí» o «no», quiero o no quiero. Por muy achuchados que nos veamos por las circunstancias, nunca tenemos un solo camino a seguir sino varios.
Cuando te hablo de libertad es a esto a lo que me refiero. A lo que nos diferencia de las termitas y de las mareas, de todo lo que se mueve de modo necesario e irremediable. Cierto que no podemos hacer cualquier cosa que queramos, pero también cierto que no estamos obligados a querer hacer una sola cosa. Y aquí conviene señalar dos aclaraciones respecto a la libertad: Primera: No somos libres de elegir lo que nos pasa (haber nacido tal día, de tales padres y en tal país, padecer un cáncer o ser atropellados por un coche, ser guapos o feos, que los aqueos se empeñen en conquistar nuestra ciudad, etc.), sino libres para responder a lo que nos pasa de tal o cual modo (obedecer o rebelarnos, ser prudentes o temerarios, vengativos o resignados, vestirnos a la moda o disfrazarnos de oso de las cavernas, defender Troya o huir, etc.). Segunda: Ser libres para intentar algo no tiene nada que ver con lograrlo indefectiblemente. No es lo mismo la libertad (que consiste en elegir dentro de lo posible) que la omnipotencia (que sería conseguir siempre lo que uno quiere, aunque pareciese imposible). Por ello, cuanta más capacidad de accción tengamos, mejores resultados podremos obtener de nuestra libertad. Soy libre de querer subir al monte Everest, pero dado mi lamentable estado físico y mi nula preparación en alpinismo es prácticamente imposible que consiguiera mi objetivo. En cambio soy libre de leer o no leer, pero como aprendí a leer de pequeñito la cosa no me resulta demasiado difícil si decido hacerlo. Hay cosas que dependen de mi voluntad (y eso es ser libre) pero no todo depende de mi voluntad (entonces sería omnipotente), porque en el mundo hay otras muchas voluntades y otras muchas necesidades que no controlo a mi gusto. Si no me conozco ni a mí mismo ni al mundo en que vivo, mi libertad se estrellará una y otra vez contra lo necesario. Pero, cosa importante, no por ello dejaré de ser libre... aunque me escueza. En la realidad existen muchas fuerzas que limitan nuestra libertad, desde terremotos o enfermedades hasta tiranos. Pero también nuestra libertad es una fuerza en el mundo, nuestra fuerza. Si hablas con la gente, sin embargo, verás que la mayoría tiene mucha más conciencia de lo que limita su libertad que de la libertad misma. Te dirán: «¿Libertad? ¿Pero de qué libertad me hablas? ¿cómo vamos a ser libres, si nos comen el coco desde la televisión, si los gobernantes nos engañan y nos manipulan, si los terroristas nos amenazan, si las drogas nos esclavizan, y si además me falta dinero para comprarme una moto, que es lo que yo quisiera?» En cuanto te fijes un poco, verás que los que así hablan parece que se están quejando pero en realidad se encuentran muy satisfechos de saber que no son libres. En el fondo piensan: «¡Uf! ¡Menudo peso nos hemos quitado de encima! Como no somos libres, no podemos tener la culpa de nada de lo que nos ocurra ... »Pero yo estoy seguro de que nadie -nadie- cree de veras que no es libre, nadie acepta sin más que funciona como un mecanismo inexorable de relojería o como una termita. Uno puede considerar que optar libremente por ciertas cosas en ciertas circunstancias es muy difícil (entrar en una casa en llamas para salvar a un niño, por ejemplo, o enfrentarse con firmeza a un tirano) y que es mejor decir que no hay libertad para no reconocer que libremente se prefiere lo más fácil, es decir, esperar a los bomberos o lamer la bota que le pisa a uno el cuello. Pero dentro de las tripas algo insiste en decirnos: «Si tú hubieras querido ... » Cuando cualquiera se empeñe en negarte que los hombres somos libres, te aconsejo que le apliques la prueba del filósofo romano. En la antigüedad, un filósofo romano discutía con un amigo que le negaba la libertad humana y aseguraba que todos los hombres no tienen más remedio que hacer lo que hacen. El filósofo cogió su bastón y comenzó a darle estacazos con toda su fuerza. « ¡Para, ya está bien, no me pegues más! », le decía el otro. Y el filósofo, sin dejar de zurrarle, continuó argumentando: «¿No dices que no soy libre y que lo que hago no tengo más remedio que hacerlo? Pues entonces no gastes saliva pidiéndome que pare: soy automático. »Hasta que el amigo no reconoció que el filósofo podía libremente dejar de pegarle, el filósofo no suspendió su paliza. La prueba es buena, pero no debes utilizarla más que en último extremo y siempre con amigos que no sepan artes marciales... En resumen: a diferencia de otros seres, vivos o inanimados, los hombres podemos inventar y elegir en parte nuestra forma de vida. Podemos optar por lo que nos parece bueno, es decir, conveniente para nosotros, frente a lo que nos parece malo e inconveniente. Y como podemos inventar y elegir, podemos equivocarnos, que es algo que a los castores, las abejas y las termitas no suele pasarles. De modo que parece prudente fijarnos bien en lo que hacemos y procurar adquirir un cierto saber vivir que nos permita acertar. A ese saber vivir, o arte de vivir si prefieres, es a lo que llaman ética. De ello, si tienes paciencia, seguiremos hablando en las siguientes páginas de este libro.
vete leyendo...
«¿Y si ahora, dejando en el suelo el abollonado escudo y el fuerte casco y apoyado la pica contra el muro, saliera al encuentro del inexorable Aquiles, le dijera que permitía a los Atridas llevarse a Helena y las riquezas que Alejandro trajo a llión en las cóncavas naves, que esto fue lo que originó la guerra, y le ofreciera repartir a los aqueos la mitad de lo que la ciudad contiene y más tarde tomara juramento a los troyanos de que, sin ocultar nada, formasen dos lotes con cuantos bienes existen dentro de esta hermosa ciudad?... Mas ¿por qué en tales cosas me hace pensar el corazón?» (Homero, Ilíada). «La libertad no es una filosofía y ni siquiera es una idea: es un movimiento de la conciencia que nos lleva, en ciertos momentos, a pronunciar dos monosílabos: Sí o No. En su brevedad instantánea, como a la luz del relámpago, se dibuja el signo contradictorio de la naturaleza humana» (Octavio Paz, La otra voz). «La vida del hombre no puede "ser vivida" repitiendo los patrones de su especie; es él mismo -cada uno- quien debe vivir. El hombre es el único animal que puede estar fastidiado, que puede estar disgustado, que puede sentirse expulsado del paraíso» (Erich Fromm, Ética y psicoanálisis)
Preguntas:
- ¿cómo defines "lo bueno" y "lo malo"?
- ¿Qué diferencia fundamental existe entre la forma de actuar de Héctor y la de las termitas africanas de las que se nos habla?
- Explica con tus propias palabras las aclaraciones que realiza el autor sobre la libertad.
Capítulo Primero
LA MUERTE PARA EMPEZAR
Recuerdo muy bien la primera vez que comprendí de veras que antes o después tenía que morirme. Debía andar por los diez años, nueve quizá, eran casi las once de una noche cualquiera y estaba ya acostado. Mis dos hermanos, que dormían conmigo en el mismo cuarto, roncaban apaciblemente. En la habitación contigua mis padres charlaban sin estridencias mientras se desvestían y mi madre había puesto la radio que dejaría sonar hasta tarde, para prevenir mis espantos nocturnos. De pronto me senté a oscuras en la cama: ¡yo también iba a morirme!, ¡era lo que me tocaba, lo que irremediablemente me correspondía!, ¡no había escapatoria! No sólo tendría que soportar la muerte de mis dos abuelas y de mi querido abuelo, así como la de mis padres, sino que yo, yo mismo, no iba a tener más remedio que morirme. ¡Qué cosa tan rara y terrible, tan peligrosa, tan incomprensible, pero sobre todo qué cosa tan irremediablemente personal.
A los diez años cree uno que todas las cosas importantes sólo les pueden pasar a los mayores: repentinamente se me reveló la primera gran cosa importante -de hecho, la más importante de todas que sin duda ninguna me iba a pasar a mí. Iba a morirme, naturalmente dentro de muchos, muchísimos años, después de que se hubieran muerto mis seres queridos (todos menos mis hermanos, más pequeños que yo y que por tanto me sobrevivirían), pero de todas formas iba a morirme. Iba a morirme yo, a pesar de ser yo. La muerte ya no era un asunto ajeno, un problema de otros, ni tampoco una ley general que me alcanzaría cuando fuese mayor, es decir: cuando fuese otro. Porque también me di cuenta entonces de que cuando llegase mi muerte seguiría siendo yo, tan yo mismo como ahora que me daba cuenta de ello. Yo había de ser el protagonista de la verdadera muerte, la más auténtica e importante, la muerte de la que todas las demás muertes no serían más que ensayos dolorosos. ¡Mi muerte, la de mi yo! ¡No la muerte de los «tú», por queridos que fueran, sino la muerte del único «yo» que conocía personalmente! Claro que sucedería dentro de mucho tiempo pero... ¿no me estaba pasando en cierto sentido ya? ¿No era el darme cuenta de que iba a morirme -yo, yo mismo- también parte de la propia muerte, esa cosa tan importante que, a pesar de ser todavía un niño, me estaba pasando ahora a mí mismo y a nadie más?
Estoy seguro de que fue en ese momento cuando por fin empecé a pensar. Es decir, cuando comprendí la diferencia entre aprender o repetir pensamientos ajenos y tener un pensamiento verdaderamente mío un pensamiento que me comprometiera personalmente, no un pensamiento alquilado o prestado como la bicicleta que te dejan para dar un paseo. Un pensamiento que se apoderaba de mí mucho más de lo que yo podía apoderarme de él. Un pensamiento del que no podía subirme o bajarme a voluntad, un pensamiento con el que no sabía qué hacer pero que resultaba evidente que me urgía a hacer algo, porque no era posible pasarlo por alto. Aunque todavía conservaba sin crítica las creencias religiosas de mi educación piadosa, no me parecieron ni por un momento alivios de la certeza de la muerte. Uno o dos años antes había visto ya mi primer cadáver, por sorpresa (¡y qué sorpresa!): un hermano lego recién fallecido expuesto en el atrio de la iglesia de los jesuitas de la calle Garibay de San Sebastián, donde mi familia y yo oíamos la misa dominical. Parecía una estatua cerúlea, como los Cristos yacentes que había visto en algunos altares, pero con la diferencia de que yo sabía que antes estaba vivo y ahora ya no. «Se ha ido al cielo», me dijo mi madre, algo incómoda por un espectáculo que sin duda me hubiese ahorrado de buena gana. Y yo pensé: «Bueno, estará en el cielo, pero también está aquí, muerto. Lo que desde luego no está es vivo en ninguna parte. A lo mejor estar en el cielo es mejor que estar vivo, pero no es lo mismo. Vivir se vive en este mundo, con un cuerpo que habla y anda, rodeado de gente como uno, no entre los espíritus... por estupendo que sea ser espíritu. Los espíritus también están muertos, también han tenido que padecer la muerte extraña y horrible, aún la padecen». Y así, a partir de la revelación de mi muerte impensable, empecé a pensar.
Quizá parezca extraño que un libro que quiere iniciar en cuestiones filosóficas se abra con un capítulo dedicado a la muerte. ¿No desanimará un tema tan lúgubre a los neófitos? ¿No sería mejor comenzar hablando de la libertad o del amor? Pero ya he indicado que me propongo invitar a la filosofía a partir de mi propia experiencia intelectual y en mi caso fue la revelación de la muerte -de mi muerte- como certidumbre lo que me hizo ponerme a pensar. Y es que la evidencia de la muerte no sólo le deja a uno pensativo, sino que le vuelve a uno pensador. Por un lado, la conciencia de la muerte nos hace madurar personalmente: todos los niños se creen inmortales (los muy pequeños incluso piensan que son omnipotentes y que el mundo gira a su alrededor; salvo en los países o en las familias atroces donde los niños viven desde muy pronto amenazados por el exterminio y los ojos infantiles sorprenden por su fatiga mortal, por su anormal veteranía...) pero luego crecemos cuando la idea de la muerte crece dentro de nosotros. Por otro lado, la certidumbre personal de la muerte nos humaniza, es decir nos convierte en verdaderos humanos, en «mortales». Entre los griegos «humano» y «mortal» se decía con la misma palabra, como debe ser.
Las plantas y los animales no son mortales porque no saben que van a morir, no saben que tienen que morir: se mueren pero sin conocer nunca su vinculación individual, la de cada uno de ellos, con la muerte. Las fieras presienten el peligro, se entristecen con la enfermedad o la vejez, pero ignoran (¿o parece que ignoran?) su abrazo esencial con la necesidad de la muerte. No es mortal quien muere, sino quien está seguro de que va a morir. Aunque también podríamos decir que ni las plantas ni los animales están por eso mismo vivos en el mismo sentido en que lo estamos nosotros. Los auténticos vivientes somos sólo los mortales, porque sabemos que dejaremos de vivir y que en eso precisamente consiste la vida. Algunos dicen que los dioses inmortales existen y otros que no existen, pero nadie dice que estén vivos: sólo a Cristo se le ha llamado «Dios vivo» y eso porque cuentan que encarnó, se hizo hombre, vivió como nosotros y como nosotros tuvo que morir.
Por tanto no es un capricho ni un afán de originalidad comenzar la filosofía hablando de la conciencia de la muerte. Tampoco pretendo decir que el tema único, ni siquiera principal de la filosofía, sea la muerte. Al contrario, más bien creo que de lo que trata la filosofía es de la vida, de qué significa vivir y cómo vivir mejor. Pero resulta que es la muerte prevista la que, al hacernos mortales (es decir, humanos), nos convierte también en vivientes. Uno empieza a pensar la vida cuando se da por muerto. Hablando por boca de Sócrates en el diálogo Fedón, Platón dice que filosofar es «prepararse para morir». Pero ¿qué otra cosa puede significar «prepararse para morir» que pensar sobre la vida humana (mortal) que vivimos? Es precisamente la certeza de la muerte la que hace la vida -mi vida, única e irrepetible- algo tan mortalmente importante para mí. Todas las tareas y empeños de nuestra vida son formas de resistencia ante la muerte, que sabemos ineluctable. Es la conciencia de la muerte la que convierte la vida en un asunto muy serio para cada uno, algo que debe pensarse. Algo misterioso y tremendo, una especie de milagro precioso por el que debemos luchar, a favor del cual tenemos que esforzarnos y reflexionar. Si la muerte no existiera habría mucho que ver y mucho tiempo para verlo pero muy poco que hacer (casi todo lo hacemos para evitar morir) y nada en que pensar.
Desde hace generaciones, los aprendices de filósofos suelen iniciarse en el razonamiento lógico con este silogismo: Todos los hombres son mortales; Sócrates es hombre luego Sócrates es mortal.
No deja de ser interesante que la tarea del filósofo comience recordando el nombre ilustre de un colega condenado a muerte, en una argumentación por cierto que nos condena también a muerte a todos los demás. Porque está claro que el silogismo es igualmente válido si en lugar de «Sócrates» ponemos tu nombre, lector, el mío o el de cualquiera. Pero su significación va más allá de la mera corrección lógica. Si decimos
Todo A es B
C es A
luego C es B
seguimos razonando formalmente bien y sin embargo las implicaciones materiales del asunto han cambiado considerablemente. A mí no me inquieta ser B si es que soy A, pero no deja de alarmarme que como soy hombre deba ser mortal. En el silogismo citado en primer lugar., además, queda seca pero claramente establecido el paso entre una constatación genérica e impersonal -la de que corresponde a todos los humanos el morir- y el destino individual de alguien (Sócrates, tú, yo...) que resulta ser humano, lo que en principio parece cosa prestigiosa y sin malas consecuencias para luego convertirse en una sentencia fatal. Una sentencia ya cumplida en el caso de Sócrates, aún pendiente en el nuestro. ¡Menuda diferencia hay entre saber que a todos debe pasarles algo terrible y saber que debe pasarme a mí. El agravamiento de la inquietud entre la afirmación general y la que lleva mi nombre como sujeto me revela lo único e irreductible de mi individualidad, el asombro que me constituye:
Murieron otros, pero ello aconteció en el pasado, Que es la estación (nadie lo ignora) más propicia [a la muerte. ¿Es posible que yo, subdito de Yaqub Almansur, Muera como tuvieron que morir las rosas y Murieron otros, murieron todos, morirán todos, pero... ¿y yo? ¿Yo también? Nótese que la amenaza implícita, tanto en el silogismo antes citado como en los prodigiosos versos de Borges, estriba en que los protagonistas individuales (Sócrates, el moro medieval súbdito de Yaqub Almansur o Almanzor, Aristóteles...) están ya necesariamente muertos. Ellos también tuvieron que plantearse en su día el mismo destino irremediable que yo me planteo hoy: y no por planteárselo escaparon a él...
De modo que la muerte no sólo es necesaria sino que resulta el prototipo mismo de lo necesario en nuestra vida (si el silogismo empezara estableciendo que «todos los hombres comen, Sócrates es hombre, etc.», sería igual de justo desde un punto de vista fisiológico pero no tendría la misma fuerza persuasiva). Ahora bien, aparte de saberla necesaria hasta el punto de que ejemplifica la necesidad misma («necesario» es etimológicamente aquello que no cesa, que no cede, con lo que no cabe transacción ni pacto alguno), ¿qué otras cosas conocemos acerca de la muerte? Ciertamente bien pocas. Una de ellas es que resulta absolutamente personal e intransferible: nadie puede morir por otro. Es decir, resulta imposible que nadie con su propia muerte pueda evitar a otro definitivamente el trance de morir también antes o después. El padre Maximilian Kolbe, que se ofreció voluntario en un campo de concentración nazi para sustituir a un judío al que llevaban a la cámara de gas, sólo le reemplazó ante los verdugos pero no ante la muerte misma. Con su heroico sacrificio le concedió un plazo más largo de vida y no la inmortalidad. En una tragedia de Eurípides, la sumisa Alcestis se ofrece para descender al Hades -es decir, para morir- en lugar de su marido Admeto, un egoísta de mucho cuidado. Al final tendrá que ser Hércules el que baje a rescatarla del reino de los muertos y arregle un tanto el desafuero. Pero ni siquiera la abnegación de Alcestis hubiera logrado que Admeto escapase para siempre a su destino mortal, sólo habría podido retrasarlo: la deuda que todos tenemos con la muerte la debe pagar cada cual con su propia vida, no con otra. Ni siquiera otras funciones biológicas esenciales, como comer o hacer el amor, parecen tan intransferibles: después de todo, alguien puede consumir mi ración en el banquete al que debería haber asistido o hacer el amor a la persona a la que yo hubiera podido y querido amar también, incluso me podrían alimentar por la fuerza o hacerme renuncia de la muerte es muy seguro (a ella se refieren algunos de los conocimientos más indudables que tenemos) pero no nos la hacen más familiar ni menos inescrutable. En el fondo, la muerte sigue siendo lo más desconocido. Sabemos cuándo alguien está muerto pero ignoramos qué es morirse visto desde dentro. Creo saber más o menos lo que es morirse, pero no lo que es morirme. Algunas grandes obras literarias -como el incomparable relato de León Tolstói La muerte de Iván Illich o la tragicomedia de Eugéne Ionesco El rey se muere- pueden aproximarnos a una comprensión mejor del asunto, aunque dejando siempre abiertos los interrogantes fundamentales. Por lo demás, a través de los siglos ha habido sobre la muerte muchas leyendas, muchas promesas y amenazas, muchos cotilleos. Relatos muy antiguos -tan antiguos verosímilmente como la especie humana, es decir, como esos animales que se hicieron humanos al comenzar a preguntarse por la muerte- y que forman la base universal de las religiones. Bien mirado, todos los dioses del santoral antropológico son dioses de la muerte, dioses que se ocupan del significado de la muerte, dioses que reparten premios, castigos o reencarnación, dioses que guardan la llave de la vida eterna frente a los mortales. Ante todo, los dioses son inmortales: nunca mueren y cuando juegan a morirse luego resucitan o se convierten en otra cosa, pasan por una metamorfosis. En todas partes y en todos los tiempos la religión ha servido para dar sentido a la muerte. Si la muerte no existiese, no habría dioses: mejor dicho, los dioses seríamos nosotros, los humanos mortales, y viviríamos en el ateísmo divinamente...
Las leyendas más antiguas no pretenden consolarnos de la muerte sino sólo explicar su inevitabilidad. La primera gran epopeya que se conserva, la historia del héroe Gilgamesh, se compuso en Sumeria aproximadamente 2.700 años a. de C. Gilgamesh y su amigo Enkidu, dos valientes guerreros y cazadores, se enfrentan a la diosa Is-thar, que da muerte a Enkidu. Entonces Gilgamesh emprende la búsqueda del remedio de la muerte, una hierba mágica que renueva la juventud para siempre, pero la pierde cuando está a punto de conseguirla. Después aparece el espíritu de Enkidu, que explica a su amigo los sombríos secretos del reino de los muertos, al cual Gilgamesh se resigna a acudir cuando llegue su hora. Ese reino de los muertos no es más que un siniestro reflejo de la vida que conocemos, un lugar profundamente triste. Lo mismo que el Hades de los antiguos griegos. En la Odisea de Hornero, Ulises convoca los espíritus de los muertos y entre ellos acude su antiguo compañero Aquiles. Aunque su sombra sigue siendo tan majestuosa entre los difuntos como lo fue entre los vivos, le confiesa a Ulises que preferiría ser el último porquerizo en el mundo de los vivos que rey en las orillas de la muerte. Nada deben envidiar los vivos a los muertos. En cambio, otras religiones posteriores, como la cristiana, prometen una existencia más feliz y luminosa que la vida terrenal para quienes hayan cumplido los preceptos de la divinidad (por contrapartida, aseguran una eternidad de refinadas torturas a los que han sido desobedientes). Digo «existencia» porque a tal promesa no le cuadra el nombre de «vida» verdadera. La vida, en el único sentido de la palabra que conocemos, está hecha de cambios, de oscilaciones entre lo mejor y lo peor, de imprevistos. Una eterna bienaventuranza o una eterna condena son formas inacabables de congelación en el mismo gesto pero no modalidades de vida. De modo que ni siquiera las religiones con mayor garantía post mortem aseguran la «vida» eterna: sólo prometen la eterna existencia o duración, lo que no es lo mismo que la vida humana, que nuestra vida.
Además, ¿cómo podríamos «vivir» de veras donde faltase la posibilidad de morir? Miguel de Unamuno sostuvo con fiero ahínco que sabernos mortales como especie pero no querer morirnos-como personas es precisamente lo que individualiza a cada uno de nosotros. Rechazó vigorosamente la muerte sobre todo en su libro admirable Del sentimiento trágico de la vida- pero con no menos vigor sostuvo que en este mundo y en el otro, caso de haberlo, quería conservar su personalidad, es decir no limitarse a seguir existiendo de cualquier modo sino como don Miguel de Unamuno y Jugo. Ahora bien, aquí se plantea un serio problema teórico porque si nuestra individualidad personal proviene del conocimiento mismo de la muerte y de su rechazo, ¿cómo podría Unamuno seguir siendo Unamuno cuando fuese ya inmortal, es decir cuando no hubiese muerte que temer y rechazar? La única vida eterna compatible con nuestra personalidad individual sería una vida en la que la muerte estuviese presente pero como posibilidad perpetuamente aplazada, algo siempre temible pero que no llegase de hecho jamás. No es fácil imaginar tal cosa ni siquiera como esperanza trascendente, de ahí lo que Unamuno llamó «el sentimiento trágico de la vida». En fin, quién sabe...
Desde luego, la idea de seguir viviendo de algún modo bueno o malo después de haber muerto es algo a la par inquietante y contradictorio. Un intento de no tomarse la muerte en serio, de considerarla mera apariencia. Incluso una pretensión de rechazar o disfrazar en cierta manera nuestra mortalidad, es decir, nuestra humanidad misma. Es paradójico que denominemos habitualmente «creyentes» a las personas de convicciones religiosas, porque lo que les caracteriza sobre todo no es aquello en lo que creen (cosas misteriosamente vagas y muy diversas) sino aquello en lo que no creen: lo más obvio, necesario y omnipresente, es decir, en la muerte. Los llamados «creyentes» son en realidad los «incrédulos» que niegan la realidad última de la muerte. Quizá la forma más sobria de afrontar esa inquietud -sabemos que vamos a morir pero no podemos imaginarnos realmente muertos- es la de Hamiet en la tragedia de William Shakespeare, cuando dice: «Morir, dormir... ¡tal vez soñar!». En efecto, la suposición de una especie de supervivencia después de la muerte debe habérsele ocurrido a nuestros antepasados a partir del parecido entre alguien profundamente dormido y un muerto. Creo que si no soñásemos al dormir, nadie hubiese pensado nunca en la posibilidad asombrosa de una vida después de la muerte. Pero si cuando estamos quietos, con los ojos cerrados, aparentemente ausentes, profundamente dormidos, sabemos que en sueños viajamos por distintos paisajes, hablamos, reímos o amamos... ¿por qué a los muertos no debería ocurrirles lo mismo? De este modo los sueños placenteros debieron dar origen a la idea del paraíso y las pesadillas sirvieron de premonición al infierno. Si puede decirse que «la vida es sueño», como planteó Calderón de la Barca en una famosa obra teatral, aún con mayor razón cabe sostener que la llamada otra vida -la que habría más allá de la muerte- está también inspirada por nuestra facultad de soñar...
Sin embargo, el dato más evidente acerca de la muerte es que suele producir dolor cuando se trata de la muerte ajena pero sobre todo que causa miedo cuando pensamos en la muerte propia. Algunos temen que después de la muerte haya algo terrible, castigos, cualquier amenaza desconocida; otros, que no haya nada y esa nada les resulta lo más aterrador de todo. Aunque ser algo -o mejor dicho, alguien- no carezca de incomodidades y sufrimientos, no ser nada parece todavía mucho peor. Pero ¿por qué? En su Carta a Meneceo, el sabio Epicuro trata de convencernos de que la muerte no puede ser nada temible para quien reflexione sobre ella. Por supuesto, los verdugos y horrores infernales no son más que fábulas para asustar a los díscolos que no deben inquietar a nadie prudente a juicio de Epicuro. Pero tampoco en la muerte misma, por su propia naturaleza, hay nada que temer porque nunca coexistimos con ella: mientras estamos nosotros, no está la muerte; cuando llega la muerte, dejamos de estar nosotros. Es decir, según Epicuro, lo importante es que indudablemente nos morimos pero nunca estamos muertos. Lo temible sería quedarse consciente de la muerte, quedarse de algún modo presente pero sabiendo que uno ya se ha ido del todo, cosa evidentemente absurda y contradictoria. Esta argumentación de Epicuro resulta irrefutable y sin embargo no acaba de tranquilizarnos totalmente, quizá porque la mayoría no somos tan razonables como Epicuro hubiera querido.
¿Acaso resulta tan terrible no ser? A fin de cuentas, durante mucho tiempo no fuimos y eso no nos hizo sufrir en modo alguno. Tras la muerte iremos (en el supuesto de que el verbo «ir» sea aquí adecuado) mismo sitio o ausencia de todo sitio donde estuvimos (¿o no estuvimos?) antes de nacer. Lucrecio, el gran discípulo romano del griego Epicuro, constató este paralelismo en unos versos merecidamente inolvidables:
Mira también los siglos infinitos que han precedido a nuestro nacimiento y nada son para la vida nuestra. Naturaleza en ellos nos ofrece como un espejo del futuro tiempo, por último, después de nuestra muerte. ¿Hay algo aquí de horrible y enfadoso? ¿No es más seguro que un profundo sueño¿
Inquietarse por los años y los siglos en que ya no estaremos entre los vivos resulta tan caprichoso como preocuparse por los años y los siglos en que aún no habíamos venido al mundo. Ni antes nos dolió no estar ni es razonable suponer que luego nos dolerá nuestra definitiva ausencia. En el fondo, cuando la muerte nos hiere a través de la imaginación -¡pobre de mí, todos tan felices disfrutando del sol y del amor, todos menos yo, que ya nunca más, nunca más...!- es precisamente ahora que todavía estamos vivos. Quizá deberíamos reflexionar un poco más sobre el asombro de haber nacido, que es tan grande como el espantoso asombro de la muerte. Si la muerte es no ser, ya la hemos vencido una vez: el día que nacimos. Es el propio Lucrecio quien habla en su poema filosófico de la mors aeterna la muerte eterna de lo que nunca ha sido ni será. Pues bien, nosotros seremos mortales pero de la muerte eterna ya nos hemos escapado. A esa muerte enorme le hemos robado un cierto tiempo -los días, meses o años que hemos vivido, cada instante que seguimos viviendo- y ese tiempo pase lo que pase siempre será nuestro, de los triunfalmente nacidos, y nunca suyo, pese a que también debamos luego irremediablemente morir. En el siglo XVIII, uno de los espíritus más perspicaces que nunca han sido -Lichten-berg- daba la razón a Lucrecio en uno de sus célebres aforismos: «¿Acaso no hemos ya resucitado? En efecto, provenimos de un estado en el que sabíamos del presente menos de lo que sabemos del futuro. Nuestro estado anterior es al presente lo que el presente es al futuro».
Pero tampoco faltan objeciones contra el planteamiento citado de Lucrecio y alguna precisamente a partir de lo observado por Lichtenberg. Cuando yo aún no era, no había ningún «yo» que echase de menos llegar a ser; nadie me privaba de nada puesto que yo aún no existía, es decir, no tenía conciencia de estarme perdiendo nada no siendo nada. Pero ahora ya he vivido, conozco lo que es vivir y puedo prever lo que perderé con la muerte. Por eso hoy la muerte me preocupa, es decir, me ocupa de antemano con el temor a perder lo que tengo. Además, los males futuros son peores que los pasados porque nos torturan ya con su temor desde ahora mismo. Hace tres años padecí una operación de riñón; supongamos que supiese con certeza que dentro de otros tres debo sufrir otra semejante. Aunque la operación pasada ya no me duele y la futura aún no debiera dolerme, lo cierto es que no me impresionan de idéntico modo: la venidera me preocupa y asusta mucho más, porque se me está acercando mientras la otra se aleja... Aunque fuesen objetivamente idénticas, subjetivamente no lo son porque no es tan inquietante un recuerdo desagradable como una amenaza. En este caso el espejo del pasado no refleja simétricamente el daño futuro y quizá en el asunto de la muerte tampoco.
De modo que la muerte nos hace pensar, nos convierte a la fuerza en pensadores, en seres pensantes, pero a pesar de todo seguimos sin saber qué pensar de la muerte. En una de sus Máximas asegura el duque de La Ro-chefoucauíd que «ni el sol ni la muerte pueden mirarse de frente». Nuestra recién inaugurada vocación de pensar se estrella contra la muerte, no sabe por dónde cogerla. Vladimir Jankélevitch, un pensador contemporáneo, nos reprocha que frente a la muerte no sabemos qué hacer, por lo que oscilamos «entre la siesta y la angustia». Es decir, que ante ella procuramos aturdimos para no temblar o temblamos hasta la abyección. Existe en castellano una copla popular que se inclina también por la siesta, diciendo más o menos así:
Cuando algunas veces pienso que me tengo que morir, tiendo la manta en el suelo y me harto de dormir. Resulta un pobre subterfugio, cuando la única alternativa es la angustia. Ni siquiera hay tal alternativa, porque muy bien pudiéramos constantemente ir de lo uno a lo otro, oscilando entre el aturdimiento que no quiere mirar y la angustia que mira pero no ve nada. ¡Mal dilema!
En cambio, uno de los mayores filósofos, Spinoza, considera que este bloqueo no debe desanimarnos: «Un hombre libre en nada piensa menos que en la muerte y su sabiduría no es una meditación de la muerte, sino de la vida6». Lo que pretende señalar Spinoza, si no me equivoco, es que en la muerte no hay nada positivo que pensar. Cuando la muerte nos angustia es por algo negativo, por los goces de la vida que perderemos con ella en el caso de la muerte propia o porque nos deja sin las personas amadas si se trata de la muerte ajena; cuando la vemos con alivio (no resulta imposible considerar la muerte un bien en ciertos casos) es también por lo negativo, por los dolores y afanes de la vida que su llegada nos ahorrará. Sea temida o deseada, en sí misma la muerte es pura negación, reverso de la vida que por tanto de un modo u otro nos remite siempre a la vida misma, como el negativo de una fotografía está pidiendo siempre ser positivado para que lo veamos mejor. Así que la muerte sirve para hacernos pensar, pero no sobre la muerte sino sobre la vida. Como en un frontón impenetrable, el pensamiento despertado por la muerte rebota contra la muerte misma y vuelve para botar una y otra vez sobre la vida. Más allá de cerrar los ojos para no verla o dejarnos cegar estremecedoramente por la muerte, se nos ofrece la alternativa mortal de intentar comprender la vida. Pero ¿cómo podemos comprenderla? ¿Qué instrumento utilizaremos para ponernos a pensar sobre ella?
Preguntas:
1. Realice una definición propia de lo que para Ud es la muerte.
2. ¿Por qué el hombre es mortal y los animales y las plantas no?
3. ¿Qué características le podemos atribuir a la muerte?
4. ¿Cómo nos consuelan algunas religiones de nuestro miedo a la muerte?
PRIMER TRABAJO DE FILOSOFÍA PARA GRADO DÉCIMO
FECHA DE ENTREGA:
1001 FEBRERO 21
1002 FEBRERO 18
APITULO PRIMERO
DE QUÉ VA LA ÉTICA
Hay ciencias que se estudian por simple interés de saber cosas nuevas; otras, para aprender una destreza que permita hacer o utilizar algo; la mayoría, para obtener un puesto de trabajo y ganarse con él la vida. Si no sentimos curiosidad ni necesidad de realizar tales estudios, podemos prescindir tranquilamente de ellos. Abundan los conocimientos muy interesantes pero sin los cuales uno se las arregla bastante bien para vivir: yo, por ejemplo, lamento no tener ni idea de astrofísica ni de ebanistería, que a otros les darán tantas satisfacciones, aunque tal ignorancia no me ha impedido ir tirando hasta la fecha. Y tú, si no me equivoco, conoces las reglas del fútbol pero estás bastante pez en béisbol. No tiene mayor importancia, disfrutas con los mundiales, pasas olímpicamente de la liga americana y todos tan contentos. Lo que quiero decir es que ciertas cosas uno puede aprenderlas o no, a voluntad. Como nadie es capaz de saberlo todo, no hay más remedio que elegir y aceptar con humildad lo mucho que ignoramos. Se puede vivir sin saber astrofísica, ni ebanistería, ni fútbol, incluso sin saber leer ni escribir: se vive peor, si quieres, pero se vive. Ahora bien, otras cosas hay que saberlas porque en ello, como suele decirse, nos va la vida. Es preciso estar enterado, por ejemplo, de que saltar desde el balcón de un sexto piso no es cosa buena para la salud; o de que una dieta de clavos (¡con perdón de los fakires!) y ácido prúsico no permite llegar a viejo. Tampoco es aconsejable ignorar que si uno cada vez que se cruza con el vecino le atiza un mamporro las consecuencias serán antes o después muy desagradables. Pequeñeces así son importantes. Se puede vivir de muchos modos pero hay modos que no dejan vivir. En una palabra, entre todos los saberes posibles existe al menos uno imprescindible: el de que ciertas cosas nos convienen y otras no. No nos convienen ciertos alimentos ni nos convienen ciertos comportamientos ni ciertas actitudes. Me refiero, claro está, a que no nos convienen si queremos seguir viviendo. Si lo que uno quiere es reventar cuanto antes, beber lejía puede ser muy adecuado o también procurar rodearse del mayor número de enemigos posibles. Pero de momento vamos a suponer que lo que preferimos es vivir: los respetables gustos del suicida los dejaremos por ahora de lado. De modo que ciertas cosas nos convienen y a lo que nos conviene solemos llamarlo «bueno» porque nos sienta bien; otras, en cambio, nos sientan pero que muy mal y a todo eso lo llamamos «malo». Saber lo que nos conviene, es decir: distinguir entre lo bueno y lo malo, es un conocimiento que todos intentamos adquirir -todos sin excepción- por la cuenta que nos trae. Como he señalado antes, hay cosas buenas y malas para la salud: es necesario saber lo que debemos comer, o que el fuego a veces calienta y otras quema, así como el agua puede quitar la sed pero también ahogarnos. Sin embargo, a veces las cosas no son tan sencillas: ciertas drogas, por ejemplo, aumentan nuestro brío o producen sensaciones agradables, pero su abuso continuado puede ser nocivo. En unos aspectos son buenas, pero en otros malas: nos convienen y a la vez no nos convienen. En el terreno de las relaciones humanas, estas ambigüedades se dan con aún mayor frecuencia. La mentira es algo en general malo, porque destruye la confianza en la palabra -y todos necesitamos hablar para vivir en sociedad- y enemista a las personas; pero a veces parece que puede ser útil o beneficioso mentir para obtener alguna ventajilla. O incluso para hacerle un favor a alguien. Por ejemplo: ¿es mejor decirle al enfermo de cáncer incurable la verdad sobre su estado o se le debe engañar para que pase sin angustia sus últimas horas? La mentira no nos conviene, es mala, pero a veces parece resultar buena. Buscar gresca con los demás ya hemos dicho que es por lo común inconveniente, pero ¿debemos consentir que violen delante de nosotros a una chica sin intervenir, por aquello de no meternos en líos? Por otra parte, al. que siempre dice la verdad -caiga quien caiga- suele cogerle manía todo el mundo; y quien interviene en plan Indiana Jones para salvar a la chica agredida -es más probable que se vea con la crisma rota que quien se va silbando a su casa. Lo malo parece a veces resultar más o menos bueno y lo bueno tiene en ocasiones apariencias de malo. Vaya jaleo. Lo de saber vivir no resulta tan fácil porque hay diversos criterios opuestos respecto a qué debemos hacer. En matemáticas o geografía hay sabios e ignorantes, pero los sabios están casi siempre de acuerdo en lo fundamental. En lo de vivir, en cambio, las opiniones distan de ser unánimes. Si uno quiere llevar una vida emocionante, puede dedicarse a los coches de fórmula uno o al alpinismo; pero si se prefiere una vida segura y tranquila, será mejor buscar las aventuras en el videoclub de la esquina. Algunos aseguran que lo más noble es vivir para los demás y otros señalan que lo más útil es lograr que los demás vivan para uno. Según ciertas opiniones lo que cuenta es ganar dinero y nada más, mientras que otros arguyen que el dinero sin salud, tiempo libre, afecto sincero o serenidad de ánimo no vale nada. Médicos respetables indican que renunciar al tabaco y al alcohol es un medio seguro de alargar la vida, a lo que responden fumadores y borrachos que con tales privaciones a ellos desde luego la vida se les haría mucho más larga. Etc. En lo único que a primera vista todos estamos de acuerdo es en que no estamos de acuerdo con todos. Pero fíjate que también estas opiniones distintas coinciden en otro punto: a saber, que lo que vaya a ser nuestra vida es, al menos en parte, resultado de lo que quiera cada cual. Si nuestra vida fuera algo completamente determinado y fatal, irremediable, todas estas disquisiciones carecerían del más mínimo sentido. Nadie discute si las piedras deben caer hacia arriba o hacia abajo: caen hacia abajo y punto. Los castores hacen presas en los arroyos y las abejas panales de celdillas exagonales: no hay castores a los que tiente hacer celdillas de panal, ni abejas que se dediquen a la ingeniería hidráulica. En su medio natural cada animal parece saber perfectamente lo que es bueno y lo que es malo para él si discusiones ni dudas. No hay animales malos ni buenos en la naturaleza, aunque quizá la mosca considere mala a la araña que tiende su trampa y se la come. Pero es que 1a araña no lo puede remediar... Voy a contarte un caso dramático. Ya conoces a las termitas, esas hormigas blancas que en África levantan impresionantes hormigueros de varios metros de alto y duros como la piedra. Dado que el cuerpo de las termitas es blando, por carecer de la coraza quitinosa que protege a otros insectos, el hormiguero les sirve de caparazón colectivo contra ciertas hormigas enemigas, mejor armadas que ellas. Pero a veces uno de esos hormigueros se derrumba, por culpa de una riada o de un elefante (a los elefantes les gusta rascarse los flancos contra los termiteros, qué le vamos a hacer). En seguida, las termitas-obrero se ponen a trabajar para reconstruir su dañada fortaleza, a toda prisa. Y las grandes hormigas enemigas se lanzan al asalto. Las termitas-soldado salen a defender a su tribu e intentan detener a las enemigas. Como ni por tamaño ni por armamento pueden competir con ellas, se cuelgan de las asaltantes intentando frenar todo lo posible su marcha, mientras las feroces mandíbulas de sus asaltantes las van despedazando. Las obreras trabajan con toda celeridad y se ocupan de cerrar otra vez el termitero derruido... pero lo cierran dejando fuera a las pobres y heroicas termitas-soldado, que sacrifican sus vidas por la seguridad de las demás. ¿No merecen acaso una medalla, por lo menos? ¿No es justo decir que son valientes? Cambio de escenario, pero no de tema. En la Ilíada, Homero cuenta la historia de Héctor, el mejor guerrero de Troya, que espera a pie firme fuera de las murallas de su ciudad a Aquiles, el enfurecido campeón de los aqueos, aun sabiendo que éste es más fuerte que él y que probablemente va a matarle. Lo hace por cumplir su deber, que consiste en defender a su familia y a sus conciudadanos del terrible asaltante. Nadie duda de que Héctor es un héroe, un auténtico valiente. Pero ¿es Héctor heroico y valiente del mismo modo que las termitas-soldado, cuya gesta millones de veces repetida ningún Homero se ha molestado en contar? ¿No hace Héctor, a fin de cuentas, lo mismo que cualquiera de las termitas anónimas? ¿Por qué nos parece su valor más auténtico y más difícil que el de los insectos? ¿Cuál es la diferencia entre un caso y otro? Sencillamente, la diferencia estriba en que las termitas-soldado luchan y mueren porque tienen que hacerlo, sin poderlo remediar (como la araña que se come a la mosca). Héctor, en cambio, sale a enfrentarse con Aquiles porque quiere. Las termitas-soldado no pueden desertar, ni rebelarse, ni remolonear para que otras vayan en su lugar: están programadas necesariamente por la naturaleza para cumplir su heroica misión. El caso de Héctor es distinto. Podría decir que está enfermo o que no le da la gana enfrentarse a alguien más fuerte que él. Quizá sus conciudadanos le llamasen cobarde y le tuviesen por un caradura o quizá le preguntasen qué otro plan se le ocurre para frenar a Aquiles, pero es indudable que tiene la posibilidad de negarse a ser héroe. Por mucha presión que los demás ejerzan sobre él, siempre podría escaparse de lo que se supone que debe hacer: no está programado para ser héroe, ningún hombre lo está. De ahí que tenga mérito su gesto y que Homero cuente su historia con épica emoción. A diferencia de las termitas, decimos que Héctor es libre y por eso admiramos su valor. Y así llegamos a la palabra fundamental de todo este embrollo: libertad. Los animales (y no digamos ya los minerales o las plantas) no tienen más remedio que ser tal como son y hacer lo que están programados naturalmente para hacer. No se les puede reprochar que lo hagan ni aplaudirles por ello porque no saben comportarse de otro modo. Tal disposición obligatoria les ahorra sin duda muchos quebraderos de cabeza. En cierta medida, desde luego, los hombres también estamos programados por la naturaleza. Estamos hechos para beber agua, no lejía, y a pesar de todas nuestras precauciones debemos morir antes o después. Y de modo menos imperioso pero parecido, nuestro programa cultural es determinante: nuestro pensamiento viene condicionado por el lenguaje que le da forma (un lenguaje que se nos impone desde fuera y que no hemos inventado para nuestro uso personal) y somos educados en ciertas tradiciones, hábitos, formas de comportamiento, leyendas ... ; en una palabra, que se nos inculcan desde la cunita unas fidelidades y no otras. Todo ello pesa mucho y hace que seamos bastante previsibles. Por ejemplo, Héctor, ese del que acabamos de hablar. Su programación natural hacia que Héctor sintiese necesidad de protección, cobijo y colaboración, beneficios que mejor o peor encontraba en su ciudad de Troya. También era muy natural que considerara con afecto a su mujer Andrómaca -que le proporcionaba compañía placentera- y a su hijito, por el que sentía lazos de apego biológico-Culturalmente, se sentía parte de Troya Y compartía con los troyanos la lengua, las costumbres y las tradiciones. Además, desde pequeño le habían educado para que fuese un buen guerrero al servicio de su ciudad y se le dijo que la cobardía era algo aborrecible, indigno de un hombre. Si traicionaba a los suyos, Héctor sabía que se vería despreciado y que le castigarían de uno u otro modo. De modo que también estaba bastante programado para actuar como lo hizo, ¿no? Y sin embargo... Sin embargo, Héctor hubiese podido decir: ¡a la porra con todo! Podría haberse disfrazado de mujer para escapar por la noche de Troya, o haberse fingido enfermo o loco para no combatir, o haberse arrodillado ante Aquiles ofreciéndole sus servicios como guía para invadir Troya por su lado más débil; también podría haberse dedicado a la bebida o haber inventado una nueva religión que dijese que no hay que luchar contra los enemigos sino poner la otra mejilla cuando nos abofetean. Me dirás que todos estos comportamientos hubiesen sido bastante raros, dado quien era Héctor y la educación que había recibido. Pero tienes que reconocer que no son hipótesis imposibles, mientras que un castor que fabrique panales o una termita desertora no son algo raro sino estrictamente imposible. Con los hombres nunca puede uno estar seguro del todo, mientras que con los animales o con otros seres naturales sí por mucha programación biológica o cultural que tengamos, los hombres siempre podernos optar finalmente por algo que no esté en el programa (al menos, que no esté del todo). Podemos decir «sí» o «no», quiero o no quiero. Por muy achuchados que nos veamos por las circunstancias, nunca tenemos un solo camino a seguir sino varios.
Cuando te hablo de libertad es a esto a lo que me refiero. A lo que nos diferencia de las termitas y de las mareas, de todo lo que se mueve de modo necesario e irremediable. Cierto que no podemos hacer cualquier cosa que queramos, pero también cierto que no estamos obligados a querer hacer una sola cosa. Y aquí conviene señalar dos aclaraciones respecto a la libertad: Primera: No somos libres de elegir lo que nos pasa (haber nacido tal día, de tales padres y en tal país, padecer un cáncer o ser atropellados por un coche, ser guapos o feos, que los aqueos se empeñen en conquistar nuestra ciudad, etc.), sino libres para responder a lo que nos pasa de tal o cual modo (obedecer o rebelarnos, ser prudentes o temerarios, vengativos o resignados, vestirnos a la moda o disfrazarnos de oso de las cavernas, defender Troya o huir, etc.). Segunda: Ser libres para intentar algo no tiene nada que ver con lograrlo indefectiblemente. No es lo mismo la libertad (que consiste en elegir dentro de lo posible) que la omnipotencia (que sería conseguir siempre lo que uno quiere, aunque pareciese imposible). Por ello, cuanta más capacidad de accción tengamos, mejores resultados podremos obtener de nuestra libertad. Soy libre de querer subir al monte Everest, pero dado mi lamentable estado físico y mi nula preparación en alpinismo es prácticamente imposible que consiguiera mi objetivo. En cambio soy libre de leer o no leer, pero como aprendí a leer de pequeñito la cosa no me resulta demasiado difícil si decido hacerlo. Hay cosas que dependen de mi voluntad (y eso es ser libre) pero no todo depende de mi voluntad (entonces sería omnipotente), porque en el mundo hay otras muchas voluntades y otras muchas necesidades que no controlo a mi gusto. Si no me conozco ni a mí mismo ni al mundo en que vivo, mi libertad se estrellará una y otra vez contra lo necesario. Pero, cosa importante, no por ello dejaré de ser libre... aunque me escueza. En la realidad existen muchas fuerzas que limitan nuestra libertad, desde terremotos o enfermedades hasta tiranos. Pero también nuestra libertad es una fuerza en el mundo, nuestra fuerza. Si hablas con la gente, sin embargo, verás que la mayoría tiene mucha más conciencia de lo que limita su libertad que de la libertad misma. Te dirán: «¿Libertad? ¿Pero de qué libertad me hablas? ¿cómo vamos a ser libres, si nos comen el coco desde la televisión, si los gobernantes nos engañan y nos manipulan, si los terroristas nos amenazan, si las drogas nos esclavizan, y si además me falta dinero para comprarme una moto, que es lo que yo quisiera?» En cuanto te fijes un poco, verás que los que así hablan parece que se están quejando pero en realidad se encuentran muy satisfechos de saber que no son libres. En el fondo piensan: «¡Uf! ¡Menudo peso nos hemos quitado de encima! Como no somos libres, no podemos tener la culpa de nada de lo que nos ocurra ... »Pero yo estoy seguro de que nadie -nadie- cree de veras que no es libre, nadie acepta sin más que funciona como un mecanismo inexorable de relojería o como una termita. Uno puede considerar que optar libremente por ciertas cosas en ciertas circunstancias es muy difícil (entrar en una casa en llamas para salvar a un niño, por ejemplo, o enfrentarse con firmeza a un tirano) y que es mejor decir que no hay libertad para no reconocer que libremente se prefiere lo más fácil, es decir, esperar a los bomberos o lamer la bota que le pisa a uno el cuello. Pero dentro de las tripas algo insiste en decirnos: «Si tú hubieras querido ... » Cuando cualquiera se empeñe en negarte que los hombres somos libres, te aconsejo que le apliques la prueba del filósofo romano. En la antigüedad, un filósofo romano discutía con un amigo que le negaba la libertad humana y aseguraba que todos los hombres no tienen más remedio que hacer lo que hacen. El filósofo cogió su bastón y comenzó a darle estacazos con toda su fuerza. « ¡Para, ya está bien, no me pegues más! », le decía el otro. Y el filósofo, sin dejar de zurrarle, continuó argumentando: «¿No dices que no soy libre y que lo que hago no tengo más remedio que hacerlo? Pues entonces no gastes saliva pidiéndome que pare: soy automático. »Hasta que el amigo no reconoció que el filósofo podía libremente dejar de pegarle, el filósofo no suspendió su paliza. La prueba es buena, pero no debes utilizarla más que en último extremo y siempre con amigos que no sepan artes marciales... En resumen: a diferencia de otros seres, vivos o inanimados, los hombres podemos inventar y elegir en parte nuestra forma de vida. Podemos optar por lo que nos parece bueno, es decir, conveniente para nosotros, frente a lo que nos parece malo e inconveniente. Y como podemos inventar y elegir, podemos equivocarnos, que es algo que a los castores, las abejas y las termitas no suele pasarles. De modo que parece prudente fijarnos bien en lo que hacemos y procurar adquirir un cierto saber vivir que nos permita acertar. A ese saber vivir, o arte de vivir si prefieres, es a lo que llaman ética. De ello, si tienes paciencia, seguiremos hablando en las siguientes páginas de este libro.
vete leyendo...
«¿Y si ahora, dejando en el suelo el abollonado escudo y el fuerte casco y apoyado la pica contra el muro, saliera al encuentro del inexorable Aquiles, le dijera que permitía a los Atridas llevarse a Helena y las riquezas que Alejandro trajo a llión en las cóncavas naves, que esto fue lo que originó la guerra, y le ofreciera repartir a los aqueos la mitad de lo que la ciudad contiene y más tarde tomara juramento a los troyanos de que, sin ocultar nada, formasen dos lotes con cuantos bienes existen dentro de esta hermosa ciudad?... Mas ¿por qué en tales cosas me hace pensar el corazón?» (Homero, Ilíada). «La libertad no es una filosofía y ni siquiera es una idea: es un movimiento de la conciencia que nos lleva, en ciertos momentos, a pronunciar dos monosílabos: Sí o No. En su brevedad instantánea, como a la luz del relámpago, se dibuja el signo contradictorio de la naturaleza humana» (Octavio Paz, La otra voz). «La vida del hombre no puede "ser vivida" repitiendo los patrones de su especie; es él mismo -cada uno- quien debe vivir. El hombre es el único animal que puede estar fastidiado, que puede estar disgustado, que puede sentirse expulsado del paraíso» (Erich Fromm, Ética y psicoanálisis).
Preguntas:
1.En este capítulo podemos encontrar definiciones de lo «bueno» y de lo «malo». Búscalas, anótalas y añade a cada una de ellas un ejemplo propio, que no aparezca en el libro. Por último, añade también un ejemplo de un hecho ambiguo, de una situación que no sea fácilmente clasificable como «buena» o «mala» según las definiciones de esta obra.
2. ¿Qué diferencia fundamental existe entre la forma de actuar de Héctor y la de las termitas africanas de las que se nos habla? 3. ¿Qué relación se plantea en este capítulo entre «libertad» y «culpa» (p. 24)?
4. En definitiva, ¿qué entenderemos en esta obra por «ética»?
DE QUÉ VA LA ÉTICA
Hay ciencias que se estudian por simple interés de saber cosas nuevas; otras, para aprender una destreza que permita hacer o utilizar algo; la mayoría, para obtener un puesto de trabajo y ganarse con él la vida. Si no sentimos curiosidad ni necesidad de realizar tales estudios, podemos prescindir tranquilamente de ellos. Abundan los conocimientos muy interesantes pero sin los cuales uno se las arregla bastante bien para vivir: yo, por ejemplo, lamento no tener ni idea de astrofísica ni de ebanistería, que a otros les darán tantas satisfacciones, aunque tal ignorancia no me ha impedido ir tirando hasta la fecha. Y tú, si no me equivoco, conoces las reglas del fútbol pero estás bastante pez en béisbol. No tiene mayor importancia, disfrutas con los mundiales, pasas olímpicamente de la liga americana y todos tan contentos. Lo que quiero decir es que ciertas cosas uno puede aprenderlas o no, a voluntad. Como nadie es capaz de saberlo todo, no hay más remedio que elegir y aceptar con humildad lo mucho que ignoramos. Se puede vivir sin saber astrofísica, ni ebanistería, ni fútbol, incluso sin saber leer ni escribir: se vive peor, si quieres, pero se vive. Ahora bien, otras cosas hay que saberlas porque en ello, como suele decirse, nos va la vida. Es preciso estar enterado, por ejemplo, de que saltar desde el balcón de un sexto piso no es cosa buena para la salud; o de que una dieta de clavos (¡con perdón de los fakires!) y ácido prúsico no permite llegar a viejo. Tampoco es aconsejable ignorar que si uno cada vez que se cruza con el vecino le atiza un mamporro las consecuencias serán antes o después muy desagradables. Pequeñeces así son importantes. Se puede vivir de muchos modos pero hay modos que no dejan vivir. En una palabra, entre todos los saberes posibles existe al menos uno imprescindible: el de que ciertas cosas nos convienen y otras no. No nos convienen ciertos alimentos ni nos convienen ciertos comportamientos ni ciertas actitudes. Me refiero, claro está, a que no nos convienen si queremos seguir viviendo. Si lo que uno quiere es reventar cuanto antes, beber lejía puede ser muy adecuado o también procurar rodearse del mayor número de enemigos posibles. Pero de momento vamos a suponer que lo que preferimos es vivir: los respetables gustos del suicida los dejaremos por ahora de lado. De modo que ciertas cosas nos convienen y a lo que nos conviene solemos llamarlo «bueno» porque nos sienta bien; otras, en cambio, nos sientan pero que muy mal y a todo eso lo llamamos «malo». Saber lo que nos conviene, es decir: distinguir entre lo bueno y lo malo, es un conocimiento que todos intentamos adquirir -todos sin excepción- por la cuenta que nos trae. Como he señalado antes, hay cosas buenas y malas para la salud: es necesario saber lo que debemos comer, o que el fuego a veces calienta y otras quema, así como el agua puede quitar la sed pero también ahogarnos. Sin embargo, a veces las cosas no son tan sencillas: ciertas drogas, por ejemplo, aumentan nuestro brío o producen sensaciones agradables, pero su abuso continuado puede ser nocivo. En unos aspectos son buenas, pero en otros malas: nos convienen y a la vez no nos convienen. En el terreno de las relaciones humanas, estas ambigüedades se dan con aún mayor frecuencia. La mentira es algo en general malo, porque destruye la confianza en la palabra -y todos necesitamos hablar para vivir en sociedad- y enemista a las personas; pero a veces parece que puede ser útil o beneficioso mentir para obtener alguna ventajilla. O incluso para hacerle un favor a alguien. Por ejemplo: ¿es mejor decirle al enfermo de cáncer incurable la verdad sobre su estado o se le debe engañar para que pase sin angustia sus últimas horas? La mentira no nos conviene, es mala, pero a veces parece resultar buena. Buscar gresca con los demás ya hemos dicho que es por lo común inconveniente, pero ¿debemos consentir que violen delante de nosotros a una chica sin intervenir, por aquello de no meternos en líos? Por otra parte, al. que siempre dice la verdad -caiga quien caiga- suele cogerle manía todo el mundo; y quien interviene en plan Indiana Jones para salvar a la chica agredida -es más probable que se vea con la crisma rota que quien se va silbando a su casa. Lo malo parece a veces resultar más o menos bueno y lo bueno tiene en ocasiones apariencias de malo. Vaya jaleo. Lo de saber vivir no resulta tan fácil porque hay diversos criterios opuestos respecto a qué debemos hacer. En matemáticas o geografía hay sabios e ignorantes, pero los sabios están casi siempre de acuerdo en lo fundamental. En lo de vivir, en cambio, las opiniones distan de ser unánimes. Si uno quiere llevar una vida emocionante, puede dedicarse a los coches de fórmula uno o al alpinismo; pero si se prefiere una vida segura y tranquila, será mejor buscar las aventuras en el videoclub de la esquina. Algunos aseguran que lo más noble es vivir para los demás y otros señalan que lo más útil es lograr que los demás vivan para uno. Según ciertas opiniones lo que cuenta es ganar dinero y nada más, mientras que otros arguyen que el dinero sin salud, tiempo libre, afecto sincero o serenidad de ánimo no vale nada. Médicos respetables indican que renunciar al tabaco y al alcohol es un medio seguro de alargar la vida, a lo que responden fumadores y borrachos que con tales privaciones a ellos desde luego la vida se les haría mucho más larga. Etc. En lo único que a primera vista todos estamos de acuerdo es en que no estamos de acuerdo con todos. Pero fíjate que también estas opiniones distintas coinciden en otro punto: a saber, que lo que vaya a ser nuestra vida es, al menos en parte, resultado de lo que quiera cada cual. Si nuestra vida fuera algo completamente determinado y fatal, irremediable, todas estas disquisiciones carecerían del más mínimo sentido. Nadie discute si las piedras deben caer hacia arriba o hacia abajo: caen hacia abajo y punto. Los castores hacen presas en los arroyos y las abejas panales de celdillas exagonales: no hay castores a los que tiente hacer celdillas de panal, ni abejas que se dediquen a la ingeniería hidráulica. En su medio natural cada animal parece saber perfectamente lo que es bueno y lo que es malo para él si discusiones ni dudas. No hay animales malos ni buenos en la naturaleza, aunque quizá la mosca considere mala a la araña que tiende su trampa y se la come. Pero es que 1a araña no lo puede remediar... Voy a contarte un caso dramático. Ya conoces a las termitas, esas hormigas blancas que en África levantan impresionantes hormigueros de varios metros de alto y duros como la piedra. Dado que el cuerpo de las termitas es blando, por carecer de la coraza quitinosa que protege a otros insectos, el hormiguero les sirve de caparazón colectivo contra ciertas hormigas enemigas, mejor armadas que ellas. Pero a veces uno de esos hormigueros se derrumba, por culpa de una riada o de un elefante (a los elefantes les gusta rascarse los flancos contra los termiteros, qué le vamos a hacer). En seguida, las termitas-obrero se ponen a trabajar para reconstruir su dañada fortaleza, a toda prisa. Y las grandes hormigas enemigas se lanzan al asalto. Las termitas-soldado salen a defender a su tribu e intentan detener a las enemigas. Como ni por tamaño ni por armamento pueden competir con ellas, se cuelgan de las asaltantes intentando frenar todo lo posible su marcha, mientras las feroces mandíbulas de sus asaltantes las van despedazando. Las obreras trabajan con toda celeridad y se ocupan de cerrar otra vez el termitero derruido... pero lo cierran dejando fuera a las pobres y heroicas termitas-soldado, que sacrifican sus vidas por la seguridad de las demás. ¿No merecen acaso una medalla, por lo menos? ¿No es justo decir que son valientes? Cambio de escenario, pero no de tema. En la Ilíada, Homero cuenta la historia de Héctor, el mejor guerrero de Troya, que espera a pie firme fuera de las murallas de su ciudad a Aquiles, el enfurecido campeón de los aqueos, aun sabiendo que éste es más fuerte que él y que probablemente va a matarle. Lo hace por cumplir su deber, que consiste en defender a su familia y a sus conciudadanos del terrible asaltante. Nadie duda de que Héctor es un héroe, un auténtico valiente. Pero ¿es Héctor heroico y valiente del mismo modo que las termitas-soldado, cuya gesta millones de veces repetida ningún Homero se ha molestado en contar? ¿No hace Héctor, a fin de cuentas, lo mismo que cualquiera de las termitas anónimas? ¿Por qué nos parece su valor más auténtico y más difícil que el de los insectos? ¿Cuál es la diferencia entre un caso y otro? Sencillamente, la diferencia estriba en que las termitas-soldado luchan y mueren porque tienen que hacerlo, sin poderlo remediar (como la araña que se come a la mosca). Héctor, en cambio, sale a enfrentarse con Aquiles porque quiere. Las termitas-soldado no pueden desertar, ni rebelarse, ni remolonear para que otras vayan en su lugar: están programadas necesariamente por la naturaleza para cumplir su heroica misión. El caso de Héctor es distinto. Podría decir que está enfermo o que no le da la gana enfrentarse a alguien más fuerte que él. Quizá sus conciudadanos le llamasen cobarde y le tuviesen por un caradura o quizá le preguntasen qué otro plan se le ocurre para frenar a Aquiles, pero es indudable que tiene la posibilidad de negarse a ser héroe. Por mucha presión que los demás ejerzan sobre él, siempre podría escaparse de lo que se supone que debe hacer: no está programado para ser héroe, ningún hombre lo está. De ahí que tenga mérito su gesto y que Homero cuente su historia con épica emoción. A diferencia de las termitas, decimos que Héctor es libre y por eso admiramos su valor. Y así llegamos a la palabra fundamental de todo este embrollo: libertad. Los animales (y no digamos ya los minerales o las plantas) no tienen más remedio que ser tal como son y hacer lo que están programados naturalmente para hacer. No se les puede reprochar que lo hagan ni aplaudirles por ello porque no saben comportarse de otro modo. Tal disposición obligatoria les ahorra sin duda muchos quebraderos de cabeza. En cierta medida, desde luego, los hombres también estamos programados por la naturaleza. Estamos hechos para beber agua, no lejía, y a pesar de todas nuestras precauciones debemos morir antes o después. Y de modo menos imperioso pero parecido, nuestro programa cultural es determinante: nuestro pensamiento viene condicionado por el lenguaje que le da forma (un lenguaje que se nos impone desde fuera y que no hemos inventado para nuestro uso personal) y somos educados en ciertas tradiciones, hábitos, formas de comportamiento, leyendas ... ; en una palabra, que se nos inculcan desde la cunita unas fidelidades y no otras. Todo ello pesa mucho y hace que seamos bastante previsibles. Por ejemplo, Héctor, ese del que acabamos de hablar. Su programación natural hacia que Héctor sintiese necesidad de protección, cobijo y colaboración, beneficios que mejor o peor encontraba en su ciudad de Troya. También era muy natural que considerara con afecto a su mujer Andrómaca -que le proporcionaba compañía placentera- y a su hijito, por el que sentía lazos de apego biológico-Culturalmente, se sentía parte de Troya Y compartía con los troyanos la lengua, las costumbres y las tradiciones. Además, desde pequeño le habían educado para que fuese un buen guerrero al servicio de su ciudad y se le dijo que la cobardía era algo aborrecible, indigno de un hombre. Si traicionaba a los suyos, Héctor sabía que se vería despreciado y que le castigarían de uno u otro modo. De modo que también estaba bastante programado para actuar como lo hizo, ¿no? Y sin embargo... Sin embargo, Héctor hubiese podido decir: ¡a la porra con todo! Podría haberse disfrazado de mujer para escapar por la noche de Troya, o haberse fingido enfermo o loco para no combatir, o haberse arrodillado ante Aquiles ofreciéndole sus servicios como guía para invadir Troya por su lado más débil; también podría haberse dedicado a la bebida o haber inventado una nueva religión que dijese que no hay que luchar contra los enemigos sino poner la otra mejilla cuando nos abofetean. Me dirás que todos estos comportamientos hubiesen sido bastante raros, dado quien era Héctor y la educación que había recibido. Pero tienes que reconocer que no son hipótesis imposibles, mientras que un castor que fabrique panales o una termita desertora no son algo raro sino estrictamente imposible. Con los hombres nunca puede uno estar seguro del todo, mientras que con los animales o con otros seres naturales sí por mucha programación biológica o cultural que tengamos, los hombres siempre podernos optar finalmente por algo que no esté en el programa (al menos, que no esté del todo). Podemos decir «sí» o «no», quiero o no quiero. Por muy achuchados que nos veamos por las circunstancias, nunca tenemos un solo camino a seguir sino varios.
Cuando te hablo de libertad es a esto a lo que me refiero. A lo que nos diferencia de las termitas y de las mareas, de todo lo que se mueve de modo necesario e irremediable. Cierto que no podemos hacer cualquier cosa que queramos, pero también cierto que no estamos obligados a querer hacer una sola cosa. Y aquí conviene señalar dos aclaraciones respecto a la libertad: Primera: No somos libres de elegir lo que nos pasa (haber nacido tal día, de tales padres y en tal país, padecer un cáncer o ser atropellados por un coche, ser guapos o feos, que los aqueos se empeñen en conquistar nuestra ciudad, etc.), sino libres para responder a lo que nos pasa de tal o cual modo (obedecer o rebelarnos, ser prudentes o temerarios, vengativos o resignados, vestirnos a la moda o disfrazarnos de oso de las cavernas, defender Troya o huir, etc.). Segunda: Ser libres para intentar algo no tiene nada que ver con lograrlo indefectiblemente. No es lo mismo la libertad (que consiste en elegir dentro de lo posible) que la omnipotencia (que sería conseguir siempre lo que uno quiere, aunque pareciese imposible). Por ello, cuanta más capacidad de accción tengamos, mejores resultados podremos obtener de nuestra libertad. Soy libre de querer subir al monte Everest, pero dado mi lamentable estado físico y mi nula preparación en alpinismo es prácticamente imposible que consiguiera mi objetivo. En cambio soy libre de leer o no leer, pero como aprendí a leer de pequeñito la cosa no me resulta demasiado difícil si decido hacerlo. Hay cosas que dependen de mi voluntad (y eso es ser libre) pero no todo depende de mi voluntad (entonces sería omnipotente), porque en el mundo hay otras muchas voluntades y otras muchas necesidades que no controlo a mi gusto. Si no me conozco ni a mí mismo ni al mundo en que vivo, mi libertad se estrellará una y otra vez contra lo necesario. Pero, cosa importante, no por ello dejaré de ser libre... aunque me escueza. En la realidad existen muchas fuerzas que limitan nuestra libertad, desde terremotos o enfermedades hasta tiranos. Pero también nuestra libertad es una fuerza en el mundo, nuestra fuerza. Si hablas con la gente, sin embargo, verás que la mayoría tiene mucha más conciencia de lo que limita su libertad que de la libertad misma. Te dirán: «¿Libertad? ¿Pero de qué libertad me hablas? ¿cómo vamos a ser libres, si nos comen el coco desde la televisión, si los gobernantes nos engañan y nos manipulan, si los terroristas nos amenazan, si las drogas nos esclavizan, y si además me falta dinero para comprarme una moto, que es lo que yo quisiera?» En cuanto te fijes un poco, verás que los que así hablan parece que se están quejando pero en realidad se encuentran muy satisfechos de saber que no son libres. En el fondo piensan: «¡Uf! ¡Menudo peso nos hemos quitado de encima! Como no somos libres, no podemos tener la culpa de nada de lo que nos ocurra ... »Pero yo estoy seguro de que nadie -nadie- cree de veras que no es libre, nadie acepta sin más que funciona como un mecanismo inexorable de relojería o como una termita. Uno puede considerar que optar libremente por ciertas cosas en ciertas circunstancias es muy difícil (entrar en una casa en llamas para salvar a un niño, por ejemplo, o enfrentarse con firmeza a un tirano) y que es mejor decir que no hay libertad para no reconocer que libremente se prefiere lo más fácil, es decir, esperar a los bomberos o lamer la bota que le pisa a uno el cuello. Pero dentro de las tripas algo insiste en decirnos: «Si tú hubieras querido ... » Cuando cualquiera se empeñe en negarte que los hombres somos libres, te aconsejo que le apliques la prueba del filósofo romano. En la antigüedad, un filósofo romano discutía con un amigo que le negaba la libertad humana y aseguraba que todos los hombres no tienen más remedio que hacer lo que hacen. El filósofo cogió su bastón y comenzó a darle estacazos con toda su fuerza. « ¡Para, ya está bien, no me pegues más! », le decía el otro. Y el filósofo, sin dejar de zurrarle, continuó argumentando: «¿No dices que no soy libre y que lo que hago no tengo más remedio que hacerlo? Pues entonces no gastes saliva pidiéndome que pare: soy automático. »Hasta que el amigo no reconoció que el filósofo podía libremente dejar de pegarle, el filósofo no suspendió su paliza. La prueba es buena, pero no debes utilizarla más que en último extremo y siempre con amigos que no sepan artes marciales... En resumen: a diferencia de otros seres, vivos o inanimados, los hombres podemos inventar y elegir en parte nuestra forma de vida. Podemos optar por lo que nos parece bueno, es decir, conveniente para nosotros, frente a lo que nos parece malo e inconveniente. Y como podemos inventar y elegir, podemos equivocarnos, que es algo que a los castores, las abejas y las termitas no suele pasarles. De modo que parece prudente fijarnos bien en lo que hacemos y procurar adquirir un cierto saber vivir que nos permita acertar. A ese saber vivir, o arte de vivir si prefieres, es a lo que llaman ética. De ello, si tienes paciencia, seguiremos hablando en las siguientes páginas de este libro.
vete leyendo...
«¿Y si ahora, dejando en el suelo el abollonado escudo y el fuerte casco y apoyado la pica contra el muro, saliera al encuentro del inexorable Aquiles, le dijera que permitía a los Atridas llevarse a Helena y las riquezas que Alejandro trajo a llión en las cóncavas naves, que esto fue lo que originó la guerra, y le ofreciera repartir a los aqueos la mitad de lo que la ciudad contiene y más tarde tomara juramento a los troyanos de que, sin ocultar nada, formasen dos lotes con cuantos bienes existen dentro de esta hermosa ciudad?... Mas ¿por qué en tales cosas me hace pensar el corazón?» (Homero, Ilíada). «La libertad no es una filosofía y ni siquiera es una idea: es un movimiento de la conciencia que nos lleva, en ciertos momentos, a pronunciar dos monosílabos: Sí o No. En su brevedad instantánea, como a la luz del relámpago, se dibuja el signo contradictorio de la naturaleza humana» (Octavio Paz, La otra voz). «La vida del hombre no puede "ser vivida" repitiendo los patrones de su especie; es él mismo -cada uno- quien debe vivir. El hombre es el único animal que puede estar fastidiado, que puede estar disgustado, que puede sentirse expulsado del paraíso» (Erich Fromm, Ética y psicoanálisis).
Preguntas:
1.En este capítulo podemos encontrar definiciones de lo «bueno» y de lo «malo». Búscalas, anótalas y añade a cada una de ellas un ejemplo propio, que no aparezca en el libro. Por último, añade también un ejemplo de un hecho ambiguo, de una situación que no sea fácilmente clasificable como «buena» o «mala» según las definiciones de esta obra.
2. ¿Qué diferencia fundamental existe entre la forma de actuar de Héctor y la de las termitas africanas de las que se nos habla? 3. ¿Qué relación se plantea en este capítulo entre «libertad» y «culpa» (p. 24)?
4. En definitiva, ¿qué entenderemos en esta obra por «ética»?
Capítulo Primero
LA MUERTE PARA EMPEZAR
Recuerdo muy bien la primera vez que comprendí de veras que antes o después tenía que morirme. Debía andar por los diez años, nueve quizá, eran casi las once de una noche cualquiera y estaba ya acostado. Mis dos hermanos, que dormían conmigo en el mismo cuarto, roncaban apaciblemente. En la habitación contigua mis padres charlaban sin estridencias mientras se desvestían y mi madre había puesto la radio que dejaría sonar hasta tarde, para prevenir mis espantos nocturnos. De pronto me senté a oscuras en la cama: ¡yo también iba a morirme!, ¡era lo que me tocaba, lo que irremediablemente me correspondía!, ¡no había escapatoria! No sólo tendría que soportar la muerte de mis dos abuelas y de mi querido abuelo, así como la de mis padres, sino que yo, yo mismo, no iba a tener más remedio que morirme. ¡Qué cosa tan rara y terrible, tan peligrosa, tan incomprensible, pero sobre todo qué cosa tan irremediablemente personal.
A los diez años cree uno que todas las cosas importantes sólo les pueden pasar a los mayores: repentinamente se me reveló la primera gran cosa importante -de hecho, la más importante de todas que sin duda ninguna me iba a pasar a mí. Iba a morirme, naturalmente dentro de muchos, muchísimos años, después de que se hubieran muerto mis seres queridos (todos menos mis hermanos, más pequeños que yo y que por tanto me sobrevivirían), pero de todas formas iba a morirme. Iba a morirme yo, a pesar de ser yo. La muerte ya no era un asunto ajeno, un problema de otros, ni tampoco una ley general que me alcanzaría cuando fuese mayor, es decir: cuando fuese otro. Porque también me di cuenta entonces de que cuando llegase mi muerte seguiría siendo yo, tan yo mismo como ahora que me daba cuenta de ello. Yo había de ser el protagonista de la verdadera muerte, la más auténtica e importante, la muerte de la que todas las demás muertes no serían más que ensayos dolorosos. ¡Mi muerte, la de mi yo! ¡No la muerte de los «tú», por queridos que fueran, sino la muerte del único «yo» que conocía personalmente! Claro que sucedería dentro de mucho tiempo pero... ¿no me estaba pasando en cierto sentido ya? ¿No era el darme cuenta de que iba a morirme -yo, yo mismo- también parte de la propia muerte, esa cosa tan importante que, a pesar de ser todavía un niño, me estaba pasando ahora a mí mismo y a nadie más?
Estoy seguro de que fue en ese momento cuando por fin empecé a pensar. Es decir, cuando comprendí la diferencia entre aprender o repetir pensamientos ajenos y tener un pensamiento verdaderamente mío un pensamiento que me comprometiera personalmente, no un pensamiento alquilado o prestado como la bicicleta que te dejan para dar un paseo. Un pensamiento que se apoderaba de mí mucho más de lo que yo podía apoderarme de él. Un pensamiento del que no podía subirme o bajarme a voluntad, un pensamiento con el que no sabía qué hacer pero que resultaba evidente que me urgía a hacer algo, porque no era posible pasarlo por alto. Aunque todavía conservaba sin crítica las creencias religiosas de mi educación piadosa, no me parecieron ni por un momento alivios de la certeza de la muerte. Uno o dos años antes había visto ya mi primer cadáver, por sorpresa (¡y qué sorpresa!): un hermano lego recién fallecido expuesto en el atrio de la iglesia de los jesuitas de la calle Garibay de San Sebastián, donde mi familia y yo oíamos la misa dominical. Parecía una estatua cerúlea, como los Cristos yacentes que había visto en algunos altares, pero con la diferencia de que yo sabía que antes estaba vivo y ahora ya no. «Se ha ido al cielo», me dijo mi madre, algo incómoda por un espectáculo que sin duda me hubiese ahorrado de buena gana. Y yo pensé: «Bueno, estará en el cielo, pero también está aquí, muerto. Lo que desde luego no está es vivo en ninguna parte. A lo mejor estar en el cielo es mejor que estar vivo, pero no es lo mismo. Vivir se vive en este mundo, con un cuerpo que habla y anda, rodeado de gente como uno, no entre los espíritus... por estupendo que sea ser espíritu. Los espíritus también están muertos, también han tenido que padecer la muerte extraña y horrible, aún la padecen». Y así, a partir de la revelación de mi muerte impensable, empecé a pensar.
Quizá parezca extraño que un libro que quiere iniciar en cuestiones filosóficas se abra con un capítulo dedicado a la muerte. ¿No desanimará un tema tan lúgubre a los neófitos? ¿No sería mejor comenzar hablando de la libertad o del amor? Pero ya he indicado que me propongo invitar a la filosofía a partir de mi propia experiencia intelectual y en mi caso fue la revelación de la muerte -de mi muerte- como certidumbre lo que me hizo ponerme a pensar. Y es que la evidencia de la muerte no sólo le deja a uno pensativo, sino que le vuelve a uno pensador. Por un lado, la conciencia de la muerte nos hace madurar personalmente: todos los niños se creen inmortales (los muy pequeños incluso piensan que son omnipotentes y que el mundo gira a su alrededor; salvo en los países o en las familias atroces donde los niños viven desde muy pronto amenazados por el exterminio y los ojos infantiles sorprenden por su fatiga mortal, por su anormal veteranía...) pero luego crecemos cuando la idea de la muerte crece dentro de nosotros. Por otro lado, la certidumbre personal de la muerte nos humaniza, es decir nos convierte en verdaderos humanos, en «mortales». Entre los griegos «humano» y «mortal» se decía con la misma palabra, como debe ser.
Las plantas y los animales no son mortales porque no saben que van a morir, no saben que tienen que morir: se mueren pero sin conocer nunca su vinculación individual, la de cada uno de ellos, con la muerte. Las fieras presienten el peligro, se entristecen con la enfermedad o la vejez, pero ignoran (¿o parece que ignoran?) su abrazo esencial con la necesidad de la muerte. No es mortal quien muere, sino quien está seguro de que va a morir. Aunque también podríamos decir que ni las plantas ni los animales están por eso mismo vivos en el mismo sentido en que lo estamos nosotros. Los auténticos vivientes somos sólo los mortales, porque sabemos que dejaremos de vivir y que en eso precisamente consiste la vida. Algunos dicen que los dioses inmortales existen y otros que no existen, pero nadie dice que estén vivos: sólo a Cristo se le ha llamado «Dios vivo» y eso porque cuentan que encarnó, se hizo hombre, vivió como nosotros y como nosotros tuvo que morir.
Por tanto no es un capricho ni un afán de originalidad comenzar la filosofía hablando de la conciencia de la muerte. Tampoco pretendo decir que el tema único, ni siquiera principal de la filosofía, sea la muerte. Al contrario, más bien creo que de lo que trata la filosofía es de la vida, de qué significa vivir y cómo vivir mejor. Pero resulta que es la muerte prevista la que, al hacernos mortales (es decir, humanos), nos convierte también en vivientes. Uno empieza a pensar la vida cuando se da por muerto. Hablando por boca de Sócrates en el diálogo Fedón, Platón dice que filosofar es «prepararse para morir». Pero ¿qué otra cosa puede significar «prepararse para morir» que pensar sobre la vida humana (mortal) que vivimos? Es precisamente la certeza de la muerte la que hace la vida -mi vida, única e irrepetible- algo tan mortalmente importante para mí. Todas las tareas y empeños de nuestra vida son formas de resistencia ante la muerte, que sabemos ineluctable. Es la conciencia de la muerte la que convierte la vida en un asunto muy serio para cada uno, algo que debe pensarse. Algo misterioso y tremendo, una especie de milagro precioso por el que debemos luchar, a favor del cual tenemos que esforzarnos y reflexionar. Si la muerte no existiera habría mucho que ver y mucho tiempo para verlo pero muy poco que hacer (casi todo lo hacemos para evitar morir) y nada en que pensar.
Desde hace generaciones, los aprendices de filósofos suelen iniciarse en el razonamiento lógico con este silogismo: Todos los hombres son mortales; Sócrates es hombre luego Sócrates es mortal.
No deja de ser interesante que la tarea del filósofo comience recordando el nombre ilustre de un colega condenado a muerte, en una argumentación por cierto que nos condena también a muerte a todos los demás. Porque está claro que el silogismo es igualmente válido si en lugar de «Sócrates» ponemos tu nombre, lector, el mío o el de cualquiera. Pero su significación va más allá de la mera corrección lógica. Si decimos
Todo A es B
C es A
luego C es B
seguimos razonando formalmente bien y sin embargo las implicaciones materiales del asunto han cambiado considerablemente. A mí no me inquieta ser B si es que soy A, pero no deja de alarmarme que como soy hombre deba ser mortal. En el silogismo citado en primer lugar., además, queda seca pero claramente establecido el paso entre una constatación genérica e impersonal -la de que corresponde a todos los humanos el morir- y el destino individual de alguien (Sócrates, tú, yo...) que resulta ser humano, lo que en principio parece cosa prestigiosa y sin malas consecuencias para luego convertirse en una sentencia fatal. Una sentencia ya cumplida en el caso de Sócrates, aún pendiente en el nuestro. ¡Menuda diferencia hay entre saber que a todos debe pasarles algo terrible y saber que debe pasarme a mí. El agravamiento de la inquietud entre la afirmación general y la que lleva mi nombre como sujeto me revela lo único e irreductible de mi individualidad, el asombro que me constituye:
Murieron otros, pero ello aconteció en el pasado, Que es la estación (nadie lo ignora) más propicia [a la muerte. ¿Es posible que yo, subdito de Yaqub Almansur, Muera como tuvieron que morir las rosas y [Aristóteles?4
Murieron otros, murieron todos, morirán todos, pero... ¿y yo? ¿Yo también? Nótese que la amenaza implícita, tanto en el silogismo antes citado como en los prodigiosos versos de Borges, estriba en que los protagonistas individuales (Sócrates, el moro medieval súbdito de Yaqub Almansur o Almanzor, Aristóteles...) están ya necesariamente muertos. Ellos también tuvieron que plantearse en su día el mismo destino irremediable que yo me planteo hoy: y no por planteárselo escaparon a él...
De modo que la muerte no sólo es necesaria sino que resulta el prototipo mismo de lo necesario en nuestra vida (si el silogismo empezara estableciendo que «todos los hombres comen, Sócrates es hombre, etc.», sería igual de justo desde un punto de vista fisiológico pero no tendría la misma fuerza persuasiva). Ahora bien, aparte de saberla necesaria hasta el punto de que ejemplifica la necesidad misma («necesario» es etimológicamente aquello que no cesa, que no cede, con lo que no cabe transacción ni pacto alguno), ¿qué otras cosas conocemos acerca de la muerte? Ciertamente bien pocas. Una de ellas es que resulta absolutamente personal e intransferible: nadie puede morir por otro. Es decir, resulta imposible que nadie con su propia muerte pueda evitar a otro definitivamente el trance de morir también antes o después. El padre Maximilian Kolbe, que se ofreció voluntario en un campo de concentración nazi para sustituir a un judío al que llevaban a la cámara de gas, sólo le reemplazó ante los verdugos pero no ante la muerte misma. Con su heroico sacrificio le concedió un plazo más largo de vida y no la inmortalidad. En una tragedia de Eurípides, la sumisa Alcestis se ofrece para descender al Hades -es decir, para morir- en lugar de su marido Admeto, un egoísta de mucho cuidado. Al final tendrá que ser Hércules el que baje a rescatarla del reino de los muertos y arregle un tanto el desafuero. Pero ni siquiera la abnegación de Alcestis hubiera logrado que Admeto escapase para siempre a su destino mortal, sólo habría podido retrasarlo: la deuda que todos tenemos con la muerte la debe pagar cada cual con su propia vida, no con otra. Ni siquiera otras funciones biológicas esenciales, como comer o hacer el amor, parecen tan intransferibles: después de todo, alguien puede consumir mi ración en el banquete al que debería haber asistido o hacer el amor a la persona a la que yo hubiera podido y querido amar también, incluso me podrían alimentar por la fuerza o hacerme renuncia de la muerte es muy seguro (a ella se refieren algunos de los conocimientos más indudables que tenemos) pero no nos la hacen más familiar ni menos inescrutable. En el fondo, la muerte sigue siendo lo más desconocido. Sabemos cuándo alguien está muerto pero ignoramos qué es morirse visto desde dentro. Creo saber más o menos lo que es morirse, pero no lo que es morirme. Algunas grandes obras literarias -como el incomparable relato de León Tolstói La muerte de Iván Illich o la tragicomedia de Eugéne Ionesco El rey se muere- pueden aproximarnos a una comprensión mejor del asunto, aunque dejando siempre abiertos los interrogantes fundamentales. Por lo demás, a través de los siglos ha habido sobre la muerte muchas leyendas, muchas promesas y amenazas, muchos cotilleos. Relatos muy antiguos -tan antiguos verosímilmente como la especie humana, es decir, como esos animales que se hicieron humanos al comenzar a preguntarse por la muerte- y que forman la base universal de las religiones. Bien mirado, todos los dioses del santoral antropológico son dioses de la muerte, dioses que se ocupan del significado de la muerte, dioses que reparten premios, castigos o reencarnación, dioses que guardan la llave de la vida eterna frente a los mortales. Ante todo, los dioses son inmortales: nunca mueren y cuando juegan a morirse luego resucitan o se convierten en otra cosa, pasan por una metamorfosis. En todas partes y en todos los tiempos la religión ha servido para dar sentido a la muerte. Si la muerte no existiese, no habría dioses: mejor dicho, los dioses seríamos nosotros, los humanos mortales, y viviríamos en el ateísmo divinamente...
Las leyendas más antiguas no pretenden consolarnos de la muerte sino sólo explicar su inevitabilidad. La primera gran epopeya que se conserva, la historia del héroe Gilgamesh, se compuso en Sumeria aproximadamente 2.700 años a. de C. Gilgamesh y su amigo Enkidu, dos valientes guerreros y cazadores, se enfrentan a la diosa Is-thar, que da muerte a Enkidu. Entonces Gilgamesh emprende la búsqueda del remedio de la muerte, una hierba mágica que renueva la juventud para siempre, pero la pierde cuando está a punto de conseguirla. Después aparece el espíritu de Enkidu, que explica a su amigo los sombríos secretos del reino de los muertos, al cual Gilgamesh se resigna a acudir cuando llegue su hora. Ese reino de los muertos no es más que un siniestro reflejo de la vida que conocemos, un lugar profundamente triste. Lo mismo que el Hades de los antiguos griegos. En la Odisea de Hornero, Ulises convoca los espíritus de los muertos y entre ellos acude su antiguo compañero Aquiles. Aunque su sombra sigue siendo tan majestuosa entre los difuntos como lo fue entre los vivos, le confiesa a Ulises que preferiría ser el último porquerizo en el mundo de los vivos que rey en las orillas de la muerte. Nada deben envidiar los vivos a los muertos. En cambio, otras religiones posteriores, como la cristiana, prometen una existencia más feliz y luminosa que la vida terrenal para quienes hayan cumplido los preceptos de la divinidad (por contrapartida, aseguran una eternidad de refinadas torturas a los que han sido desobedientes). Digo «existencia» porque a tal promesa no le cuadra el nombre de «vida» verdadera. La vida, en el único sentido de la palabra que conocemos, está hecha de cambios, de oscilaciones entre lo mejor y lo peor, de imprevistos. Una eterna bienaventuranza o una eterna condena son formas inacabables de congelación en el mismo gesto pero no modalidades de vida. De modo que ni siquiera las religiones con mayor garantía post mortem aseguran la «vida» eterna: sólo prometen la eterna existencia o duración, lo que no es lo mismo que la vida humana, que nuestra vida.
Además, ¿cómo podríamos «vivir» de veras donde faltase la posibilidad de morir? Miguel de Unamuno sostuvo con fiero ahínco que sabernos mortales como especie pero no querer morirnos-como personas es precisamente lo que individualiza a cada uno de nosotros. Rechazó vigorosamente la muerte sobre todo en su libro admirable Del sentimiento trágico de la vida- pero con no menos vigor sostuvo que en este mundo y en el otro, caso de haberlo, quería conservar su personalidad, es decir no limitarse a seguir existiendo de cualquier modo sino como don Miguel de Unamuno y Jugo. Ahora bien, aquí se plantea un serio problema teórico porque si nuestra individualidad personal proviene del conocimiento mismo de la muerte y de su rechazo, ¿cómo podría Unamuno seguir siendo Unamuno cuando fuese ya inmortal, es decir cuando no hubiese muerte que temer y rechazar? La única vida eterna compatible con nuestra personalidad individual sería una vida en la que la muerte estuviese presente pero como posibilidad perpetuamente aplazada, algo siempre temible pero que no llegase de hecho jamás. No es fácil imaginar tal cosa ni siquiera como esperanza trascendente, de ahí lo que Unamuno llamó «el sentimiento trágico de la vida». En fin, quién sabe...
Desde luego, la idea de seguir viviendo de algún modo bueno o malo después de haber muerto es algo a la par inquietante y contradictorio. Un intento de no tomarse la muerte en serio, de considerarla mera apariencia. Incluso una pretensión de rechazar o disfrazar en cierta manera nuestra mortalidad, es decir, nuestra humanidad misma. Es paradójico que denominemos habitualmente «creyentes» a las personas de convicciones religiosas, porque lo que les caracteriza sobre todo no es aquello en lo que creen (cosas misteriosamente vagas y muy diversas) sino aquello en lo que no creen: lo más obvio, necesario y omnipresente, es decir, en la muerte. Los llamados «creyentes» son en realidad los «incrédulos» que niegan la realidad última de la muerte. Quizá la forma más sobria de afrontar esa inquietud -sabemos que vamos a morir pero no podemos imaginarnos realmente muertos- es la de Hamiet en la tragedia de William Shakespeare, cuando dice: «Morir, dormir... ¡tal vez soñar!». En efecto, la suposición de una especie de supervivencia después de la muerte debe habérsele ocurrido a nuestros antepasados a partir del parecido entre alguien profundamente dormido y un muerto. Creo que si no soñásemos al dormir, nadie hubiese pensado nunca en la posibilidad asombrosa de una vida después de la muerte. Pero si cuando estamos quietos, con los ojos cerrados, aparentemente ausentes, profundamente dormidos, sabemos que en sueños viajamos por distintos paisajes, hablamos, reímos o amamos... ¿por qué a los muertos no debería ocurrirles lo mismo? De este modo los sueños placenteros debieron dar origen a la idea del paraíso y las pesadillas sirvieron de premonición al infierno. Si puede decirse que «la vida es sueño», como planteó Calderón de la Barca en una famosa obra teatral, aún con mayor razón cabe sostener que la llamada otra vida -la que habría más allá de la muerte- está también inspirada por nuestra facultad de soñar...
Sin embargo, el dato más evidente acerca de la muerte es que suele producir dolor cuando se trata de la muerte ajena pero sobre todo que causa miedo cuando pensamos en la muerte propia. Algunos temen que después de la muerte haya algo terrible, castigos, cualquier amenaza desconocida; otros, que no haya nada y esa nada les resulta lo más aterrador de todo. Aunque ser algo -o mejor dicho, alguien- no carezca de incomodidades y sufrimientos, no ser nada parece todavía mucho peor. Pero ¿por qué? En su Carta a Meneceo, el sabio Epicuro trata de convencernos de que la muerte no puede ser nada temible para quien reflexione sobre ella. Por supuesto, los verdugos y horrores infernales no son más que fábulas para asustar a los díscolos que no deben inquietar a nadie prudente a juicio de Epicuro. Pero tampoco en la muerte misma, por su propia naturaleza, hay nada que temer porque nunca coexistimos con ella: mientras estamos nosotros, no está la muerte; cuando llega la muerte, dejamos de estar nosotros. Es decir, según Epicuro, lo importante es que indudablemente nos morimos pero nunca estamos muertos. Lo temible sería quedarse consciente de la muerte, quedarse de algún modo presente pero sabiendo que uno ya se ha ido del todo, cosa evidentemente absurda y contradictoria. Esta argumentación de Epicuro resulta irrefutable y sin embargo no acaba de tranquilizarnos totalmente, quizá porque la mayoría no somos tan razonables como Epicuro hubiera querido.
¿Acaso resulta tan terrible no ser? A fin de cuentas, durante mucho tiempo no fuimos y eso no nos hizo sufrir en modo alguno. Tras la muerte iremos (en el supuesto de que el verbo «ir» sea aquí adecuado) mismo sitio o ausencia de todo sitio donde estuvimos (¿o no estuvimos?) antes de nacer. Lucrecio, el gran discípulo romano del griego Epicuro, constató este paralelismo en unos versos merecidamente inolvidables:
Mira también los siglos infinitos que han precedido a nuestro nacimiento y nada son para la vida nuestra. Naturaleza en ellos nos ofrece como un espejo del futuro tiempo, por último, después de nuestra muerte. ¿Hay algo aquí de horrible y enfadoso? ¿No es más seguro que un profundo sueño¿
Inquietarse por los años y los siglos en que ya no estaremos entre los vivos resulta tan caprichoso como preocuparse por los años y los siglos en que aún no habíamos venido al mundo. Ni antes nos dolió no estar ni es razonable suponer que luego nos dolerá nuestra definitiva ausencia. En el fondo, cuando la muerte nos hiere a través de la imaginación -¡pobre de mí, todos tan felices disfrutando del sol y del amor, todos menos yo, que ya nunca más, nunca más...!- es precisamente ahora que todavía estamos vivos. Quizá deberíamos reflexionar un poco más sobre el asombro de haber nacido, que es tan grande como el espantoso asombro de la muerte. Si la muerte es no ser, ya la hemos vencido una vez: el día que nacimos. Es el propio Lucrecio quien habla en su poema filosófico de la mors aeterna la muerte eterna de lo que nunca ha sido ni será. Pues bien, nosotros seremos mortales pero de la muerte eterna ya nos hemos escapado. A esa muerte enorme le hemos robado un cierto tiempo -los días, meses o años que hemos vivido, cada instante que seguimos viviendo- y ese tiempo pase lo que pase siempre será nuestro, de los triunfalmente nacidos, y nunca suyo, pese a que también debamos luego irremediablemente morir. En el siglo XVIII, uno de los espíritus más perspicaces que nunca han sido -Lichten-berg- daba la razón a Lucrecio en uno de sus célebres aforismos: «¿Acaso no hemos ya resucitado? En efecto, provenimos de un estado en el que sabíamos del presente menos de lo que sabemos del futuro. Nuestro estado anterior es al presente lo que el presente es al futuro».
Pero tampoco faltan objeciones contra el planteamiento citado de Lucrecio y alguna precisamente a partir de lo observado por Lichtenberg. Cuando yo aún no era, no había ningún «yo» que echase de menos llegar a ser; nadie me privaba de nada puesto que yo aún no existía, es decir, no tenía conciencia de estarme perdiendo nada no siendo nada. Pero ahora ya he vivido, conozco lo que es vivir y puedo prever lo que perderé con la muerte. Por eso hoy la muerte me preocupa, es decir, me ocupa de antemano con el temor a perder lo que tengo. Además, los males futuros son peores que los pasados porque nos torturan ya con su temor desde ahora mismo. Hace tres años padecí una operación de riñón; supongamos que supiese con certeza que dentro de otros tres debo sufrir otra semejante. Aunque la operación pasada ya no me duele y la futura aún no debiera dolerme, lo cierto es que no me impresionan de idéntico modo: la venidera me preocupa y asusta mucho más, porque se me está acercando mientras la otra se aleja... Aunque fuesen objetivamente idénticas, subjetivamente no lo son porque no es tan inquietante un recuerdo desagradable como una amenaza. En este caso el espejo del pasado no refleja simétricamente el daño futuro y quizá en el asunto de la muerte tampoco.
De modo que la muerte nos hace pensar, nos convierte a la fuerza en pensadores, en seres pensantes, pero a pesar de todo seguimos sin saber qué pensar de la muerte. En una de sus Máximas asegura el duque de La Ro-chefoucauíd que «ni el sol ni la muerte pueden mirarse de frente». Nuestra recién inaugurada vocación de pensar se estrella contra la muerte, no sabe por dónde cogerla. Vladimir Jankélevitch, un pensador contemporáneo, nos reprocha que frente a la muerte no sabemos qué hacer, por lo que oscilamos «entre la siesta y la angustia». Es decir, que ante ella procuramos aturdimos para no temblar o temblamos hasta la abyección. Existe en castellano una copla popular que se inclina también por la siesta, diciendo más o menos así:
Cuando algunas veces pienso que me tengo que morir, tiendo la manta en el suelo y me harto de dormir. Resulta un pobre subterfugio, cuando la única alternativa es la angustia. Ni siquiera hay tal alternativa, porque muy bien pudiéramos constantemente ir de lo uno a lo otro, oscilando entre el aturdimiento que no quiere mirar y la angustia que mira pero no ve nada. ¡Mal dilema!
En cambio, uno de los mayores filósofos, Spinoza, considera que este bloqueo no debe desanimarnos: «Un hombre libre en nada piensa menos que en la muerte y su sabiduría no es una meditación de la muerte, sino de la vida6». Lo que pretende señalar Spinoza, si no me equivoco, es que en la muerte no hay nada positivo que pensar. Cuando la muerte nos angustia es por algo negativo, por los goces de la vida que perderemos con ella en el caso de la muerte propia o porque nos deja sin las personas amadas si se trata de la muerte ajena; cuando la vemos con alivio (no resulta imposible considerar la muerte un bien en ciertos casos) es también por lo negativo, por los dolores y afanes de la vida que su llegada nos ahorrará. Sea temida o deseada, en sí misma la muerte es pura negación, reverso de la vida que por tanto de un modo u otro nos remite siempre a la vida misma, como el negativo de una fotografía está pidiendo siempre ser positivado para que lo veamos mejor. Así que la muerte sirve para hacernos pensar, pero no sobre la muerte sino sobre la vida. Como en un frontón impenetrable, el pensamiento despertado por la muerte rebota contra la muerte misma y vuelve para botar una y otra vez sobre la vida. Más allá de cerrar los ojos para no verla o dejarnos cegar estremecedoramente por la muerte, se nos ofrece la alternativa mortal de intentar comprender la vida. Pero ¿cómo podemos comprenderla? ¿Qué instrumento utilizaremos para ponernos a pensar sobre ella?
Da que pensar...
¿En qué sentido nos hace la muerte realmente humanos? ¿Hay algo más personal que la muerte? ¿No es pensar precisamente hacerse consciente de nuestra personal humanidad? ¿Sirve la muerte como paradigma de la necesidad, incluso de la necesidad lógica? ¿Son mortales los animales en el mismo sentido en que lo somos nosotros? ¿Por qué puede decirse que la muerte es intransferible? ¿En qué sentido la muerte es siempre inminente y no depende de la edad o las enfermedades? ¿Puede haber vinculación entre los sueños y la esperanza de inmortalidad? ¿Por qué dice Epicuro que no debemos temer a la muerte? ¿Y cómo apoya Lucrecio esa argumentación? ¿Logran efectivamente consolarnos o sólo buscan darnos serenidad? ¿Hay algo positivo que pensar en la muerte? ¿Por qué puede la muerte despertarnos a un pensamiento que se centrará después sobre la vida?
Preguntas:
Capítulo Primero
LA MUERTE PARA EMPEZAR
Recuerdo muy bien la primera vez que comprendí de veras que antes o después tenía que morirme. Debía andar por los diez años, nueve quizá, eran casi las once de una noche cualquiera y estaba ya acostado. Mis dos hermanos, que dormían conmigo en el mismo cuarto, roncaban apaciblemente. En la habitación contigua mis padres charlaban sin estridencias mientras se desvestían y mi madre había puesto la radio que dejaría sonar hasta tarde, para prevenir mis espantos nocturnos. De pronto me senté a oscuras en la cama: ¡yo también iba a morirme!, ¡era lo que me tocaba, lo que irremediablemente me correspondía!, ¡no había escapatoria! No sólo tendría que soportar la muerte de mis dos abuelas y de mi querido abuelo, así como la de mis padres, sino que yo, yo mismo, no iba a tener más remedio que morirme. ¡Qué cosa tan rara y terrible, tan peligrosa, tan incomprensible, pero sobre todo qué cosa tan irremediablemente personal.
A los diez años cree uno que todas las cosas importantes sólo les pueden pasar a los mayores: repentinamente se me reveló la primera gran cosa importante -de hecho, la más importante de todas que sin duda ninguna me iba a pasar a mí. Iba a morirme, naturalmente dentro de muchos, muchísimos años, después de que se hubieran muerto mis seres queridos (todos menos mis hermanos, más pequeños que yo y que por tanto me sobrevivirían), pero de todas formas iba a morirme. Iba a morirme yo, a pesar de ser yo. La muerte ya no era un asunto ajeno, un problema de otros, ni tampoco una ley general que me alcanzaría cuando fuese mayor, es decir: cuando fuese otro. Porque también me di cuenta entonces de que cuando llegase mi muerte seguiría siendo yo, tan yo mismo como ahora que me daba cuenta de ello. Yo había de ser el protagonista de la verdadera muerte, la más auténtica e importante, la muerte de la que todas las demás muertes no serían más que ensayos dolorosos. ¡Mi muerte, la de mi yo! ¡No la muerte de los «tú», por queridos que fueran, sino la muerte del único «yo» que conocía personalmente! Claro que sucedería dentro de mucho tiempo pero... ¿no me estaba pasando en cierto sentido ya? ¿No era el darme cuenta de que iba a morirme -yo, yo mismo- también parte de la propia muerte, esa cosa tan importante que, a pesar de ser todavía un niño, me estaba pasando ahora a mí mismo y a nadie más?
Estoy seguro de que fue en ese momento cuando por fin empecé a pensar. Es decir, cuando comprendí la diferencia entre aprender o repetir pensamientos ajenos y tener un pensamiento verdaderamente mío un pensamiento que me comprometiera personalmente, no un pensamiento alquilado o prestado como la bicicleta que te dejan para dar un paseo. Un pensamiento que se apoderaba de mí mucho más de lo que yo podía apoderarme de él. Un pensamiento del que no podía subirme o bajarme a voluntad, un pensamiento con el que no sabía qué hacer pero que resultaba evidente que me urgía a hacer algo, porque no era posible pasarlo por alto. Aunque todavía conservaba sin crítica las creencias religiosas de mi educación piadosa, no me parecieron ni por un momento alivios de la certeza de la muerte. Uno o dos años antes había visto ya mi primer cadáver, por sorpresa (¡y qué sorpresa!): un hermano lego recién fallecido expuesto en el atrio de la iglesia de los jesuitas de la calle Garibay de San Sebastián, donde mi familia y yo oíamos la misa dominical. Parecía una estatua cerúlea, como los Cristos yacentes que había visto en algunos altares, pero con la diferencia de que yo sabía que antes estaba vivo y ahora ya no. «Se ha ido al cielo», me dijo mi madre, algo incómoda por un espectáculo que sin duda me hubiese ahorrado de buena gana. Y yo pensé: «Bueno, estará en el cielo, pero también está aquí, muerto. Lo que desde luego no está es vivo en ninguna parte. A lo mejor estar en el cielo es mejor que estar vivo, pero no es lo mismo. Vivir se vive en este mundo, con un cuerpo que habla y anda, rodeado de gente como uno, no entre los espíritus... por estupendo que sea ser espíritu. Los espíritus también están muertos, también han tenido que padecer la muerte extraña y horrible, aún la padecen». Y así, a partir de la revelación de mi muerte impensable, empecé a pensar.
Quizá parezca extraño que un libro que quiere iniciar en cuestiones filosóficas se abra con un capítulo dedicado a la muerte. ¿No desanimará un tema tan lúgubre a los neófitos? ¿No sería mejor comenzar hablando de la libertad o del amor? Pero ya he indicado que me propongo invitar a la filosofía a partir de mi propia experiencia intelectual y en mi caso fue la revelación de la muerte -de mi muerte- como certidumbre lo que me hizo ponerme a pensar. Y es que la evidencia de la muerte no sólo le deja a uno pensativo, sino que le vuelve a uno pensador. Por un lado, la conciencia de la muerte nos hace madurar personalmente: todos los niños se creen inmortales (los muy pequeños incluso piensan que son omnipotentes y que el mundo gira a su alrededor; salvo en los países o en las familias atroces donde los niños viven desde muy pronto amenazados por el exterminio y los ojos infantiles sorprenden por su fatiga mortal, por su anormal veteranía...) pero luego crecemos cuando la idea de la muerte crece dentro de nosotros. Por otro lado, la certidumbre personal de la muerte nos humaniza, es decir nos convierte en verdaderos humanos, en «mortales». Entre los griegos «humano» y «mortal» se decía con la misma palabra, como debe ser.
Las plantas y los animales no son mortales porque no saben que van a morir, no saben que tienen que morir: se mueren pero sin conocer nunca su vinculación individual, la de cada uno de ellos, con la muerte. Las fieras presienten el peligro, se entristecen con la enfermedad o la vejez, pero ignoran (¿o parece que ignoran?) su abrazo esencial con la necesidad de la muerte. No es mortal quien muere, sino quien está seguro de que va a morir. Aunque también podríamos decir que ni las plantas ni los animales están por eso mismo vivos en el mismo sentido en que lo estamos nosotros. Los auténticos vivientes somos sólo los mortales, porque sabemos que dejaremos de vivir y que en eso precisamente consiste la vida. Algunos dicen que los dioses inmortales existen y otros que no existen, pero nadie dice que estén vivos: sólo a Cristo se le ha llamado «Dios vivo» y eso porque cuentan que encarnó, se hizo hombre, vivió como nosotros y como nosotros tuvo que morir.
Por tanto no es un capricho ni un afán de originalidad comenzar la filosofía hablando de la conciencia de la muerte. Tampoco pretendo decir que el tema único, ni siquiera principal de la filosofía, sea la muerte. Al contrario, más bien creo que de lo que trata la filosofía es de la vida, de qué significa vivir y cómo vivir mejor. Pero resulta que es la muerte prevista la que, al hacernos mortales (es decir, humanos), nos convierte también en vivientes. Uno empieza a pensar la vida cuando se da por muerto. Hablando por boca de Sócrates en el diálogo Fedón, Platón dice que filosofar es «prepararse para morir». Pero ¿qué otra cosa puede significar «prepararse para morir» que pensar sobre la vida humana (mortal) que vivimos? Es precisamente la certeza de la muerte la que hace la vida -mi vida, única e irrepetible- algo tan mortalmente importante para mí. Todas las tareas y empeños de nuestra vida son formas de resistencia ante la muerte, que sabemos ineluctable. Es la conciencia de la muerte la que convierte la vida en un asunto muy serio para cada uno, algo que debe pensarse. Algo misterioso y tremendo, una especie de milagro precioso por el que debemos luchar, a favor del cual tenemos que esforzarnos y reflexionar. Si la muerte no existiera habría mucho que ver y mucho tiempo para verlo pero muy poco que hacer (casi todo lo hacemos para evitar morir) y nada en que pensar.
Desde hace generaciones, los aprendices de filósofos suelen iniciarse en el razonamiento lógico con este silogismo: Todos los hombres son mortales; Sócrates es hombre luego Sócrates es mortal.
No deja de ser interesante que la tarea del filósofo comience recordando el nombre ilustre de un colega condenado a muerte, en una argumentación por cierto que nos condena también a muerte a todos los demás. Porque está claro que el silogismo es igualmente válido si en lugar de «Sócrates» ponemos tu nombre, lector, el mío o el de cualquiera. Pero su significación va más allá de la mera corrección lógica. Si decimos
Todo A es B
C es A
luego C es B
seguimos razonando formalmente bien y sin embargo las implicaciones materiales del asunto han cambiado considerablemente. A mí no me inquieta ser B si es que soy A, pero no deja de alarmarme que como soy hombre deba ser mortal. En el silogismo citado en primer lugar., además, queda seca pero claramente establecido el paso entre una constatación genérica e impersonal -la de que corresponde a todos los humanos el morir- y el destino individual de alguien (Sócrates, tú, yo...) que resulta ser humano, lo que en principio parece cosa prestigiosa y sin malas consecuencias para luego convertirse en una sentencia fatal. Una sentencia ya cumplida en el caso de Sócrates, aún pendiente en el nuestro. ¡Menuda diferencia hay entre saber que a todos debe pasarles algo terrible y saber que debe pasarme a mí. El agravamiento de la inquietud entre la afirmación general y la que lleva mi nombre como sujeto me revela lo único e irreductible de mi individualidad, el asombro que me constituye:
Murieron otros, pero ello aconteció en el pasado, Que es la estación (nadie lo ignora) más propicia [a la muerte. ¿Es posible que yo, subdito de Yaqub Almansur, Muera como tuvieron que morir las rosas y [Aristóteles?4
Murieron otros, murieron todos, morirán todos, pero... ¿y yo? ¿Yo también? Nótese que la amenaza implícita, tanto en el silogismo antes citado como en los prodigiosos versos de Borges, estriba en que los protagonistas individuales (Sócrates, el moro medieval súbdito de Yaqub Almansur o Almanzor, Aristóteles...) están ya necesariamente muertos. Ellos también tuvieron que plantearse en su día el mismo destino irremediable que yo me planteo hoy: y no por planteárselo escaparon a él...
De modo que la muerte no sólo es necesaria sino que resulta el prototipo mismo de lo necesario en nuestra vida (si el silogismo empezara estableciendo que «todos los hombres comen, Sócrates es hombre, etc.», sería igual de justo desde un punto de vista fisiológico pero no tendría la misma fuerza persuasiva). Ahora bien, aparte de saberla necesaria hasta el punto de que ejemplifica la necesidad misma («necesario» es etimológicamente aquello que no cesa, que no cede, con lo que no cabe transacción ni pacto alguno), ¿qué otras cosas conocemos acerca de la muerte? Ciertamente bien pocas. Una de ellas es que resulta absolutamente personal e intransferible: nadie puede morir por otro. Es decir, resulta imposible que nadie con su propia muerte pueda evitar a otro definitivamente el trance de morir también antes o después. El padre Maximilian Kolbe, que se ofreció voluntario en un campo de concentración nazi para sustituir a un judío al que llevaban a la cámara de gas, sólo le reemplazó ante los verdugos pero no ante la muerte misma. Con su heroico sacrificio le concedió un plazo más largo de vida y no la inmortalidad. En una tragedia de Eurípides, la sumisa Alcestis se ofrece para descender al Hades -es decir, para morir- en lugar de su marido Admeto, un egoísta de mucho cuidado. Al final tendrá que ser Hércules el que baje a rescatarla del reino de los muertos y arregle un tanto el desafuero. Pero ni siquiera la abnegación de Alcestis hubiera logrado que Admeto escapase para siempre a su destino mortal, sólo habría podido retrasarlo: la deuda que todos tenemos con la muerte la debe pagar cada cual con su propia vida, no con otra. Ni siquiera otras funciones biológicas esenciales, como comer o hacer el amor, parecen tan intransferibles: después de todo, alguien puede consumir mi ración en el banquete al que debería haber asistido o hacer el amor a la persona a la que yo hubiera podido y querido amar también, incluso me podrían alimentar por la fuerza o hacerme renuncia de la muerte es muy seguro (a ella se refieren algunos de los conocimientos más indudables que tenemos) pero no nos la hacen más familiar ni menos inescrutable. En el fondo, la muerte sigue siendo lo más desconocido. Sabemos cuándo alguien está muerto pero ignoramos qué es morirse visto desde dentro. Creo saber más o menos lo que es morirse, pero no lo que es morirme. Algunas grandes obras literarias -como el incomparable relato de León Tolstói La muerte de Iván Illich o la tragicomedia de Eugéne Ionesco El rey se muere- pueden aproximarnos a una comprensión mejor del asunto, aunque dejando siempre abiertos los interrogantes fundamentales. Por lo demás, a través de los siglos ha habido sobre la muerte muchas leyendas, muchas promesas y amenazas, muchos cotilleos. Relatos muy antiguos -tan antiguos verosímilmente como la especie humana, es decir, como esos animales que se hicieron humanos al comenzar a preguntarse por la muerte- y que forman la base universal de las religiones. Bien mirado, todos los dioses del santoral antropológico son dioses de la muerte, dioses que se ocupan del significado de la muerte, dioses que reparten premios, castigos o reencarnación, dioses que guardan la llave de la vida eterna frente a los mortales. Ante todo, los dioses son inmortales: nunca mueren y cuando juegan a morirse luego resucitan o se convierten en otra cosa, pasan por una metamorfosis. En todas partes y en todos los tiempos la religión ha servido para dar sentido a la muerte. Si la muerte no existiese, no habría dioses: mejor dicho, los dioses seríamos nosotros, los humanos mortales, y viviríamos en el ateísmo divinamente...
Las leyendas más antiguas no pretenden consolarnos de la muerte sino sólo explicar su inevitabilidad. La primera gran epopeya que se conserva, la historia del héroe Gilgamesh, se compuso en Sumeria aproximadamente 2.700 años a. de C. Gilgamesh y su amigo Enkidu, dos valientes guerreros y cazadores, se enfrentan a la diosa Is-thar, que da muerte a Enkidu. Entonces Gilgamesh emprende la búsqueda del remedio de la muerte, una hierba mágica que renueva la juventud para siempre, pero la pierde cuando está a punto de conseguirla. Después aparece el espíritu de Enkidu, que explica a su amigo los sombríos secretos del reino de los muertos, al cual Gilgamesh se resigna a acudir cuando llegue su hora. Ese reino de los muertos no es más que un siniestro reflejo de la vida que conocemos, un lugar profundamente triste. Lo mismo que el Hades de los antiguos griegos. En la Odisea de Hornero, Ulises convoca los espíritus de los muertos y entre ellos acude su antiguo compañero Aquiles. Aunque su sombra sigue siendo tan majestuosa entre los difuntos como lo fue entre los vivos, le confiesa a Ulises que preferiría ser el último porquerizo en el mundo de los vivos que rey en las orillas de la muerte. Nada deben envidiar los vivos a los muertos. En cambio, otras religiones posteriores, como la cristiana, prometen una existencia más feliz y luminosa que la vida terrenal para quienes hayan cumplido los preceptos de la divinidad (por contrapartida, aseguran una eternidad de refinadas torturas a los que han sido desobedientes). Digo «existencia» porque a tal promesa no le cuadra el nombre de «vida» verdadera. La vida, en el único sentido de la palabra que conocemos, está hecha de cambios, de oscilaciones entre lo mejor y lo peor, de imprevistos. Una eterna bienaventuranza o una eterna condena son formas inacabables de congelación en el mismo gesto pero no modalidades de vida. De modo que ni siquiera las religiones con mayor garantía post mortem aseguran la «vida» eterna: sólo prometen la eterna existencia o duración, lo que no es lo mismo que la vida humana, que nuestra vida.
Además, ¿cómo podríamos «vivir» de veras donde faltase la posibilidad de morir? Miguel de Unamuno sostuvo con fiero ahínco que sabernos mortales como especie pero no querer morirnos-como personas es precisamente lo que individualiza a cada uno de nosotros. Rechazó vigorosamente la muerte sobre todo en su libro admirable Del sentimiento trágico de la vida- pero con no menos vigor sostuvo que en este mundo y en el otro, caso de haberlo, quería conservar su personalidad, es decir no limitarse a seguir existiendo de cualquier modo sino como don Miguel de Unamuno y Jugo. Ahora bien, aquí se plantea un serio problema teórico porque si nuestra individualidad personal proviene del conocimiento mismo de la muerte y de su rechazo, ¿cómo podría Unamuno seguir siendo Unamuno cuando fuese ya inmortal, es decir cuando no hubiese muerte que temer y rechazar? La única vida eterna compatible con nuestra personalidad individual sería una vida en la que la muerte estuviese presente pero como posibilidad perpetuamente aplazada, algo siempre temible pero que no llegase de hecho jamás. No es fácil imaginar tal cosa ni siquiera como esperanza trascendente, de ahí lo que Unamuno llamó «el sentimiento trágico de la vida». En fin, quién sabe...
Desde luego, la idea de seguir viviendo de algún modo bueno o malo después de haber muerto es algo a la par inquietante y contradictorio. Un intento de no tomarse la muerte en serio, de considerarla mera apariencia. Incluso una pretensión de rechazar o disfrazar en cierta manera nuestra mortalidad, es decir, nuestra humanidad misma. Es paradójico que denominemos habitualmente «creyentes» a las personas de convicciones religiosas, porque lo que les caracteriza sobre todo no es aquello en lo que creen (cosas misteriosamente vagas y muy diversas) sino aquello en lo que no creen: lo más obvio, necesario y omnipresente, es decir, en la muerte. Los llamados «creyentes» son en realidad los «incrédulos» que niegan la realidad última de la muerte. Quizá la forma más sobria de afrontar esa inquietud -sabemos que vamos a morir pero no podemos imaginarnos realmente muertos- es la de Hamiet en la tragedia de William Shakespeare, cuando dice: «Morir, dormir... ¡tal vez soñar!». En efecto, la suposición de una especie de supervivencia después de la muerte debe habérsele ocurrido a nuestros antepasados a partir del parecido entre alguien profundamente dormido y un muerto. Creo que si no soñásemos al dormir, nadie hubiese pensado nunca en la posibilidad asombrosa de una vida después de la muerte. Pero si cuando estamos quietos, con los ojos cerrados, aparentemente ausentes, profundamente dormidos, sabemos que en sueños viajamos por distintos paisajes, hablamos, reímos o amamos... ¿por qué a los muertos no debería ocurrirles lo mismo? De este modo los sueños placenteros debieron dar origen a la idea del paraíso y las pesadillas sirvieron de premonición al infierno. Si puede decirse que «la vida es sueño», como planteó Calderón de la Barca en una famosa obra teatral, aún con mayor razón cabe sostener que la llamada otra vida -la que habría más allá de la muerte- está también inspirada por nuestra facultad de soñar...
Sin embargo, el dato más evidente acerca de la muerte es que suele producir dolor cuando se trata de la muerte ajena pero sobre todo que causa miedo cuando pensamos en la muerte propia. Algunos temen que después de la muerte haya algo terrible, castigos, cualquier amenaza desconocida; otros, que no haya nada y esa nada les resulta lo más aterrador de todo. Aunque ser algo -o mejor dicho, alguien- no carezca de incomodidades y sufrimientos, no ser nada parece todavía mucho peor. Pero ¿por qué? En su Carta a Meneceo, el sabio Epicuro trata de convencernos de que la muerte no puede ser nada temible para quien reflexione sobre ella. Por supuesto, los verdugos y horrores infernales no son más que fábulas para asustar a los díscolos que no deben inquietar a nadie prudente a juicio de Epicuro. Pero tampoco en la muerte misma, por su propia naturaleza, hay nada que temer porque nunca coexistimos con ella: mientras estamos nosotros, no está la muerte; cuando llega la muerte, dejamos de estar nosotros. Es decir, según Epicuro, lo importante es que indudablemente nos morimos pero nunca estamos muertos. Lo temible sería quedarse consciente de la muerte, quedarse de algún modo presente pero sabiendo que uno ya se ha ido del todo, cosa evidentemente absurda y contradictoria. Esta argumentación de Epicuro resulta irrefutable y sin embargo no acaba de tranquilizarnos totalmente, quizá porque la mayoría no somos tan razonables como Epicuro hubiera querido.
¿Acaso resulta tan terrible no ser? A fin de cuentas, durante mucho tiempo no fuimos y eso no nos hizo sufrir en modo alguno. Tras la muerte iremos (en el supuesto de que el verbo «ir» sea aquí adecuado) mismo sitio o ausencia de todo sitio donde estuvimos (¿o no estuvimos?) antes de nacer. Lucrecio, el gran discípulo romano del griego Epicuro, constató este paralelismo en unos versos merecidamente inolvidables:
Mira también los siglos infinitos que han precedido a nuestro nacimiento y nada son para la vida nuestra. Naturaleza en ellos nos ofrece como un espejo del futuro tiempo, por último, después de nuestra muerte. ¿Hay algo aquí de horrible y enfadoso? ¿No es más seguro que un profundo sueño¿
Inquietarse por los años y los siglos en que ya no estaremos entre los vivos resulta tan caprichoso como preocuparse por los años y los siglos en que aún no habíamos venido al mundo. Ni antes nos dolió no estar ni es razonable suponer que luego nos dolerá nuestra definitiva ausencia. En el fondo, cuando la muerte nos hiere a través de la imaginación -¡pobre de mí, todos tan felices disfrutando del sol y del amor, todos menos yo, que ya nunca más, nunca más...!- es precisamente ahora que todavía estamos vivos. Quizá deberíamos reflexionar un poco más sobre el asombro de haber nacido, que es tan grande como el espantoso asombro de la muerte. Si la muerte es no ser, ya la hemos vencido una vez: el día que nacimos. Es el propio Lucrecio quien habla en su poema filosófico de la mors aeterna la muerte eterna de lo que nunca ha sido ni será. Pues bien, nosotros seremos mortales pero de la muerte eterna ya nos hemos escapado. A esa muerte enorme le hemos robado un cierto tiempo -los días, meses o años que hemos vivido, cada instante que seguimos viviendo- y ese tiempo pase lo que pase siempre será nuestro, de los triunfalmente nacidos, y nunca suyo, pese a que también debamos luego irremediablemente morir. En el siglo XVIII, uno de los espíritus más perspicaces que nunca han sido -Lichten-berg- daba la razón a Lucrecio en uno de sus célebres aforismos: «¿Acaso no hemos ya resucitado? En efecto, provenimos de un estado en el que sabíamos del presente menos de lo que sabemos del futuro. Nuestro estado anterior es al presente lo que el presente es al futuro».
Pero tampoco faltan objeciones contra el planteamiento citado de Lucrecio y alguna precisamente a partir de lo observado por Lichtenberg. Cuando yo aún no era, no había ningún «yo» que echase de menos llegar a ser; nadie me privaba de nada puesto que yo aún no existía, es decir, no tenía conciencia de estarme perdiendo nada no siendo nada. Pero ahora ya he vivido, conozco lo que es vivir y puedo prever lo que perderé con la muerte. Por eso hoy la muerte me preocupa, es decir, me ocupa de antemano con el temor a perder lo que tengo. Además, los males futuros son peores que los pasados porque nos torturan ya con su temor desde ahora mismo. Hace tres años padecí una operación de riñón; supongamos que supiese con certeza que dentro de otros tres debo sufrir otra semejante. Aunque la operación pasada ya no me duele y la futura aún no debiera dolerme, lo cierto es que no me impresionan de idéntico modo: la venidera me preocupa y asusta mucho más, porque se me está acercando mientras la otra se aleja... Aunque fuesen objetivamente idénticas, subjetivamente no lo son porque no es tan inquietante un recuerdo desagradable como una amenaza. En este caso el espejo del pasado no refleja simétricamente el daño futuro y quizá en el asunto de la muerte tampoco.
De modo que la muerte nos hace pensar, nos convierte a la fuerza en pensadores, en seres pensantes, pero a pesar de todo seguimos sin saber qué pensar de la muerte. En una de sus Máximas asegura el duque de La Ro-chefoucauíd que «ni el sol ni la muerte pueden mirarse de frente». Nuestra recién inaugurada vocación de pensar se estrella contra la muerte, no sabe por dónde cogerla. Vladimir Jankélevitch, un pensador contemporáneo, nos reprocha que frente a la muerte no sabemos qué hacer, por lo que oscilamos «entre la siesta y la angustia». Es decir, que ante ella procuramos aturdimos para no temblar o temblamos hasta la abyección. Existe en castellano una copla popular que se inclina también por la siesta, diciendo más o menos así:
Cuando algunas veces pienso que me tengo que morir, tiendo la manta en el suelo y me harto de dormir. Resulta un pobre subterfugio, cuando la única alternativa es la angustia. Ni siquiera hay tal alternativa, porque muy bien pudiéramos constantemente ir de lo uno a lo otro, oscilando entre el aturdimiento que no quiere mirar y la angustia que mira pero no ve nada. ¡Mal dilema!
En cambio, uno de los mayores filósofos, Spinoza, considera que este bloqueo no debe desanimarnos: «Un hombre libre en nada piensa menos que en la muerte y su sabiduría no es una meditación de la muerte, sino de la vida6». Lo que pretende señalar Spinoza, si no me equivoco, es que en la muerte no hay nada positivo que pensar. Cuando la muerte nos angustia es por algo negativo, por los goces de la vida que perderemos con ella en el caso de la muerte propia o porque nos deja sin las personas amadas si se trata de la muerte ajena; cuando la vemos con alivio (no resulta imposible considerar la muerte un bien en ciertos casos) es también por lo negativo, por los dolores y afanes de la vida que su llegada nos ahorrará. Sea temida o deseada, en sí misma la muerte es pura negación, reverso de la vida que por tanto de un modo u otro nos remite siempre a la vida misma, como el negativo de una fotografía está pidiendo siempre ser positivado para que lo veamos mejor. Así que la muerte sirve para hacernos pensar, pero no sobre la muerte sino sobre la vida. Como en un frontón impenetrable, el pensamiento despertado por la muerte rebota contra la muerte misma y vuelve para botar una y otra vez sobre la vida. Más allá de cerrar los ojos para no verla o dejarnos cegar estremecedoramente por la muerte, se nos ofrece la alternativa mortal de intentar comprender la vida. Pero ¿cómo podemos comprenderla? ¿Qué instrumento utilizaremos para ponernos a pensar sobre ella?
Da que pensar...
¿En qué sentido nos hace la muerte realmente humanos? ¿Hay algo más personal que la muerte? ¿No es pensar precisamente hacerse consciente de nuestra personal humanidad? ¿Sirve la muerte como paradigma de la necesidad, incluso de la necesidad lógica? ¿Son mortales los animales en el mismo sentido en que lo somos nosotros? ¿Por qué puede decirse que la muerte es intransferible? ¿En qué sentido la muerte es siempre inminente y no depende de la edad o las enfermedades? ¿Puede haber vinculación entre los sueños y la esperanza de inmortalidad? ¿Por qué dice Epicuro que no debemos temer a la muerte? ¿Y cómo apoya Lucrecio esa argumentación? ¿Logran efectivamente consolarnos o sólo buscan darnos serenidad? ¿Hay algo positivo que pensar en la muerte? ¿Por qué puede la muerte despertarnos a un pensamiento que se centrará después sobre la vida?
Preguntas:
- Explique con sus propias palabras el significado que tiene para usted la muerte.
- Todos los seres vivos mueren, ¿cuál es la deferencia entre una planta, un animal y nosotros? Justifique su respuesta.
- Como interpreta la frase de Platón: filosofar es prepararse para morir
- Por qué dice Epicuro que no debemos temer a la muerte?
- Como nos consuelan algunas religiones de nuestro miedo a la muerte?
Trabajo de Filosofía para grado décimo (10). El Efecto Mariposa.
Luego de ver la película responda las siguientes preguntas:
La película está basada en la teoría del caos Dicha teoría reza que el vuelo de una mariposa en China puede provocar un tornado en Estados Unidos. Una simple forma de decir que cualquier hecho insignificante que tenga lugar en nuestras vidas, por pequeño o nimio que sea, puede tener grandes repercusiones futuras.
1. ¿Por qué cada vez que Evan cambia algo en el pasado al regresar al presente sus acciones tienen consecuencias que no puede anticipar?
2. ¿De qué forma Evan soluciona el problema de regresar al pasado y no poder crear una realidad en la que Kayleigh y él puedan ser felices?
3. ¿Estamos determinados o somos libres? ¿existe el destino o simplemente todo sucede por azar? ¿Evan y Kayleigh estaban destinados a separarse? Justifique su respuesta.
4. Si tuvieras la oportunidad de cambiar algo de tu pasado, ¿qué harías diferente y qué resultado crees tendría en el presente?
5. ¿Es posible considerar que podemos alterar nuestra realidad y también la de los demás con acciones, por más pequeñas o simples que nos parezcan? Mencione ejemplos.
Nota: Cualquier intento de plagio supondrá una falta grave y la anulación del trabajo.
Luego de ver la película responda las siguientes preguntas:
La película está basada en la teoría del caos Dicha teoría reza que el vuelo de una mariposa en China puede provocar un tornado en Estados Unidos. Una simple forma de decir que cualquier hecho insignificante que tenga lugar en nuestras vidas, por pequeño o nimio que sea, puede tener grandes repercusiones futuras.
1. ¿Por qué cada vez que Evan cambia algo en el pasado al regresar al presente sus acciones tienen consecuencias que no puede anticipar?
2. ¿De qué forma Evan soluciona el problema de regresar al pasado y no poder crear una realidad en la que Kayleigh y él puedan ser felices?
3. ¿Estamos determinados o somos libres? ¿existe el destino o simplemente todo sucede por azar? ¿Evan y Kayleigh estaban destinados a separarse? Justifique su respuesta.
4. Si tuvieras la oportunidad de cambiar algo de tu pasado, ¿qué harías diferente y qué resultado crees tendría en el presente?
5. ¿Es posible considerar que podemos alterar nuestra realidad y también la de los demás con acciones, por más pequeñas o simples que nos parezcan? Mencione ejemplos.
Nota: Cualquier intento de plagio supondrá una falta grave y la anulación del trabajo.
CAPÍTULO V
¡ DESPIERTA, BABY!
Breve resumen de lo anteriormente publicado. El cazador Esaú, convencido de que para cuatro días que va a vivir uno todo da igual, sigue el consejo de su barriga y renuncia a su derecho de primogenitura por un buen plato de lentejas (Jacob fue generoso al menos en eso y le dejó repetir dos veces). El ciudadano Kane, por su parte, se dedicó durante muchos años a vender a todas las personas para poder comprarse todas las cosas; al final de su vida reconoce que cambiaría si pudiera su almacén repleto de cosas carísimas por la única cosa humilde -un viejo trineo- que le recordaba a cierta persona: a él mismo, antes de dedicarse a la compraventa, cuando prefería amar y ser amado que poseer o dominar. Tanto Esaú como Kane estaban convencidos de hacer lo que querían, pero ninguno de ellos parece que consiguió darse una buena vida. Y sin embargo, si se les hubiera preguntado qué es lo que deseaban de veras, habrían respondido lo mismo que tú (o que yo, claro): «Quiero darme la buena vida.» Conclusión: está bastante claro lo que queremos (darnos la buena vida) pero no lo está tanto en que consiste eso de «la buena vida». Y es que querer la buena vida no es un querer cualquiera, como cuando uno quiere lentejas, cuadros, electrodomésticos o dinero. Todos estos quereres son por decirlo así simples, se fijan en un solo aspecto de la realidad: no tienen perspectiva de conjunto. No hay nada malo en querer lentejas cuando se tiene hambre, desde luego: pero en el mundo hay otras cosas, otras relaciones, fidelidades debidas al pasado y esperanzas suscitadas por lo venidero, no sé, mucho más, todo lo que se te ocurra. En una palabra, no sólo de lentejas vive el hombre. Por conseguir sus lentejas, Esaú sacrificó demasiados aspectos importantes de su vida, la simplificó más de lo debido. Actuó, como ya te he dicho, bajo el peso de la inminencia de la muerte. La muerte es una gran simplificadora: cuando estás a punto de estirar la pata importan muy pocas cosas (la medicina que puede salvarte, el aire que aún consiente en llenarte los pulmones una vez más ... ). La vida, en cambio, es siempre complejidad y casi siempre complicaciones. Si rehúyes toda complicación y buscas la gran simpleza (¡vengan las lentejas!) no creas que quieres vivir más y mejor sino morirte de una vez. Y hemos dicho que lo que realmente deseamos es la buena vida, no la pronta muerte. De modo que Esaú no nos sirve como maestro. También Kane simplificaba a su modo la cuestión. A diferencia de Esaú, no era derrochador, sino acumulador y ambicioso. Lo que quería era poder para manejar a los hombres y dinero para comprar cosas, muchas cosas bonitas y seguramente útiles. No tengo nada, figúrate, contra intentar conseguir dinero ni contra la afición a las cosas hermosas o útiles. No me fío de esa gente que dice que no se interesa por el dinero y que asegura no necesitar nada de nada. A lo mejor estoy hecho de barro muy mal cocido, pero no me hace ninguna gracia quedarme sin blanca y si mañana los ladrones me desvalijaran la casa y se llevaran mis libros (temo que poco más podrían llevarse) me sentaría como un tiro. Sin embargo, el deseo de tener más y más (dinero, cosas ... ) tampoco me parece del todo sano. La verdad es que las cosas que tenemos nos tienen ellas también a nosotros en contrapartida: lo que poseemos nos posee. Me explico. Un día, un sabio budista le decía a su discípulo esto mismo que te estoy diciendo y el discípulo le miraba con la misma cara rara («este tío está chalao») con la que a lo mejor tú lees esta página. Entonces el sabio preguntó al discípulo: «¿Qué es lo que más te gusta de esta habitación?» El avispado alumno señaló una estupenda copa de oro y marfil que debía costar su buena pasta. «Bueno, cógela», dijo el sabio, y el muchacho, sin esperar a que se lo dijeran dos veces, agarró firmemente la joyita con la mano derecha. «No se te ocurra soltarla, ¿eh?», observó el maestro con cierta guasa; y después añadió: «¿Y no hay ninguna otra cosa que te guste también?» El discípulo reconoció que la bolsa llena de dinerito contante y sonante que estaba sobre la mesa tampoco le producía repugnancia. «Pues nada, ¡a por ella!», le animó el otro. Y el chico empuñó fervorosamente la bolsa con su mano izquierda. «Y ahora ¿qué?», preguntó al maestro con cierto nerviosismo. Y el sabio repuso: «Ahora ¡ráscate!» No había manera, claro. ¡Y mira que puede llegar uno a necesitar rascarse cuando le pica alguna parte del cuerpo... o aun del alma! Con las manos ocupadas, no puede uno rascarse a gusto ni hacer otros muchos gestos. Lo que tenemos muy agarrado nos agarra también a su modo... o sea que más vale tener cuidado con no pasarse. En cierta forma, eso es lo que le ocurrió a Kane: tenía las manos y el alma tan ocupadas con sus posesiones que de pronto sintió un extraño picor y no supo con qué rascarse. La vida es más complicada de lo que Kane suponía, porque las manos no sólo sirven par coger sino también para rascarse o para acariciar. Pero la equivocación fundamental de ese personaje, si el que se equivoca no soy yo, fue otra. Obsesionado por conseguir cosas y dinero, trató a la gente como si también fueran cosas. Consideraba que en eso consiste tener poder sobre ellas. Grave simplificación: la mayor complejidad de la vida es precisamente ésa, que las personas no son cosas. Al principio no encontró dificultades: las cosas se compran y se venden y Kane compró y vendió también personas. De momento no le pareció que hubiese gran diferencia. Las cosas se usan mientras sirven y luego se tiran: Kane hizo lo mismo con los que le rodeaban y se diría que todo marchaba bien. Tal como poseía las cosas, Kane se propuso poseer personas, dominarlas, manejarlas a su gusto. Así se portó con sus amantes, con sus amigos, con sus empleados, con sus rivales políticos, con todo bicho viviente. Desde luego hizo mucho daño a los demás, pero lo peor desde su punto de vista (el punto de vista de alguien que suponemos quería darse «buena vida», ya sabes) es que se fastidió seriamente a sí mismo. Intentaré aclararte esto porque me parece de la mayor importancia. Desengáñate: de una cosa -aunque sea la mejor cosa del mundo- sólo pueden sacarse... cosas. Nadie es capaz de dar lo que no tiene, ¿verdad?, ni mucho menos nada puede dar más de lo que es. Las lentejas son útiles para quitar el hambre pero no ayudan a aprender francés, por ejemplo; el dinero, por su parte, sirve para casi todo y sin embargo no puede comprar una verdadera amistad (a fuerza de pasta se consigue servilismo, compañía de gorrones o sexo mercenario, pero nada más). Vamos, que un vídeo le puede prestar a otro vídeo una pieza pero no puede darle un beso... Si los hombres fuésemos simples cosas, con lo que las cosas pueden darnos nos bastaría. Pero ésa es la complicación de que te hablaba: que como no somos puras cosas, necesitamos «cosas» que las cosas no tienen. Cuando tratamos a los demás como cosas, a la manera en que lo hacía Kane, lo que recibimos de ellos son también cosas: al estrujarlos sueltan dinero, nos sirven (como si fueran instrumentos mecánicos), salen, entran, se frotan contra nosotros o sonríen cuando apretamos el debido botón... Pero de este modo nunca nos darán esos dones más sutiles que sólo las personas pueden dar. No conseguiremos así ni amistad, ni respeto, ni mucho menos amor. Ninguna cosa (ni siquiera un animal, porque la diferencia entre su condición y la nuestra es demasiado grande) puede brindarnos esa amistad respeto, amor... en resumen, esa complicidad fundamental que sólo se da entre iguales y que a ti o a mí o a Kane, que somos personas, no nos pueden ofrecer más que otras personas a las que tratemos como a tales. Lo del trato es importante, porque ya hemos dicho que los humanos nos humanizamos unos a otros. Al tratar a las personas como a personas y no como a cosas (es decir, al tomar en cuenta lo que quieren o lo que necesitan y no sólo lo que puedo sacar de ellas) estoy haciendo posible que me devuelvan lo que sólo una persona puede darle a otra. A Kane se le olvidó este pequeño detalle y de pronto (pero demasiado tarde) se dio cuenta de que tenía de todo salvo lo que nadie más que otra persona puede dar: aprecio sincero o cariño espontáneo o simple compañía inteligente. Como a Kane nunca nada pareció importarle salvo el dinero, a nadie le importaba nada de Kane salvo su dinero. Y el gran hombre sabía, además, que era por culpa suya. A veces uno puede tratar a los demás como a personas y no recibir más que coces, traiciones o abusos. De acuerdo. Pero al menos contamos con el respeto de una persona, aunque no sea más que una: nosotros mismos. Al no convertir a los otros en cosas defendemos por lo menos nuestro derecho a no ser cosas para los otros. Intentamos que el mundo de las personas -ese mundo en el que unas personas tratan como tales a otras, el único en el que de veras se puede vivir bien- sea posible. Supongo que la desesperación del ciudadano Kane al final de su vida no provenía simplemente de haber perdido el tierno conjunto de relaciones humanas que tuvo en su infancia, sino de haberse empeñado en perderlas y de haber dedicado su vida entera a estropearlas. No es que no las tuviera sino que se dio cuenta de que ya ni siquiera las merecía... Pero al multimillonario Kane seguro que le envidiaba muchísima gente, me dirás. Seguro que muchos pensaban: «¡Ése sí que sabe vivir!» Bueno, ¿y qué? ¡Despierta de una vez, criatura! Los demás, desde fuera, pueden envidiarle a uno y no saber que en ese mismo momento nos estamos muriendo de cáncer. ¿Vas a preferir darle gusto a los demás que satisfacerte a ti mismo? Kane consiguió todo lo que había oído decir que hace feliz a una persona: dinero, poder, influencia, servidumbre... Y descubrió finalmente que a él, dijeran lo que dijeran, le faltaba lo fundamental: el auténtico afecto, el auténtico respeto y aun el auténtico amor de personas libres, de personas a las que él tratara como personas y no como a cosas. Me dirás a lo mejor que ese Kane era un poco raro, como suelen serlo los protagonistas de las películas. Mucha gente se hubiera sentido de lo más satisfecha viviendo en semejante palacio y con tales lujos: la mayoría, me asegurarás en plan cínico, no se hubiera acordado del trineo «Rosebud» para nada. A lo mejor Kane estaba algo chalado... ¡mira que sentirse desgraciado con tantas cosas como tenía! Y yo te digo que dejes a la gente en paz y que sólo pienses en ti mismo. La buena vida que tú quieres ¿es algo así como la de Kane? ¿Te conformas con el plato de lentejas de Esaú? No respondas demasiado de prisa. Precisamente la ética lo que intenta es averiguar en qué consiste en el fondo, más allá de lo que nos cuentan o de lo que vemos en los anuncios de la tele, esa dichosa buena vida que nos gustaría pegarnos. A estas alturas ya sabemos que ninguna buena vida puede prescindir de las cosas (nos hacen falta lentejas, que tienen mucho hierro) pero aún menos puede pasarse de personas. A las cosas hay que manejarlas como a cosas y a las personas hay que tratarlas como personas: de este modo las cosas nos ayudarán en muchos aspectos y las personas en uno fundamental, que ninguna cosa puede suplir, el de ser humanos. ¿Se trata de una chaladura mía o del ciudadano Kane? A lo mejor ser humanos no es cosa importante porque queramos o no ya lo somos sin remedio... ¡Pero se puede ser humano-cosa o humano-humano, humano simplemente preocupado en ganarse las cosas de la vida -todas las cosas, cuanto más cosas, mejor- y humano dedicado a disfrutar de la humanidad vivida entre personas! Por favor, no te rebajes; deja las rebajas para los grandes almacenes, que es lo suyo. Estoy de acuerdo en que muchos a primera vista no le conceden demasiada importancia a lo que estoy diciendo. ¿ Son de fiar? ¿Son los más listos o simplemente los que menos atención le prestan al asunto más importante, a su vida? Se puede ser listo para los negocios o para la política y un solemne borrico para cosas más serias, como lo de vivir bien o no. Kane era enormemente listo en lo que se refería al dinero y la manipulación de la gente, pero al final se dio cuenta de que estaba equivocado en lo fundamental. Metió la pata en donde más le convenía acertar. Te repito una palabra que me parece crucial para este asunto: atención. No me refiero a la atención del búho, que no habla pero se fija mucho (según el viejo chiste, ya sabes), sino a la disposición a reflexionar sobre lo que se hace y a intentar precisar lo mejor posible el sentido de esa «buena vida» que queremos vivir. Sin cómodas pero peligrosas simplificaciones, procurando comprender toda la complejidad del asunto este de vivir (me refiero a vivir humanamente), que se las trae. Yo creo que la primera e indispensable condición ética es la de estar decidido a no vivir de cualquier modo: estar convencido de que no todo da igual aunque antes o después vayamos a morirnos. Cuando se habla de «moral» la gente suele referirse a esas órdenes y costumbres que suelen respetarse, por lo menos aparentemente y a veces sin saber muy bien por qué. Pero quizá el verdadero intríngulis no esté en someterse a un código o en llevar la contraria a lo establecido (que es también someterse a un código, pero al revés) sino en intentar comprender. Comprender por qué ciertos comportamientos nos convienen y otros no, comprender de qué va la vida y qué es lo que puede hacerla «buena» para nosotros los humanos. Ante todo, nada de contentarse con ser tenido por bueno, con quedar bien ante los demás, con que nos den aprobado... Desde luego, para ello será preciso no sólo fijarse en plan búho o con timorata obediencia de robot, sino también hablar con los demás, dar razones y escucharlas. Pero el esfuerzo de tomar la decisión tiene que hacerlo cada cual en solitario: nadie puede ser libre por ti. De momento te dejo dos cuestiones para que vayas rumiando. La primera es ésta: ¿Por qué está mal lo que está mal? Y la segunda es todavía más bonita: ¿en qué consiste lo de tratar a las personas como a personas? Si sigues teniendo paciencia conmigo, intentaremos empezar a responder en los dos próximos capítulos.
Vete leyendo...
«Es la debilidad del hombre lo que le hace sociable; son nuestras comunes miserias las que inclinan nuestros corazones a la humanidad; si no fuésemos hombres, no le deberíamos nada. Todo apego es un signo de insuficiencia: si cada uno de nosotros no tuviese ninguna necesidad de los demás, ni siquiera pensaría en unirse a ellos. Así de nuestra misma deficiencia nace nuestra frágil dicha. Un ser verdaderamente feliz es un ser solitario: sólo Dios goza de una felicidad absoluta; pero ¿quién de nosotros tiene idea de cosa semejante? Si alguien imperfecto pudiese bastarse a sí mismo, ¿de qué gozaría, según nosotros? Estaría solo, sería desdichado. Yo no concibo que quien no tiene necesidad de nada pueda amar algo: y no concibo que quien no ame nada pueda ser feliz» (Jean-Jacques Rousseau, Emilio). «En efecto, por lo que respecta a aquellos cuya atareada pobreza ha usurpado el nombre de riqueza, tienen su riqueza como nosotros decimos que tenemos fiebre, siendo así que es ella la que nos tiene cogidos» (Séneca, Cartas a Lucilio). . «Como la razón no exige nada que sea contrario a la naturaleza, exige, por consiguiente, que cada cual se ame a sí mismo, busque su utilidad propia -10 que realmente le sea útil-, apetezca todo aquello que conduce realmente al hombre a una perfección mayor y, en términos absolutos, que cada cual se esfuerce cuanto está en su mano por conservar su ser. ( ... ). Y así, nada es más útil al hombre que el hombre; quiero decir que nada pueden desear los hombres que sea mejor para la conservación de su ser que el concordar todos en todas las cosas, de suerte que las almas de todos formen como una sola alma, y sus cuerpos como un solo cuerpo, esforzándose todos a la vez, cuanto puedan, en conservar su ser y buscando todos a una la común utilidad, de donde se sigue que los hombres que se guían por la razón, es decir, los hombres que buscan su utilidad bajo la guía de la razón, no apetecen para sí nada que no deseen para los demás hombres, y, por ello, son justos, dignos de confianza y honestos» (Spinoza, Ética).
Preguntas:
¡ DESPIERTA, BABY!
Breve resumen de lo anteriormente publicado. El cazador Esaú, convencido de que para cuatro días que va a vivir uno todo da igual, sigue el consejo de su barriga y renuncia a su derecho de primogenitura por un buen plato de lentejas (Jacob fue generoso al menos en eso y le dejó repetir dos veces). El ciudadano Kane, por su parte, se dedicó durante muchos años a vender a todas las personas para poder comprarse todas las cosas; al final de su vida reconoce que cambiaría si pudiera su almacén repleto de cosas carísimas por la única cosa humilde -un viejo trineo- que le recordaba a cierta persona: a él mismo, antes de dedicarse a la compraventa, cuando prefería amar y ser amado que poseer o dominar. Tanto Esaú como Kane estaban convencidos de hacer lo que querían, pero ninguno de ellos parece que consiguió darse una buena vida. Y sin embargo, si se les hubiera preguntado qué es lo que deseaban de veras, habrían respondido lo mismo que tú (o que yo, claro): «Quiero darme la buena vida.» Conclusión: está bastante claro lo que queremos (darnos la buena vida) pero no lo está tanto en que consiste eso de «la buena vida». Y es que querer la buena vida no es un querer cualquiera, como cuando uno quiere lentejas, cuadros, electrodomésticos o dinero. Todos estos quereres son por decirlo así simples, se fijan en un solo aspecto de la realidad: no tienen perspectiva de conjunto. No hay nada malo en querer lentejas cuando se tiene hambre, desde luego: pero en el mundo hay otras cosas, otras relaciones, fidelidades debidas al pasado y esperanzas suscitadas por lo venidero, no sé, mucho más, todo lo que se te ocurra. En una palabra, no sólo de lentejas vive el hombre. Por conseguir sus lentejas, Esaú sacrificó demasiados aspectos importantes de su vida, la simplificó más de lo debido. Actuó, como ya te he dicho, bajo el peso de la inminencia de la muerte. La muerte es una gran simplificadora: cuando estás a punto de estirar la pata importan muy pocas cosas (la medicina que puede salvarte, el aire que aún consiente en llenarte los pulmones una vez más ... ). La vida, en cambio, es siempre complejidad y casi siempre complicaciones. Si rehúyes toda complicación y buscas la gran simpleza (¡vengan las lentejas!) no creas que quieres vivir más y mejor sino morirte de una vez. Y hemos dicho que lo que realmente deseamos es la buena vida, no la pronta muerte. De modo que Esaú no nos sirve como maestro. También Kane simplificaba a su modo la cuestión. A diferencia de Esaú, no era derrochador, sino acumulador y ambicioso. Lo que quería era poder para manejar a los hombres y dinero para comprar cosas, muchas cosas bonitas y seguramente útiles. No tengo nada, figúrate, contra intentar conseguir dinero ni contra la afición a las cosas hermosas o útiles. No me fío de esa gente que dice que no se interesa por el dinero y que asegura no necesitar nada de nada. A lo mejor estoy hecho de barro muy mal cocido, pero no me hace ninguna gracia quedarme sin blanca y si mañana los ladrones me desvalijaran la casa y se llevaran mis libros (temo que poco más podrían llevarse) me sentaría como un tiro. Sin embargo, el deseo de tener más y más (dinero, cosas ... ) tampoco me parece del todo sano. La verdad es que las cosas que tenemos nos tienen ellas también a nosotros en contrapartida: lo que poseemos nos posee. Me explico. Un día, un sabio budista le decía a su discípulo esto mismo que te estoy diciendo y el discípulo le miraba con la misma cara rara («este tío está chalao») con la que a lo mejor tú lees esta página. Entonces el sabio preguntó al discípulo: «¿Qué es lo que más te gusta de esta habitación?» El avispado alumno señaló una estupenda copa de oro y marfil que debía costar su buena pasta. «Bueno, cógela», dijo el sabio, y el muchacho, sin esperar a que se lo dijeran dos veces, agarró firmemente la joyita con la mano derecha. «No se te ocurra soltarla, ¿eh?», observó el maestro con cierta guasa; y después añadió: «¿Y no hay ninguna otra cosa que te guste también?» El discípulo reconoció que la bolsa llena de dinerito contante y sonante que estaba sobre la mesa tampoco le producía repugnancia. «Pues nada, ¡a por ella!», le animó el otro. Y el chico empuñó fervorosamente la bolsa con su mano izquierda. «Y ahora ¿qué?», preguntó al maestro con cierto nerviosismo. Y el sabio repuso: «Ahora ¡ráscate!» No había manera, claro. ¡Y mira que puede llegar uno a necesitar rascarse cuando le pica alguna parte del cuerpo... o aun del alma! Con las manos ocupadas, no puede uno rascarse a gusto ni hacer otros muchos gestos. Lo que tenemos muy agarrado nos agarra también a su modo... o sea que más vale tener cuidado con no pasarse. En cierta forma, eso es lo que le ocurrió a Kane: tenía las manos y el alma tan ocupadas con sus posesiones que de pronto sintió un extraño picor y no supo con qué rascarse. La vida es más complicada de lo que Kane suponía, porque las manos no sólo sirven par coger sino también para rascarse o para acariciar. Pero la equivocación fundamental de ese personaje, si el que se equivoca no soy yo, fue otra. Obsesionado por conseguir cosas y dinero, trató a la gente como si también fueran cosas. Consideraba que en eso consiste tener poder sobre ellas. Grave simplificación: la mayor complejidad de la vida es precisamente ésa, que las personas no son cosas. Al principio no encontró dificultades: las cosas se compran y se venden y Kane compró y vendió también personas. De momento no le pareció que hubiese gran diferencia. Las cosas se usan mientras sirven y luego se tiran: Kane hizo lo mismo con los que le rodeaban y se diría que todo marchaba bien. Tal como poseía las cosas, Kane se propuso poseer personas, dominarlas, manejarlas a su gusto. Así se portó con sus amantes, con sus amigos, con sus empleados, con sus rivales políticos, con todo bicho viviente. Desde luego hizo mucho daño a los demás, pero lo peor desde su punto de vista (el punto de vista de alguien que suponemos quería darse «buena vida», ya sabes) es que se fastidió seriamente a sí mismo. Intentaré aclararte esto porque me parece de la mayor importancia. Desengáñate: de una cosa -aunque sea la mejor cosa del mundo- sólo pueden sacarse... cosas. Nadie es capaz de dar lo que no tiene, ¿verdad?, ni mucho menos nada puede dar más de lo que es. Las lentejas son útiles para quitar el hambre pero no ayudan a aprender francés, por ejemplo; el dinero, por su parte, sirve para casi todo y sin embargo no puede comprar una verdadera amistad (a fuerza de pasta se consigue servilismo, compañía de gorrones o sexo mercenario, pero nada más). Vamos, que un vídeo le puede prestar a otro vídeo una pieza pero no puede darle un beso... Si los hombres fuésemos simples cosas, con lo que las cosas pueden darnos nos bastaría. Pero ésa es la complicación de que te hablaba: que como no somos puras cosas, necesitamos «cosas» que las cosas no tienen. Cuando tratamos a los demás como cosas, a la manera en que lo hacía Kane, lo que recibimos de ellos son también cosas: al estrujarlos sueltan dinero, nos sirven (como si fueran instrumentos mecánicos), salen, entran, se frotan contra nosotros o sonríen cuando apretamos el debido botón... Pero de este modo nunca nos darán esos dones más sutiles que sólo las personas pueden dar. No conseguiremos así ni amistad, ni respeto, ni mucho menos amor. Ninguna cosa (ni siquiera un animal, porque la diferencia entre su condición y la nuestra es demasiado grande) puede brindarnos esa amistad respeto, amor... en resumen, esa complicidad fundamental que sólo se da entre iguales y que a ti o a mí o a Kane, que somos personas, no nos pueden ofrecer más que otras personas a las que tratemos como a tales. Lo del trato es importante, porque ya hemos dicho que los humanos nos humanizamos unos a otros. Al tratar a las personas como a personas y no como a cosas (es decir, al tomar en cuenta lo que quieren o lo que necesitan y no sólo lo que puedo sacar de ellas) estoy haciendo posible que me devuelvan lo que sólo una persona puede darle a otra. A Kane se le olvidó este pequeño detalle y de pronto (pero demasiado tarde) se dio cuenta de que tenía de todo salvo lo que nadie más que otra persona puede dar: aprecio sincero o cariño espontáneo o simple compañía inteligente. Como a Kane nunca nada pareció importarle salvo el dinero, a nadie le importaba nada de Kane salvo su dinero. Y el gran hombre sabía, además, que era por culpa suya. A veces uno puede tratar a los demás como a personas y no recibir más que coces, traiciones o abusos. De acuerdo. Pero al menos contamos con el respeto de una persona, aunque no sea más que una: nosotros mismos. Al no convertir a los otros en cosas defendemos por lo menos nuestro derecho a no ser cosas para los otros. Intentamos que el mundo de las personas -ese mundo en el que unas personas tratan como tales a otras, el único en el que de veras se puede vivir bien- sea posible. Supongo que la desesperación del ciudadano Kane al final de su vida no provenía simplemente de haber perdido el tierno conjunto de relaciones humanas que tuvo en su infancia, sino de haberse empeñado en perderlas y de haber dedicado su vida entera a estropearlas. No es que no las tuviera sino que se dio cuenta de que ya ni siquiera las merecía... Pero al multimillonario Kane seguro que le envidiaba muchísima gente, me dirás. Seguro que muchos pensaban: «¡Ése sí que sabe vivir!» Bueno, ¿y qué? ¡Despierta de una vez, criatura! Los demás, desde fuera, pueden envidiarle a uno y no saber que en ese mismo momento nos estamos muriendo de cáncer. ¿Vas a preferir darle gusto a los demás que satisfacerte a ti mismo? Kane consiguió todo lo que había oído decir que hace feliz a una persona: dinero, poder, influencia, servidumbre... Y descubrió finalmente que a él, dijeran lo que dijeran, le faltaba lo fundamental: el auténtico afecto, el auténtico respeto y aun el auténtico amor de personas libres, de personas a las que él tratara como personas y no como a cosas. Me dirás a lo mejor que ese Kane era un poco raro, como suelen serlo los protagonistas de las películas. Mucha gente se hubiera sentido de lo más satisfecha viviendo en semejante palacio y con tales lujos: la mayoría, me asegurarás en plan cínico, no se hubiera acordado del trineo «Rosebud» para nada. A lo mejor Kane estaba algo chalado... ¡mira que sentirse desgraciado con tantas cosas como tenía! Y yo te digo que dejes a la gente en paz y que sólo pienses en ti mismo. La buena vida que tú quieres ¿es algo así como la de Kane? ¿Te conformas con el plato de lentejas de Esaú? No respondas demasiado de prisa. Precisamente la ética lo que intenta es averiguar en qué consiste en el fondo, más allá de lo que nos cuentan o de lo que vemos en los anuncios de la tele, esa dichosa buena vida que nos gustaría pegarnos. A estas alturas ya sabemos que ninguna buena vida puede prescindir de las cosas (nos hacen falta lentejas, que tienen mucho hierro) pero aún menos puede pasarse de personas. A las cosas hay que manejarlas como a cosas y a las personas hay que tratarlas como personas: de este modo las cosas nos ayudarán en muchos aspectos y las personas en uno fundamental, que ninguna cosa puede suplir, el de ser humanos. ¿Se trata de una chaladura mía o del ciudadano Kane? A lo mejor ser humanos no es cosa importante porque queramos o no ya lo somos sin remedio... ¡Pero se puede ser humano-cosa o humano-humano, humano simplemente preocupado en ganarse las cosas de la vida -todas las cosas, cuanto más cosas, mejor- y humano dedicado a disfrutar de la humanidad vivida entre personas! Por favor, no te rebajes; deja las rebajas para los grandes almacenes, que es lo suyo. Estoy de acuerdo en que muchos a primera vista no le conceden demasiada importancia a lo que estoy diciendo. ¿ Son de fiar? ¿Son los más listos o simplemente los que menos atención le prestan al asunto más importante, a su vida? Se puede ser listo para los negocios o para la política y un solemne borrico para cosas más serias, como lo de vivir bien o no. Kane era enormemente listo en lo que se refería al dinero y la manipulación de la gente, pero al final se dio cuenta de que estaba equivocado en lo fundamental. Metió la pata en donde más le convenía acertar. Te repito una palabra que me parece crucial para este asunto: atención. No me refiero a la atención del búho, que no habla pero se fija mucho (según el viejo chiste, ya sabes), sino a la disposición a reflexionar sobre lo que se hace y a intentar precisar lo mejor posible el sentido de esa «buena vida» que queremos vivir. Sin cómodas pero peligrosas simplificaciones, procurando comprender toda la complejidad del asunto este de vivir (me refiero a vivir humanamente), que se las trae. Yo creo que la primera e indispensable condición ética es la de estar decidido a no vivir de cualquier modo: estar convencido de que no todo da igual aunque antes o después vayamos a morirnos. Cuando se habla de «moral» la gente suele referirse a esas órdenes y costumbres que suelen respetarse, por lo menos aparentemente y a veces sin saber muy bien por qué. Pero quizá el verdadero intríngulis no esté en someterse a un código o en llevar la contraria a lo establecido (que es también someterse a un código, pero al revés) sino en intentar comprender. Comprender por qué ciertos comportamientos nos convienen y otros no, comprender de qué va la vida y qué es lo que puede hacerla «buena» para nosotros los humanos. Ante todo, nada de contentarse con ser tenido por bueno, con quedar bien ante los demás, con que nos den aprobado... Desde luego, para ello será preciso no sólo fijarse en plan búho o con timorata obediencia de robot, sino también hablar con los demás, dar razones y escucharlas. Pero el esfuerzo de tomar la decisión tiene que hacerlo cada cual en solitario: nadie puede ser libre por ti. De momento te dejo dos cuestiones para que vayas rumiando. La primera es ésta: ¿Por qué está mal lo que está mal? Y la segunda es todavía más bonita: ¿en qué consiste lo de tratar a las personas como a personas? Si sigues teniendo paciencia conmigo, intentaremos empezar a responder en los dos próximos capítulos.
Vete leyendo...
«Es la debilidad del hombre lo que le hace sociable; son nuestras comunes miserias las que inclinan nuestros corazones a la humanidad; si no fuésemos hombres, no le deberíamos nada. Todo apego es un signo de insuficiencia: si cada uno de nosotros no tuviese ninguna necesidad de los demás, ni siquiera pensaría en unirse a ellos. Así de nuestra misma deficiencia nace nuestra frágil dicha. Un ser verdaderamente feliz es un ser solitario: sólo Dios goza de una felicidad absoluta; pero ¿quién de nosotros tiene idea de cosa semejante? Si alguien imperfecto pudiese bastarse a sí mismo, ¿de qué gozaría, según nosotros? Estaría solo, sería desdichado. Yo no concibo que quien no tiene necesidad de nada pueda amar algo: y no concibo que quien no ame nada pueda ser feliz» (Jean-Jacques Rousseau, Emilio). «En efecto, por lo que respecta a aquellos cuya atareada pobreza ha usurpado el nombre de riqueza, tienen su riqueza como nosotros decimos que tenemos fiebre, siendo así que es ella la que nos tiene cogidos» (Séneca, Cartas a Lucilio). . «Como la razón no exige nada que sea contrario a la naturaleza, exige, por consiguiente, que cada cual se ame a sí mismo, busque su utilidad propia -10 que realmente le sea útil-, apetezca todo aquello que conduce realmente al hombre a una perfección mayor y, en términos absolutos, que cada cual se esfuerce cuanto está en su mano por conservar su ser. ( ... ). Y así, nada es más útil al hombre que el hombre; quiero decir que nada pueden desear los hombres que sea mejor para la conservación de su ser que el concordar todos en todas las cosas, de suerte que las almas de todos formen como una sola alma, y sus cuerpos como un solo cuerpo, esforzándose todos a la vez, cuanto puedan, en conservar su ser y buscando todos a una la común utilidad, de donde se sigue que los hombres que se guían por la razón, es decir, los hombres que buscan su utilidad bajo la guía de la razón, no apetecen para sí nada que no deseen para los demás hombres, y, por ello, son justos, dignos de confianza y honestos» (Spinoza, Ética).
Preguntas:
- Explica con tus propias palabras la siguiente pregunta que formula Savater: “¿Vas a preferir darle gusto a los demás que satisfacerte a ti mismo?”
- ¿Por qué lo más importante es estar atentos? ¿A qué se refiere Savater con poner “atención”?
- Responda los dos interrogantes de Savater: “¿Por qué está mal lo que está mal? Y la segunda es todavía más bonita: ¿en qué consiste lo de tratar a las personas como a personas?
Trabajo de Filosofía para grado décimo (10).
El Efecto Mariposa.
Luego de ver la película responda las siguientes preguntas:
El Efecto Mariposa.
Luego de ver la película responda las siguientes preguntas:
- La película esta basada en la teoría del caos Dicha teoría reza que el vuelo de una mariposa en China puede provocar un tornado en Estados Unidos. Una simple forma de decir que cualquier hecho insignificante que tenga lugar en nuestras vidas, por pequeño o nimio que sea, puede tener grandes repercusiones futuras. ¿Es posible considerar que podemos alterar nuestra realidad y también la de los demás con acciones, por más pequeñas o simples que nos parezcan? Mencione ejemplos.
- ¿Por qué cada vez que Evan cambia algo en el pasado al regresar al presente sus acciones tienen consecuencias que no puede anticipar?
- ¿Cómo Evan soluciona el problema de regresar al pasado y no poder crear una realidad en la que Kayleigh y él puedan ser felices?
Nota: Cualquier intento de plagio supondrá una falta gravé y la anulación del trabajo.
Trabajo de Nivelación de ética para grado Décimo
Docente: Germán Conde Rodríguez
Lea con atención y responda las siguientes preguntas:
Docente: Germán Conde Rodríguez
Lea con atención y responda las siguientes preguntas:
- Explica la siguiente frase: “Como nadie es capaz de saberlo todo, no hay más remedio que elegir y aceptar con humildad lo mucho que ignoramos”
- Estamos de acuerdo en que no es necesario saber de todo. Ahora bien, hay cosas que hay que saber porque en ello, como suele decirse, nos va la vida: pon algún ejemplo de aquello que consideras fundamental saber para tu vida.
- Explica la siguiente frase: “Se puede vivir de muchos modos pero hay modos que no dejan vivir”
- En sentido general, ¿a qué solemos llamar “bueno” y a qué “malo”?
- A veces no resulta fácil distinguir entre lo “bueno” y lo “malo”. En ocasiones lo malo parece resultar más o menos bueno y lo bueno más o menos malo: pon ejemplos.
- Los sabios suelen estar de acuerdo en los principios fundamentales de la ciencia que dominan, en cambio, sus opiniones distan de ser semejantes en lo que respecta a la manera de vivir: cita algunas opiniones contradictorias relativas a formas de vivir.
- Explica la siguiente frase: “Lo único en que a primera vista todos estamos de acuerdo es en que no estamos de acuerdo con todos”
- ¿cuál es la diferencia entre el comportamiento humano y el comportamiento animal?
- Explica la siguiente frase: “No hay animales malos ni buenos en la naturaleza”
- ¿A qué nos referimos cuando hablamos de LIBERTAD?
- Explica la siguiente frase: “Es mejor decir q no hay libertad para no reconocer que libremente se prefiere lo más fácil”
- Explica la siguiente frase: “El hombre es libre porque no le queda otro remedio que serlo”
- Si vamos a ser sinceros… la mayoría de nuestros actos los hacemos casi súbitamente… de manera casi instintiva: cita algunos de tus actos más o menos automáticos, es decir cosas que haces sin pensar tanto.
- Explica la siguiente frase: “A veces darle demasiadas vueltas a lo que uno va a hacer nos paraliza”
- Si reflexionas retrospectivamente sobre tus actos y te interrogas sobre el porqué de los mismos, siempre hallarás una serie de motivos como explicación a tu comportamiento: ¿qué es, pues, un “motivo?
- Los motivos podríamos clasificarlos en cuatro grupos: Órdenes, costumbres, caprichos, funcionales…. Explícalos brevemente y pon ejemplos.
- Cada uno de esos tipos de motivo inclina tu conducta en una dirección u otra… pero no todos tienen el mismo peso en cada ocasión… Cada tipo de motivos tiene su propio peso y te condiciona a su modo. Analicemos, por ejemplo, los dos primeros tipos de motivos, es decir, las órdenes y las costumbres: ¿de dónde sacan su fuerza?
- ¿Qué cosa tienen en común las órdenes y costumbres que les diferencian de los caprichos?
- Probablemente te sientes más libre al hacer tu capricho que al seguir la costumbre o al cumplir órdenes; ahora bien, no siempre actuar caprichosamente es sinónimo de libertad: ¿por qué?
- La moral se centra en el problema del “bien” y del “mal” (de la “vida buena” y de la “vida mala”). Ahora bien, has de tener en cuenta que las palabras “bueno” y “malo” no sólo se aplican a comportamientos morales, ni siquiera sólo a personas: pon ejemplos y explica, en cada caso, por qué merecen el calificativo de “bueno” o “malo”.
Trabajo Nivelación
Filosofía
Grado: Décimo
Docente: Germán Conde Rodríguez
INTRODUCCIÓN A LA FILOSOFÍA por Ricardo Etchegaray
1. Hacerse amigo de la sabiduría
El objetivo de esta obra es acceder a los modelos de pensamiento en las filosofías, las ciencias, las artes y las técnicas, que puedan ser útiles o interesantes para aquellas personas que están vinculadas y comprometidas en las "cuestiones sociales", acompañando el trabajo, el conocimiento y el dolor cotidianos de los múltiples actores sociales que actualmente luchan por dignificar su existencia y contra las formas de dominación e injusticia. Los que se han preocupado y ocupado de las "cuestiones sociales" alguna vez, saben que éstas son realidades complejas y la historia enseña que la filosofía es una actividad ligada a lo complejo, que requiere del deseo, de la amistad, del compañerismo, de la pasión y, de aquello que se podría llamar, el "gusto por lo complejo". Puede parecer extraño que se hable de gustos en el ámbito del saber, ya que se suele suponer que los gustos, los deseos o las pasiones, pertenecen a la esfera de la sensibilidad mientras que el saber sería propio del ámbito de la razón. Sin embargo, el significado del término saber está emparentado etimológicamente con el de sabor. Por ejemplo: que "la comida sabe bien" quiere decir que tiene buen sabor, que es agradable al gusto. De alguna manera la filosofía está vinculada con el gusto y la sensibilidad porque supone cierto amor y amistad (filo).
De lo anterior se sigue que no se trata de una actividad neutra, "objetiva", desinteresada o descomprometida, sino todo lo contrario. La práctica de la filosofía requiere del compromiso y de la pasión. Sin embargo, no hay que suponer que aquellas pasiones (o, como lo llamaban los griegos: aquel pathos) requeridas como condición, se encuentren ya desarrolladas de manera "natural" en todos los lectores que se aventuran en esta empresa, aunque sí se supone en los lectores de este libro cierta curiosidad, cierta inquietud ante la realidad vivida, cierto descontento o insatisfacción con el saber anteriormente adquirido. Se supone también cierta confianza en que el diálogo con los grandes pensadores de la tradición filosófica vaya fortalecimiento los lazos de "amistad con la sabiduría" (dicho en griego: filosofía) buscados, tal vez oscuramente o tal vez infructuosamente, en los aprendizajes anteriores. Se supone finalmente cierto espíritu de aventura, cierta ansia de lucha y de polémica[1], cierta valentía para enfrentar los riesgos de la travesía, cierta soberbia para encarar a los campeones del pensamiento, cierta humildad acorde con nuestra ignorancia. Las fuerzas de las pasiones requeridas para la tarea que se emprende están presentes, al menos virtualmente, en cada uno de los lectores y podrán ser despertadas, inflamadas y educadas cuando resulten necesarias. En todo caso, es menester estar atentos, "velar las armas", evaluar las fuerzas, cuidarlas.
El verbo "pensar" deriva de "pesar" y "sopesar", que significan "ponderar el peso de algo", "examinar algo". La etimología permite advertir que los pensamientos pesan, que ejercen una fuerza, que gravitan. Es como si con los pensamientos ocurriese lo mismo que con los cuerpos: varían sus masas y varían sus pesos, lo que determina que se requieran distintas fuerzas para poder ser levantados o sostenidos. Es prudente, en consecuencia, ponderar las propias fuerzas a la hora de enfrentar, sostener o levantar un pensamiento. No se trata, simplemente, de no poder entender un pensamiento o de no poder aprehenderlo completamente, porque hay pensamientos que pueden, literalmente, aplastarnos. Es menester, entonces, cuidar las propias fuerzas.
2. Elevación y conversión
El título de este capítulo puede llamar a engaño, puesto que se entiende por introducción la acción de entrar a un lugar o ámbito y, lógicamente, sólo podemos entrar si estamos afuera. Así, "introducción a la filosofía" significaría entrar, desde afuera, desde lo que no es filosofía, al ámbito interior de la filosofía. El engaño consiste en que esto no es posible: no se puede ingresar a la filosofía sino filosóficamente, haciendo filosofía, filosofando. Paradójicamente, se ingresa desde dentro. Pero si lo que se hace al ingresar es lo mismo que se hace una vez ingresados, no se trata de dos actividades diferentes y la distinción afuera/adentro no resulta ya adecuada. Martin Heidegger advierte que una "introducción a la filosofía" no es un tránsito de afuera hacia adentro porque la filosofía es una actividad que pertenece a la esencia del hombre y, en consecuencia, en tanto somos hombres, en tanto existimos, de alguna manera, filosofamos. Pero, aunque el filosofar es propio de la esencia humana, sin embargo no siempre está "activado", no siempre está "despierto" y, en tal caso, el objeto de una "introducción a la filosofía" no es transitar desde exterior hacia el interior sino poner en actividad la propia esencia, despertar al pensar[2].
Algunos autores prefieren hablar de iniciación en la filosofía, pero el término suscita los mismos equívocos y el engaño subsecuente. En consecuencia, esta introducción no será entendida como un tránsito de afuera hacia adentro, sino como una elevación desde lo más simple hacia lo más complejo. Si se trata de iniciarse en la filosofía hay que comenzar por lo más simple.
En cualquier caso, el movimiento de elevación de lo simple a lo complejo requerirá de un proceso paralelo de conversión. "Con-vertirse" significa "volcarse junto con...", "vertirse conjuntamente". Es menester transformarse a sí mismos para poder "volcarse junto con otros" en este proceso. Heráclito decía que no podemos bañarnos dos veces en el mismo río. Esto es así, no solamente porque el río en el que nos sumergimos y del que emergemos ya no es el mismo, sino también porque nosotros, al salir del río, ya no somos los mismos que cuando entramos. Pero el concepto de "conversión" no hace referencia a cualquier transformación individual o exterior, sino a un cambio radical en la forma de vida personal o comunitaria. Los filósofos y teólogos cristianos estudiaron las condiciones psicológicas, sociales, ontológicas y salvíficas de los procesos de conversión. La iniciación en la filosofía, si se trata verdaderamente de filosofía, conlleva necesariamente un proceso de conversión, de un cambio radical del modo de vivir.
3. Historicidad e incertidumbre ante la totalidad
Si bien iniciarse en la filosofía es un proceso de elevación de lo simple a lo complejo, este proceso no se inició con nuestra iniciación sino que hemos sido precedidos por una tradición de dos mil setecientos años. Nos iniciamos en algo que, en cierto sentido, ya está iniciado desde hace mucho tiempo y ha sido desarrollado en la tradición europea-occidental nacida con los antiguos griegos. Abordamos un navío que ya ha navegado por mares conocidos y desconocidos. Sin embargo, se advertirá enseguida que la filosofía es una actividad, una praxis que, como toda acción, existe mientras se la hace, mientras se actúa o actualiza. Se podría decir, en cierto sentido, que la filosofía necesita de nosotros, requiere de nuestra praxis para seguir existiendo. Pero, paradójicamente, no podemos actuar, actualizar o activar la filosofía sin tener en cuenta el proceso histórico en el que se inventó, se desarrolló y se recreó. Desde esta perspectiva, como ha mostrado Hegel, la filosofía se identifica con su historia. Ya sea que nos consideremos continuadores de esta historia, ya sea que la impugnemos en parte o globalmente (como Nietzsche o Heidegger), la actividad filosófica está inserta en la tradición o en las tradiciones, que nos remiten a su historia. Que la filosofía es histórica significa aquí que el pensamiento siempre está situado en una época singular, en un mundo concreto. No se trata entonces de una colección de dichos y sentencias de distintos filósofos a lo largo de la historia ni se trata de pensamientos que sean verdaderos independientemente del momento histórico en que se los enuncie o piense. No solamente hay que considerar las condiciones históricas de las filosofías sino que es necesario partir de cierta conciencia histórica de nuestra propia época y del mundo que nos ha tocado.
Los seres humanos vivimos hoy, a comienzos del siglo XXI, en un mundo estallado, roto, fragmentado, dislocado. Vivimos en un mundo que ya no puede constituirse como tal, en tanto el significado del concepto "mundo" implica una "totalización de sentido", una única realidad en la que las cosas, los hombres y Dios o los dioses se relacionan, vinculan y articulan entre sí formando las partes o los momentos de una totalidad que los engloba, los comprende, les confiere identidad y sentido. Vivimos en una época paradójica, ya que al mismo tiempo que se produce una tendencia a la "globalización", a la planetarización de un modo de vida propiciado por el mercado y por la ciencia y la técnica modernas, sentimos, percibimos y experimentamos (lo que podríamos llamar) una incertidumbre ante la totalidad. Los hombres de hoy sabemos que los saberes de las ciencias y los instrumentos de las técnicas han permitido a la civilización occidental desarrollar un poder incomparable con el de cualquier época anterior, que permite dominar, controlar y utilizar las energías naturales para que sirvan a los fines humanos. El vapor, el petróleo, la electricidad, la energía atómica se someten a las necesdades de los hombres y se doblegan a sus imposiciones. Sabemos cómo operar y las máquinas que hemos inventado lo hacen eficientemente. Incluso estamos en condiciones de suplir el esfuerzo del trabajo humano por "sistemas expertos" y robots más eficientes, más productivos, más económicos, incluso más limpios y obedientes. Sin embargo, la contracara de estos éxitos, que nos ponen en una situación histórica absolutamente novedosa e inédita, es la incertidumbre ante la totalidad: cuanto más riguroso es nuestro control sobre cada uno de estos procesos, más inestable y descontrolado se vuelve el conjunto; cuanto mayor es el dominio sobre la energía atómica, mayores son los riesgos de la extinción nuclear y de la contaminación radioactiva; cuanto más productivos y eficientes son los procesos de trabajo, mayor es la desocupación estructural; cuantos más datos se tienen sobre las lejanías del espacio exterior o del espacio subatómico, más incertidumbre se genera sobre las cercanías: sobre las desigualdades sociales crecientes, sobre las injusticias cotidianas, sobre los exterminios masivos de la historia reciente. Pareciera que la civilización occidental ha generado y desatado un poder inédito que ha desbordado completamente nuestra capacidad de control y cuyos efectos son inversamente proporcionales a los esfuerzos que se realizan para controlarlo. Cuanto mayor es el intento de control, mayor es la imprevisibilidad y la incertidumbre que se generan.
Planteado de otra manera: cuanto más racionales son nuestros medios e instrumentos, más irracionales son los fines o el sentido de las acciones transformadoras. Pareciera que los medios, los instrumentos, las máquinas, los métodos, funcionaran de acuerdo a una racionalidad u orden, que ha llegado a ser completamente autónomo de los fines u objetivos. La "racionalidad" instrumental consiste en calcular los medios para alcanzar determinados fines con el menor gasto y el mayor rédito posibles. Es una lógica que permite ordenar las cosas, los objetos útiles, lo manipulable. En el ámbito económico, entendido como aquel donde se administran los recursos, esta lógica es completamente lícita, pero cuando se pretende extenderla a toda realidad, incluyendo el ámbito de lo humano y social, resulta inadecuada porque ordena a las personas y a los sujetos sociales como si fuesen cosas. El resultado de esta extensión de la racionalidad instrumental hacia todos los ámbitos de la realidad es la pérdida del sentido y la cosificación de lo humano.
Desde la perspectiva de la "racionalidad" instrumental sólo se considera objetivo y racional aquello que tiene una utilidad, lo que sirve para algo. Así, la ciencia y la técnica conocen y producen objetos útiles, como por ejemplo, el conocimiento de la energía atómica, que permite la construcción de aparatos que ayudan al tratamiento de enfermedades, usinas y bombas atómicas. Son racionales porque cumplen perfectamente la función para la que han sido creados. Si se los usa para el bien o para el mal, depende de los fines éticos o políticos, que por ser tales, no se consideran racionales ni objetivos. Si el único orden que se acepta es el de la racionalidad instrumental, entonces, todo fin u objetivo no instrumental se convierte en irracional. Por eso, Horkheimer y Marcuse han denunciado insistentemente este sistema que desconfía de la racionalidad de los fines al mismo tiempo que se imposibilita el pensamiento y la comprensión de la totalidad.
Desde esta perspectiva, se podrían distinguir en la época moderna dos procesos: uno objetivo y otro subjetivo. El proceso objetivo es la fragmentación de hecho: a mayor control, mayor incertidumbre. El proceso subjetivo es la renuncia a pensar y comprender la totalidad y el sentido de esa totalidad. No se trata, quizás, de una renuncia conciente o querida. Tal vez se trate de un cierto olvido. ¿Habremos olvidado cómo pensar la totalidad? ¿Habremos perdido las capacidades y habilidades para comprender el sentido de nuestro mundo? ¿No seremos ya capaces de vivir en un mundo?
4. El gusto por lo complejo
Trataremos de apropiarnos de los logros de la filosofía en su historia, desarrollando ese gusto por lo complejo del que hablábamos algunos párrafos antes. Es un gusto por los problemas, por la preguntas más que por las soluciones o las respuestas. Sin embargo, no se parece al placer de algunos pescadores o cazadores que abandonan sus presas a la descomposición una vez que las han atrapado. No se trata solamente ni principalmente del placer ante la destrucción y la crítica. Tampoco es un afán de complicaciones, de vueltas y más vueltas, de divagues que nunca llegan a término. El gusto por lo complejo es el disfrute de la realidad en su riqueza, en su densidad, en la variedad de sus poblaciones, en las tonalidades de sus universos.
El gusto por lo complejo está asociado a cierta tozudez o persistencia en las preguntas. En la vida cotidiana generalmente nos damos por satisfechos con la primera respuesta razonable a una pregunta o a un problema, si ella nos permite salir del paso y seguir atendiendo a nuestras necesidades. En filosofía, por el contrario, deberemos aprender a no darnos por satisfechos con la primera respuesta, desconfiando o sospechando no sólo de la respuesta sino, ante todo y más fundamentalmente, de la pregunta. Quizá la pregunta esté mal planteada; quizá no hemos desarrollado aún las mediaciones que permiten contestarla; quizá no comprendimos cabalmente lo preguntado en la pregunta... Será necesario, entonces, insistir en las preguntas, sin retroceder ante las contradicciones o los absurdos. El retroceso ante la contradicción forma parte de lo que antes llamamos "el proceso subjetivo" por el cual se ha renunciado a pensar y comprender la totalidad y el sentido de esa totalidad. La contradicción parece un límite infranqueable para el pensamiento racional, pero lo es solamente para aquella forma de pensamiento que identifica a la razón con un instrumento, para aquella inteligencia de los medios.
En nuestra época, por primera vez el planeta se ha unificado, por primera vez la tierra entera compone una trama única de relaciones, por primera vez en la historia la civilización humana se ha globalizado y, paradójicamente, en este mismo momento histórico, hemos renunciado a la posibilidad de pensar esa totalidad, de comprender su sentido, de conocer su fundamento. Se podría decir que lo que nosotros mismos hicimos y hacemos, sobrepasa y desborda nuestra conciencia y nuestro saber. Friedrich Nietzsche advertía, hacia fines del siglo XIX, que los hombres habían producido un acontecimiento para el cual no estaban preparados. Preguntaba: "La grandeza de este acto, ¿no es demasiado grande para nosotros?" Y esto que Nietzsche anunciaba como un problema de los siglos venideros, en los cuales podría desarrollarse la fortaleza para asumirlo, es la cuestión casi cotidiana que enfrentamos en nuestros días. No sabemos aquello que nosotros mismos hacemos. Nuestra praxis nos ha desbordado. Esta afirmación, que es probablemente falsa en lo particular y específico, es verdadera en lo global y general. Mientras que la realidad se ha globalizado, el saber se ha especializado.
Sobre esta base podría decirse que, desde el "descubrimiento" de América a partir del cual la realidad se ha globalizado, los problemas que cada pueblo singular tiene que resolver son los mismos para todos. Dicho en otros términos: los problemas son generales, universales. Por ejemplo, los antiguos griegos resolvieron el problema de la participación del pueblo en los asuntos comunes creando la institución de la polis, la ciudadanía, la geometría, la filosofía, la política, etc.. Este era un problema específicamente griego, aun cuando la solución griega sea, al mismo tiempo, una solución histórico-universal, es decir, un modelo que responde virtualmente a cualquier pueblo en un proceso de evolución semejante y que puede ser apropiado por cualquier pueblo en esas condiciones. En cambio, los problemas que tienen los pueblos en nuestra época ya no son específicos de ninguno de ellos, sino que son problemas universales. La inflación, la desocupación, la exclusión social, la ampliación de la brecha entre ricos y pobres, la incertidumbre global, la contaminación ambiental, el descompromiso o la no participación crecientes, la fragmentación y "dividuación" de las relaciones humanas (por nombrar algunos), son problemas universales, planetarios, globales. Nadie puede ignorarlos o desatenderlos, pero tampoco nadie los ha resuelto de manera satisfactoria para todos. De aquí que no nos sean útiles las respuestas (o las recetas) de los otros, en tanto efectuadas desde y para la particularidad. Si pensamos situadamente, es decir, desde nuestras condiciones locales, epocales, particulares, no tendremos más remedio que partir de lo particular, pero ello no determina que las respuestas sean válidas sólo para la particularidad. Si las soluciones halladas no son válidas para todos no se debe a que partan de la particularidad sino a que lo que responde a esa particularidad no responde de igual manera a otras o, lo que es peor, implica o supone que las otras particularidades no puedan adoptar las mismas respuestas. Queremos saber, como parte de esta "introducción a la filosofía", qué mundo nos ha tocado y cuál es nuestro papel en él. Deberemos preguntarnos en cada uno de los capítulos por los que transitaremos, qué conceptos y qué categorías nos permiten comprender mejor el mundo que vivimos y cómo manejarnos en él de acuerdo a nuestra condición humana. Si este curso nos permitiera avanzar algo en este sentido habría cumplido su objetivo básico.
5. Incomodar, entristecer, criticar
Quizá sea éste el momento de advertir sobre algunos "inconvenientes" o, mejor dicho: sobre la filosofía como una actividad inconveniente. Lo "conveniente" es lo que "viene juntamente con...", es el "venir a reunirse junto con los otros" y es "lo que responde a nuestros intereses". La filosofía ha hecho y ha sido lo contrario de lo conveniente: la filosofía incomoda, desacomoda, desafía, alienta conflictos, genera pólemos (discordia). Los filósofos siempre han hecho demasiadas preguntas, siempre han cuestionado las formas de vida aceptadas, siempre han desacreditado las convicciones más arraigadas, siempre han sospechado de lo más obvio y consagrado. Max Horkheimer decía que la filosofía no cumple ninguna función dentro del orden de cosas establecido. Su función no es servir para algo, puesto que esto oculta siempre un servir a alguien, es decir, estar al servicio de alguna forma de dominación. La filosofía ha desempeñado una función crítica en la sociedad y quienes ejercen esta función suelen pasarla mal, puesto que desubican e irritan a todos los que han aceptado esa forma de vida (que suelen ser la mayoría o los más poderosos o ambos). Además, la filosofía no incomoda solamente a los otros, también incomoda a sus propios cultores. Ciertamente, no se trata de un ejercicio de masoquismo, que busque obtener placer del propio sufrimiento o dolor. No se trata de molestar o incomodar por el gusto de hacerlo. Se trata de cuestionar y de acicatear a los individuos y a las gentes para que no se abandonen a las formas de vida establecidas y su jerarquía de valores sin evaluar si tal modo de vivir es o no adecuado a la dignidad del ser humano, a la condición de seres libres. Darse cuenta de que se ha aceptado vivir como esclavos, tomar conciencia de que se vive de una manera innoble "por propia voluntad", es algo que entristece. Por eso Gilles Deleuze dice que una "filosofía que no entristece o contraría a nadie no es filosofía"[3] y agrega que sólo la filosofía ha combatido toda mistificación, todo sentido falso de la vida, toda "estupidez". Está claro que no se refiere a la estupidez individual de algunos menos inteligentes o menos preparados. La estupidez que combate la filosofía es la de someterse voluntariamente a cualquier forma de dominación, incluso la de la libertad. Lo que es inaceptable para la filosofía es que se quiera ser dominado no importa por qué o por quién. La filosofía nos impulsa a examinar, cuestionar y transformar los mecanismos ciegos, la voluntad e incluso el deseo que nos empujan a someternos. Lo que la filosofía no puede aceptar sin disolverse ella misma es que se coarte la experimentación de mejores formas de vida, que se restrinja la actividad del pensar, que se limite el ejercicio de la libertad. "¿Existe alguna disciplina -pregunta Deleuze-, fuera de la filosofía, que se proponga la crítica de todas las mistificaciones, sea cual sea su origen y su fin? ¿Quién, a excepción de la filosofía, se interesa por todo esto?"[4]
En esta obra no se recurrirá a las respuestas elaboradas por los "expertos" o por los "especialistas", ya que la especialización en la totalidad es un contrasentido. Tampoco podremos intentar construir nuestra propia respuesta, puesto que partimos de la percepción de que los hombres de esta época ya no sabemos cómo hacerlo. Ensayaremos, entonces, aprender a preguntar. Para ello no recurriremos a los especialistas sino a los maestros del pensamiento, a los grandes filósofos de la historia. Ciertamente que no podremos recurrir a todos, ni siquiera a todos los más grandes o los más reconocidos, pero ello no es imprescindible ya que buscamos iniciarnos en este aprendizaje y no cerrarlo o concluirlo. Tampoco podremos detenernos en la riqueza o en la densidad de pensamiento de algún autor en particular, pero buscaremos algunas pistas, señales, caminos o métodos que nos permitan desolvidar el pensamiento de la totalidad.
6. Polis y filosofía
¿Qué es la filosofía? Martin Heidegger dice que tanto la palabra "filosofía" como la pregunta "¿qué es...?" hablan en griego. Cuando dice que "hablan en griego", no se refiere a que hayan sido inventadas por las griegos o expresadas en ese idioma, sino que tienen que ver con algo propio de los griegos y que no se puede comprender del todo sin tomar conciencia de lo que los griegos vivían y habían inventado.
Para comprender lo que quiso decir Heidegger, hay que considerar que la filosofía nace en Grecia ligada a otro invento típicamente griego como es la polis . De este término derivan palabras castellanas como "política" y "policía". Los policías son los que cuidan o defienden a la polis, y la política es la actividad por la cual una polis se organiza y se gobierna. El término polis no tiene una traducción que sea adecuada. Se lo suele traducir por "ciudad" o por "ciudad-estado", pero ambas traducciones son inapropiadas por lo siguiente: cuando se traduce por "ciudad" se tiene la idea de un conjunto de edificios, calles, plazas, barrios, avenidas, etc; a diferencia de otros lugares donde no hay edificios como, por ejemplo, el campo. Pero la polis no tiene que ver con la urbe, sino con una forma de vida particular que surgió entre los griegos, alrededor de lo que podríamos llamar la plaza pública o el ágora.
Traducir polis por "ciudad-estado" tampoco es adecuado porque se entiende por Estado el aparato administrativo, el gobierno de una comunidad. Así entendido, el Estado se contrapone, en general, a la sociedad, que es el conjunto de los hombres que viven en común, asociados. La polis no es una forma de gobierno (ha habido diferentes formas de gobierno de la polis), sino que hace referencia a cómo los griegos se organizaron a sí mismos en comunidad. La polis es la forma propia de los griegos de la vida en común. Es una institución inédita en la antigüedad. No existía, antes de los griegos, una forma de vida como la que se desarrolló en las polis.
¿Qué es lo inédito en la polis? Todas las formas de organización de los pueblos anteriores asumían que había alguien que por alguna razón natural o sobrenatural estaba destinado a mandar sobre los demás y era el que tomaba las decisiones y establecía las leyes. En todas las formas anteriores de vida en común, la decisión acerca de qué era lícito y qué no era lícito, qué se podía hacer y qué no, quién vivía y quién moría, estaba en manos de un solo hombre, ya sea el emperador, el rey, el faraón, etc.. El poder se concentraba en uno y los demás se encontraban subordinados a las decisiones de este uno. Los griegos, en cambio, inventaron una institución en la que todos los ciudadanos participaban en común en las decisiones sobre los problemas comunes. No se trata de discutir acerca de todos los problemas: por ejemplo, si alguien quiere comprar un par de zapatos más caros o más baratos o si trata bien o mal a mis hijos o si tiene una situación próspera o se encuentra en la miseria, ello sólo incumbe a él y a su familia o a grupo de pertenencia, pero no es algo común a todos los polites o ciudadanos. Pero si el gobierno oprime a los ciudadanos o si atacan los persas o si la sequía ha hecho que se pierdan las cosechas, no son problemas de un ciudadano o de una familia o de un barrio, porque los que viven en el centro como los que viven en la periferia tienen el mismo problema si el gobierno no respeta las libertades o si invaden los persas o si no hay alimentos suficientes.
Los problemas que son comunes a todos requieren ser discutidos y resueltos en común. La forma de resolver este tipo de problemas que los griegos inventaron es abrir un ámbito, un lugar, donde cada uno pueda plantear libremente los proyectos de solución para que, después de deliberar en común, todos los ciudadanos puedan resolver lo que se va a hacer. Por supuesto, para que esto pueda llevarse a cabo, son necesarias varias condiciones. La primera de ellas es que se haya renunciado a tomar decisiones por medio de la violencia. Si se creyese que el que tiene más fuerza es el que tiene el derecho a decidir en última instancia, entonces siempre los que estén en una posición de debilidad estarán excluidos de la decisión. En definitiva, las cuestiones se definirían de la misma manera que en culturas anteriores: arbitrariamente. La primera condición para que este sistema funcione, entonces, es que se haya renunciado a hacer la voluntad a través de la fuerza, de la violencia.
Una segunda condición es que los proyectos y los planteos que cada uno haga, sean mediatizados por la palabra. Esta es la razón por la cual, en la Antigua Grecia, la palabra y la deliberación empiezan a tener un papel preponderante en la organización de una comunidad. Anteriormente, sólo tenía relevancia la palabra de Dios o la palabra del Rey. Era una palabra que mandaba, que daba órdenes y que reclamaba obediencia incondicional. Pero, con los griegos, no basta con obedecer las órdenes que se imparten, sino que además hay que encontrar un forma por la cual la mejor solución sea la que todos acepten y obedezcan, y para esto es necesario dar argumentos, es decir, poder fundamentar lo que se dice. Si alguien cree que sabe lo que hay que hacer ante un problema determinado, tiene que dar algún tipo de argumentos para mostrar que esa solución es mejor que la que propone otro.
La preeminencia de la palabra, que comienza a aparecer como una condición de la vida en la polis, implica también un cierto ordenamiento o jerarquización de las palabras y esto es lo que podemos llamar la "lógica argumentativa". Este tipo de resolución de problemas a través del diálogo, de la discusión o de la argumentación es lo que se vincula directamente con la filosofía.
La filosofía es, en alguna medida, una especie de ordenamiento, de sistematización de estos procedimientos, de estos modelos, por los cuales se busca la verdad. Se trata de una verdad que no está inmediatamente ligada al poder, que no depende del poder, como era en todas las concepciones antiguas, anteriores a la de los griegos, en las cuales el lugar del poder y el de la verdad coincidían. A veces, estos lugares aparecen mínimamente diferenciados, como cuando al lado del rey está el brujo, el sacerdote, el mago o algún otro personaje que encarna el "saber". En esos ejemplos, el poder y el saber aparecen personalizados en dos individuos distintos. De todas maneras el saber es como una función del rey, del que detenta el poder. El sabio solamente presta su palabra y da sus consejos, pero el que toma las decisiones en definitiva es el soberano.
En la polis, el ámbito del poder y del saber se disocian, es decir que aunque alguien no tenga mayor fuerza o mayor poder que otros, sin embargo, puede volcar la decisión del conjunto a su favor, si su propuesta es mejor, si la puede justificar de la mejor manera o si puede convencer al conjunto. Es decir que, desde el comienzo, la filosofía aparece vinculada a esta forma de organización de la comunidad, que podemos llamar "democrática", entendiendo por tal cuando el conjunto participa en la toma de decisiones de lo que es común a todos ellos. No hay que confundir este significado con el de la democracia moderna, representativa, con parlamento, partidos políticos, etc. A diferencia de la democracia moderna, la organización de la polis griega requiere una participación directa. No hay representantes sino que cada uno de los ciudadanos ocupa su lugar, tiene su palabra y su voto en la asamblea que toma las decisiones.
Esta forma de organización de la vida que inventaron los griegos es lo que hace posible la autonomía en las decisiones. "Autónomo" es el que se da las leyes a sí mismo, el que no depende de las órdenes de otro, el que no depende de la decisión que toma el otro, sino que hace lo que decide por sí, conjuntamente con otros. Por esta razón, tanto la polis como la filosofía son muy recelosas de la autonomía y la valoran por sobre todas las cosas. De manera tal que toda actividad que no sea autónoma, que sea una actividad dependiente, subordinada, es algo despreciable y todo aquello que "sirve para", es algo subordinado. Si alguien realiza alguna cosa que "sirve para" tal otra, lo que tiene valor es esa otra cosa para la cual se está haciendo la actividad, no la actividad misma. Entonces, una actividad que está en función de otra cosa, una actividad que "sirve para", por definición, no es valiosa en sí misma, porque no es autónoma, no vale por sí misma, vale por la otra hacia la que se dirige y de la cual depende. En la cultura actual suele preponderar la valoración inversa: lo que "vale" es aquello "que sirve", a tal punto que resulta difícil encontrar ejemplos de actividades que valgan por sí mismas.
Estos rasgos de las polis griegas se obtienen destacando las semejanzas y prescindiendo de las diferencias históricas concretas, es decir, por abstracción. Las instituciones concretas evolucionan a través de los siglos, transitando por situaciones diversas, no son iguales al comienzo, en el curso de su desarrollo histórico o al final. La polis real fue pasando por diferentes grados y formas de participación: más o menos populares, más o menos violentas. Si se hace abstracción de los momentos particulares del desarrollo histórico de la polis, puede decirse que participaban todas las clases sociales. Por otro lado, no hay que olvidar que los polites o ciudadanos participantes en las decisiones comunes no son todos los habitantes sino sólo los varones nativos mayores de edad.
Cada polis era autónoma con respecto a las otras. La polis es local, está circunscripta a un lugar, a diferencia de una nación o un imperio que integra distintas regiones, lugares u organizaciones. La polis es una organización local, en la que sólo tienen participación los que han nacido en ese lugar. Los extranjeros, si son nativos de otra polis, tienen derecho a hablar pero no a decidir, no votan. Los niños, las mujeres y los esclavos no participaban de la asamblea ni podían hablar en ella. No eran considerados ciudadanos.
Hay una jerarquización de los tipos humanos hecha por Aristóteles que puede resultar ilustrativa para aclarar el tema de la participación (si bien fue hecha en la última época de la polis, cuando esta institución ya estaba en crisis y en proceso de disolución). Aristóteles dice que lo que es propiamente humano es lo que los griegos llamaban lógos y que podemos traducir por "razón" y "palabra". Lo que distingue a los hombres de los otros seres vivos es esta capacidad de hablar y de resolver las cuestiones a través de la palabra, de razonar y argumentar. Por eso es que las distintas definiciones de "hombre" de Aristóteles, utilizan algunos de éstos términos: "El hombre es un ser vivo que vive en polis"; "el hombre es un ser vivo racional"; "el hombre es un ser vivo que habla". Pero los distintos tipos humanos participan de la razón en grados diferentes. Según Aristóteles, hay tres formas diferentes de participar de la razón o de ser racionales, porque la razón tiene tres niveles y no todos los hombres alcanzan los tres niveles:
1. Están los hombres que sólo tienen la capacidad de comprender lo racional, lo que les permite obedecer y ejecutar las órdenes que se les dan. Así, los esclavos son humanos de una condición inferior, ya que sólo pueden comprender lo que se les manda pero, como diría Nietzsche, no son capaces de mandarse a sí mismos.
2. Están los seres humanos que tienen una participación mayor que aquellos que sólo entienden lo que se les ordena, que son los que además de comprender y obedecer, son capaces de tomar decisiones. En este nivel están, por ejemplo, las mujeres.
3. Están, finalmente, los hombres que alcanzan el nivel superior, que es la capacidad de deliberar. No se trata solamente de plantear respuestas a las cuestiones (respuestas mejores o más racionales), sino que además pueden evaluar las condiciones de los problemas, lo que es propiamente deliberar.
Desde el comienzo de la época moderna se ha extendido la creencia de que los hombres son naturalmente iguales. Por compartir este supuesto, los hombres de los últimos siglos creen estar en una posición más evolucionada y superior a la de los griegos, sin embargo, este esquema sigue utilizándose, por ejemplo, en las empresas actuales. En las empresas modernas existe un directorio que tiene la capacidad de deliberar, tomar decisiones, dar órdenes y dirigir al conjunto, hay un estamento ejecutivo o gerencial que toma decisiones a partir de las orientaciones que da el directorio y después está la gran masa de los trabajadores que son los que obedecen a sus jefes (los que también, en los distintos niveles, obedecen órdenes). La única diferencia entre la concepción de los griegos y la moderna, desde esta perspectiva, es que los modernos consideran estas diferencias como algo meramente funcional mientras que los griegos creían que eran naturales.
Por otra parte, hay que considerar que una imagen muy difundida de los esclavos de los griegos es la que los representa como bestias sometidas al látigo o condenados a trabajo forzado en las galeras -imagen a la que ha contribuido el cine de Hollywood durante algunos años- no suele ser muy adecuada a la realidad histórica. Los esclavos de los griegos tenían distintos niveles y jerarquías. La mayoría de ellos eran sirvientes de las casas (oikos[5]), eran propiedad de las familias. Incluso hubo entre ellos muchos que se dedicaban a la educación de los niños de la familia.
En consecuencia, los "ciudadanos" eran solamente aquellos que tenían capacidad de deliberación, o sea, los varones nativos adultos (los que han pasado la adolescencia, los que pueden procrear y combatir).
Un primer rasgo que hay que tener en cuenta, entonces, es esta vinculación esencial entre el nacimiento de la filosofía, entendida como la exigencia de argumentar con razones y de deliberar en común y este funcionamiento de la institución de la polis: la resolución de los problemas comunes en común.
7. Pregunta y diálogo
Un segundo rasgo, que es necesario destacar, es la importancia de la palabra y del diálogo como medio de resolución de los conflictos. En la vida ordinaria, las discusiones sobre los temas comunes (por ejemplo, sobre política o fútbol), suelen terminar en insultos, enemistades e incluso golpes, dejando la sensación de que se ha perdido el tiempo porque no se ha logrado conciliar las distintas perspectivas. En la mayor parte de los casos, este resultado insatisfactorio se debe a que los interlocutores parecen no entenderse o no escucharse, como si no hablasen en el mismo idioma. Esto se debe a que las palabras que se utilizan tienen distintas acepciones, distintos significados. Se utilizan las mismas palabras, pero al utilizarlas con distintos significados, se producen equívocos y desacuerdos, como si se hablase con palabras distintas. O es aún peor, porque si se utilizasen palabras distintas se sabría que hay una diferencia en lo que cada uno está diciendo, en cambio, al hablar con las mismas palabras pareciera que se está hablando de lo mismo cuando no es así. Cuando una palabra tiene distintas acepciones o significados se dice que es equívoca y esto es lo que en general ocurre con todos los términos de la lengua. "Equívoco" no quiere decir que es erróneo o equivocado, sino que tiene distintas acepciones, que significa distintas cosas.
Los griegos se dieron cuenta de esta dificultad inherente al lenguaje y también plantearon una solución a este problema. La solución consistió en la invención de un tipo de preguntas que tenían una misma estructura: "¿qué es esto?" Esta pregunta permite eliminar el equívoco de una palabra porque exige una definición.
La definición consiste en la determinación del significado del término que se está utilizando. Definirlo es "ponerle fin" a la discusión acerca de cuáles son las características que hacen al significado de un término. En lugar de que uno le asigne determinadas características y otro le asigne otras características, la definición "pone fin" a la ambigüedad delimitando las características, de-fin-iendo el término. La definición es siempre la respuesta a esa pregunta: "¿qué es esto?" No solamente qué es la "filosofía", sino también qué es el "banco", qué es un "ser humano", qué es la "sociedad", qué es la "mujer", qué es "hablar"... Responder a estas preguntas es definir el término por el que preguntamos[6].
La definición da por resultado un concepto. El concepto es un término que se ha definido, que se ha delimitado en su significado. Este invento de los conceptos y de la definición, suele atribuirse a Sócrates, un filósofo ateniense de fines del siglo V a.C..
Sócrates dedicó gran parte de su vida a la molesta actividad de andar preguntando a los otros "¿qué es esto?" Sobre todo preguntaba a la gente que se suponía que sabía sobre esas cosas o sobre esos temas. Lo que hacía era preguntar al que era entendido en alguna cosa, preguntarle sobre eso en lo que era entendido. Por ejemplo, a un juez le preguntaba qué es la justicia, a un político le preguntaba qué es el gobierno, qué es el poder, a un soldado qué es el valor, en qué consiste la valentía, etc.. A los que se suponía que conocían algo, les preguntaba en busca de las respuestas a estas preguntas. A veces, como el equívoco del lenguaje está presente en todas las actividades, estas personas que se suponía que sabían más sobre algún tema o alguna actividad, incurrían en contradicciones: definían los términos de una manera y después, en el curso posterior del diálogo, los definían de otra o de otras. Cuando las distintas definiciones dentro del mismo discurso[7] se excluyen mutuamente, se anulan la una a la otra. Si primero se dice: -"todas las mesas están hechas de madera"- y después se afirma: -"esta mesa no es de madera, sino de metal"-; las dos definiciones no pueden ser ambas verdaderas. Ya que sólo una puede ser verdadera, si se mantienen las dos, se anulan mutuamente.
Cuando se incurre en una contradicción, todo lo que se dice se anula por ser incoherente y el que estaba hablando queda en ridículo, porque se hace manifiesto que no sabía lo que decía saber[8]. Esta es una situación bastante incómoda para cualquiera, y por esta razón, las personas que "saben" tratan de evitar a quienes hacen preguntas molestas o se abstienen de hablar para no quedar en ridículo. Esta actividad incómoda que incomoda, llevó a Sócrates a tener que enfrentar un juicio. El juicio se entabló a raíz de tres acusaciones principales: una era introducir nuevos dioses en la polis, otra era no rendir honores a los dioses y otra era corromper a la juventud a través de sus enseñanzas. En ese juicio, Sócrates fue condenado a muerte y él mismo ejecutó la condena del tribunal bebiendo voluntariamente el veneno que acabó con su vida y negándose a huir para salvar la vida al precio de transgredir la ley. Aplicar la pena por propia mano es lo que corresponde a hombres libres, ya que si un hombre libre reconoce que a obrado indignamente, lo justo es que él mismo se aplique el castigo.
Para Sócrates, la filosofía no tiene que ver con problemas puramente "teóricos" o especulativos ni con situarse en una posición neutra u "objetiva" frente a la realidad. Por el contrario, piensa que el filósofo (o cualquiera que haya alcanzado algún grado de saber) es en la misma medida de su saber un hombre justo, alguien que está comprometido con las leyes y con las costumbres[9] (ethos) de su comunidad. Sócrates pensaba que la misma coherencia que hay en los hechos naturales o en los discursos verdaderos debe regir las acciones de un hombre justo. Por esta razón prefirió morir para cumplir con la sentencia del tribunal que lo había condenado a muerte y no ser incoherente con las leyes de su comunidad sobornando a los guardias y huyendo a otra ciudad.
Sócrates decía que necesitaba dialogar con los otros y hacerles preguntas porque "no sabía". Insistía una y otra vez en que era la propia ignorancia la que lo había conducido a esa actividad molesta. Aconsejaba, sobre todo a los que se consideran más sabios, ponerse en el lugar del que no sabe. Se llama "ironía" a aquella actitud que cuestiona las verdades más arraigadas desde el no saber e "irónico" al que asume tales actitudes.
La ironía socrática, esta actividad de hacer preguntas desde el lugar del no saber, ha quedado como un ejemplo y como un modelo para toda la filosofía posterior, y desde entonces se ha considerado a la filosofía como algo molesto, como una actividad que incomoda. El mismo Sócrates hablaba de esta incomodidad y se comparaba con un tábano que molesta al buey y no lo deja dormir. Así también Sócrates molestaba a la polis de Atenas, para que no se durmiera, para que no aceptara su forma de vida sin evaluarla, sin cuestionarla. La filosofía es esta actividad que molesta a los ciudadanos de la polis y no los deja dormirse ni dejarse llevar por las costumbres, por los hábitos, por las creencias imperantes. Vuelve a preguntar cada vez: "Vivimos de manera más justa que los otros, pero ¿qué es la justicia?" "Somos más valerosos que aquellos a los que derrotamos en la batalla, pero ¿qué es el valor?" Volvía a preguntar lo que se daba por obvio, lo que se daba por natural, por sabido, por conocido. Sócrates dedicó su vida a esta actividad de hacer preguntas o, por lo menos, a hacer cierto tipo de preguntas, porque no todas las preguntas tienen el mismo efecto "molesto", no todas las preguntas incomodan de esta manera. El tipo de preguntas que producen ese efecto son, por ejemplo, "¿qué es esto?" o también: "¿por qué es esto?", o sea, ¿cuál es la causa?, ¿cuál es el motivo? o ¿cuál es la razón? El hacer este tipo de preguntas es una actividad a la que se ha llamado "filosofía".
8. La distinción entre mithos y lógos: el saber de los sofos y la filosofía
El término "filosofía", en realidad, es bastante tardío, porque lo comienza a utilizar recién Platón. No se usaba todavía en el tiempo de Sócrates (que es una generación anterior a Platón). Entonces no se hablaba de filósofos ni de filosofía sino de sofistas. Los sofistas eran un tipo de sabios, eran personas que habían desarrollado algún saber en alguna actividad o en algún oficio. Antes de los sofistas se hablaba del sofos, del "sabio". El sofos es el sabio en el ámbito mítico-religioso, alguien que tiene un saber que no es propiamente humano sino divino. Según el significado que tenía en tiempos de Platón, el sofos tenía un saber que le era "inspirado" por los dioses. Los poetas son sofos en este sentido, pues lo que dice el poeta no se basa en su propio saber sino en lo que le es "inspirado", en lo que le "sopla" el dios. El poeta dice lo que el dios le manda decir. En ese sentido la sabiduría de los poetas es tomada como una sabiduría divina.
El saber de los sofos, de los sabios, es anterior a la filosofía: es un saber que podemos llamar mítico o mítico-religioso. Mithos es un término griego que significa "palabra", "relato", "cuento". Los mitos relatan el origen de la realidad o de alguna cosa de la realidad, y siempre ese origen remite a un tiempo originario, a un tiempo primordial en el cual intervinieron los dioses. En el origen de todas las cosas siempre hay algún tipo de intervención divina.
Para los griegos, los dioses no estaban más allá del kosmos o del universo de cosas que existen, sino que eran parte del universo. En su concepción, el kosmos está formado por los dioses, los hombres, los animales, los vegetales y los minerales, es decir, por todos los seres que existen. Los dioses no están en un ámbito más allá del kosmos (no son "trascendentes" al universo) sino que están dentro del kosmos, y de alguna forma conviven con los hombres, incluso se mezclan, se pelean, engañan, envidian, se aman, entre ellos y con los hombres. Hay una comunicación y una circulación entre el ámbito del humano y el ámbito de lo divino. Hay hombres que se divinizan, hay dioses que se vuelven mortales, porque estos ámbitos no están separados, como en la tradición judeo-cristiana, donde ambos niveles son inconmensurables, porque nada de lo creado puede abarcar o contener al Creador. Lo que distingue a los dioses de los hombres en la tradición griega, en cambio, es que los primeros son inmortales y los segundos son mortales. Los dioses inmortales conocen el destino y los mortales lo padecen, o lo conocen padeciendo. No obstante, tanto los dioses como los hombres están sujetos al destino, aunque los inmortales, al conocer el destino pueden evitar ser perjudicados o destruidos por él, en cambio, los mortales siempre acceden tardíamente al conocimiento.
El mito siempre tiene que ver con alguna intervención de los dioses que ha dado origen a alguna realidad, por eso se trata de una explicación que podemos llamar "genética": cómo algo se ha generado a partir de la intervención del dios. El mito no tenía para los griegos el significado que ha llegado a tener después del siglo XVIII: el de relato falso. Al contrario, el mito es la "palabra verdadera". Es la palabra que dice cómo verdaderamente son las cosas, y no cómo se nos aparecen. El mito relata cómo algo se ha generado y en ese sentido es real, es la verdadera realidad, no es una fantasía o una alucinación o una ficción, que en definitiva es falsa. La palabra mithos significa, entonces, "palabra verdadera", es el relato del origen de la verdadera realidad.
También el término griego lógos significa palabra y palabra verdadera. De lógos, que se suele traducir por "razón", viene el término castellano "lógica". Lógos significa lo mismo que mithos, significa también palabra, sólo que es una palabra que tiene otra estructura, ya no remite a este origen divino sino que el lógos refiere al orden de las cosas, el orden de la realidad, desde su fundamento. Conociendo el fundamento, se puede también abarcar todo lo que está sostenido sobre ese fundamento. Conocer las cosas como son es la pretensión del lógos, y "cosas" en latín se dice res, de donde viene el término "realidad", o sea que la realidad son las cosas. Cuando se dice: -"quiero conocer la realidad"-; eso significa lo mismo que: -"quiero conocer las cosas, las cosas como son"-. "Las cosas como son", significa no lo que las cosas son para mí, sino las cosas como son en sí mismas.
La filosofía surgió con la exigencia del conocimiento de la realidad de las cosas tal como son, más allá de lo que parecen ser. El parecer remite a un observador: lo que parece es siempre para mí o para alguien. Por esta razón, siempre hay una multiplicidad de pareceres o de puntos de vista sobre las cosas, pero la realidad es única. Las cosas son tal como son en realidad, independientemente del punto de vista. Si es posible conocer la realidad de las cosas, eso real tiene que ser único y permanente, tiene que ser siempre lo mismo, no puede cambiar, porque de lo contrario, el conocimiento verdadero no sería posible. Con el fin de evitar los equívocos y posibilitar la comunicación, hasta que pueda encontrarse una definición más adecuada, se va a entender por "verdad", cuando lo que se dice o lo que se afirma se corresponde o coincide con lo que las cosas son en realidad. Cuando lo que se dice no coincide con la realidad, entonces, lo que se dice es falso.
Resta aclarar qué significa "realidad". Algunos entienden por la realidad lo que puede ser percibido por los sentidos. En esta acepción, la verdad consistirá en que lo que se diga coincida con lo que se percibe por los sentidos. Pero, los antiguos griegos argumentaban que no puede ser real lo que es y no es, lo que a veces parece de una manera y otras veces parece de otra. Sostenían que la realidad tiene que ser permanente, que no puede ser cambiante, porque si la realidad fuese cambiante, entonces, no podría haber verdad. Si alguien dijese: -"esta cosa real tiene esta característica"-, y la cosa nombrada cambiase, lo que se dijo ya no coincidiría con la "cosa", que dejó de ser la que era, porque cambió. Sólo puede ser conocido verdaderamente lo que es permanente y sólo a eso hay que llamar real o realidad. La consecuencia que se desprende de esto es que aquello que cambia no es real, porque de lo contrario, la realidad sería incognoscible. No puede haber distintos significados que se refieran a la misma realidad. Si hubiere más de uno, sólo uno podría se adecuado a la realidad. A los otros les sobrará algo o les faltará algo, pero no pueden coincidir dos distintos con la cosa tal como es. El color de la rosa puede cambiar porque no es más que una apariencia, el producto de la percepción, pero la rosa es siempre lo mismo. Si variase alguna de sus características ya no se trataría de una rosa sino de alguna otra flor. La "cosa" rosa es siempre lo mismo. La rosa real es siempre la misma aunque cambien las apariencias. Se podrán observar distintos colores, distintas formas, pero la rosa es siempre la rosa. La rosa tiene determinadas características propias independientemente de que yo la conozca o de que la conozca alguien.
La pretensión de la filosofía es conocer esto permanente, o sea, lo real, conocer la realidad. Se trata de conocer lo que se puede conocer, de lo único que puede haber verdad.
Preguntas
Filosofía
Grado: Décimo
Docente: Germán Conde Rodríguez
INTRODUCCIÓN A LA FILOSOFÍA por Ricardo Etchegaray
1. Hacerse amigo de la sabiduría
El objetivo de esta obra es acceder a los modelos de pensamiento en las filosofías, las ciencias, las artes y las técnicas, que puedan ser útiles o interesantes para aquellas personas que están vinculadas y comprometidas en las "cuestiones sociales", acompañando el trabajo, el conocimiento y el dolor cotidianos de los múltiples actores sociales que actualmente luchan por dignificar su existencia y contra las formas de dominación e injusticia. Los que se han preocupado y ocupado de las "cuestiones sociales" alguna vez, saben que éstas son realidades complejas y la historia enseña que la filosofía es una actividad ligada a lo complejo, que requiere del deseo, de la amistad, del compañerismo, de la pasión y, de aquello que se podría llamar, el "gusto por lo complejo". Puede parecer extraño que se hable de gustos en el ámbito del saber, ya que se suele suponer que los gustos, los deseos o las pasiones, pertenecen a la esfera de la sensibilidad mientras que el saber sería propio del ámbito de la razón. Sin embargo, el significado del término saber está emparentado etimológicamente con el de sabor. Por ejemplo: que "la comida sabe bien" quiere decir que tiene buen sabor, que es agradable al gusto. De alguna manera la filosofía está vinculada con el gusto y la sensibilidad porque supone cierto amor y amistad (filo).
De lo anterior se sigue que no se trata de una actividad neutra, "objetiva", desinteresada o descomprometida, sino todo lo contrario. La práctica de la filosofía requiere del compromiso y de la pasión. Sin embargo, no hay que suponer que aquellas pasiones (o, como lo llamaban los griegos: aquel pathos) requeridas como condición, se encuentren ya desarrolladas de manera "natural" en todos los lectores que se aventuran en esta empresa, aunque sí se supone en los lectores de este libro cierta curiosidad, cierta inquietud ante la realidad vivida, cierto descontento o insatisfacción con el saber anteriormente adquirido. Se supone también cierta confianza en que el diálogo con los grandes pensadores de la tradición filosófica vaya fortalecimiento los lazos de "amistad con la sabiduría" (dicho en griego: filosofía) buscados, tal vez oscuramente o tal vez infructuosamente, en los aprendizajes anteriores. Se supone finalmente cierto espíritu de aventura, cierta ansia de lucha y de polémica[1], cierta valentía para enfrentar los riesgos de la travesía, cierta soberbia para encarar a los campeones del pensamiento, cierta humildad acorde con nuestra ignorancia. Las fuerzas de las pasiones requeridas para la tarea que se emprende están presentes, al menos virtualmente, en cada uno de los lectores y podrán ser despertadas, inflamadas y educadas cuando resulten necesarias. En todo caso, es menester estar atentos, "velar las armas", evaluar las fuerzas, cuidarlas.
El verbo "pensar" deriva de "pesar" y "sopesar", que significan "ponderar el peso de algo", "examinar algo". La etimología permite advertir que los pensamientos pesan, que ejercen una fuerza, que gravitan. Es como si con los pensamientos ocurriese lo mismo que con los cuerpos: varían sus masas y varían sus pesos, lo que determina que se requieran distintas fuerzas para poder ser levantados o sostenidos. Es prudente, en consecuencia, ponderar las propias fuerzas a la hora de enfrentar, sostener o levantar un pensamiento. No se trata, simplemente, de no poder entender un pensamiento o de no poder aprehenderlo completamente, porque hay pensamientos que pueden, literalmente, aplastarnos. Es menester, entonces, cuidar las propias fuerzas.
2. Elevación y conversión
El título de este capítulo puede llamar a engaño, puesto que se entiende por introducción la acción de entrar a un lugar o ámbito y, lógicamente, sólo podemos entrar si estamos afuera. Así, "introducción a la filosofía" significaría entrar, desde afuera, desde lo que no es filosofía, al ámbito interior de la filosofía. El engaño consiste en que esto no es posible: no se puede ingresar a la filosofía sino filosóficamente, haciendo filosofía, filosofando. Paradójicamente, se ingresa desde dentro. Pero si lo que se hace al ingresar es lo mismo que se hace una vez ingresados, no se trata de dos actividades diferentes y la distinción afuera/adentro no resulta ya adecuada. Martin Heidegger advierte que una "introducción a la filosofía" no es un tránsito de afuera hacia adentro porque la filosofía es una actividad que pertenece a la esencia del hombre y, en consecuencia, en tanto somos hombres, en tanto existimos, de alguna manera, filosofamos. Pero, aunque el filosofar es propio de la esencia humana, sin embargo no siempre está "activado", no siempre está "despierto" y, en tal caso, el objeto de una "introducción a la filosofía" no es transitar desde exterior hacia el interior sino poner en actividad la propia esencia, despertar al pensar[2].
Algunos autores prefieren hablar de iniciación en la filosofía, pero el término suscita los mismos equívocos y el engaño subsecuente. En consecuencia, esta introducción no será entendida como un tránsito de afuera hacia adentro, sino como una elevación desde lo más simple hacia lo más complejo. Si se trata de iniciarse en la filosofía hay que comenzar por lo más simple.
En cualquier caso, el movimiento de elevación de lo simple a lo complejo requerirá de un proceso paralelo de conversión. "Con-vertirse" significa "volcarse junto con...", "vertirse conjuntamente". Es menester transformarse a sí mismos para poder "volcarse junto con otros" en este proceso. Heráclito decía que no podemos bañarnos dos veces en el mismo río. Esto es así, no solamente porque el río en el que nos sumergimos y del que emergemos ya no es el mismo, sino también porque nosotros, al salir del río, ya no somos los mismos que cuando entramos. Pero el concepto de "conversión" no hace referencia a cualquier transformación individual o exterior, sino a un cambio radical en la forma de vida personal o comunitaria. Los filósofos y teólogos cristianos estudiaron las condiciones psicológicas, sociales, ontológicas y salvíficas de los procesos de conversión. La iniciación en la filosofía, si se trata verdaderamente de filosofía, conlleva necesariamente un proceso de conversión, de un cambio radical del modo de vivir.
3. Historicidad e incertidumbre ante la totalidad
Si bien iniciarse en la filosofía es un proceso de elevación de lo simple a lo complejo, este proceso no se inició con nuestra iniciación sino que hemos sido precedidos por una tradición de dos mil setecientos años. Nos iniciamos en algo que, en cierto sentido, ya está iniciado desde hace mucho tiempo y ha sido desarrollado en la tradición europea-occidental nacida con los antiguos griegos. Abordamos un navío que ya ha navegado por mares conocidos y desconocidos. Sin embargo, se advertirá enseguida que la filosofía es una actividad, una praxis que, como toda acción, existe mientras se la hace, mientras se actúa o actualiza. Se podría decir, en cierto sentido, que la filosofía necesita de nosotros, requiere de nuestra praxis para seguir existiendo. Pero, paradójicamente, no podemos actuar, actualizar o activar la filosofía sin tener en cuenta el proceso histórico en el que se inventó, se desarrolló y se recreó. Desde esta perspectiva, como ha mostrado Hegel, la filosofía se identifica con su historia. Ya sea que nos consideremos continuadores de esta historia, ya sea que la impugnemos en parte o globalmente (como Nietzsche o Heidegger), la actividad filosófica está inserta en la tradición o en las tradiciones, que nos remiten a su historia. Que la filosofía es histórica significa aquí que el pensamiento siempre está situado en una época singular, en un mundo concreto. No se trata entonces de una colección de dichos y sentencias de distintos filósofos a lo largo de la historia ni se trata de pensamientos que sean verdaderos independientemente del momento histórico en que se los enuncie o piense. No solamente hay que considerar las condiciones históricas de las filosofías sino que es necesario partir de cierta conciencia histórica de nuestra propia época y del mundo que nos ha tocado.
Los seres humanos vivimos hoy, a comienzos del siglo XXI, en un mundo estallado, roto, fragmentado, dislocado. Vivimos en un mundo que ya no puede constituirse como tal, en tanto el significado del concepto "mundo" implica una "totalización de sentido", una única realidad en la que las cosas, los hombres y Dios o los dioses se relacionan, vinculan y articulan entre sí formando las partes o los momentos de una totalidad que los engloba, los comprende, les confiere identidad y sentido. Vivimos en una época paradójica, ya que al mismo tiempo que se produce una tendencia a la "globalización", a la planetarización de un modo de vida propiciado por el mercado y por la ciencia y la técnica modernas, sentimos, percibimos y experimentamos (lo que podríamos llamar) una incertidumbre ante la totalidad. Los hombres de hoy sabemos que los saberes de las ciencias y los instrumentos de las técnicas han permitido a la civilización occidental desarrollar un poder incomparable con el de cualquier época anterior, que permite dominar, controlar y utilizar las energías naturales para que sirvan a los fines humanos. El vapor, el petróleo, la electricidad, la energía atómica se someten a las necesdades de los hombres y se doblegan a sus imposiciones. Sabemos cómo operar y las máquinas que hemos inventado lo hacen eficientemente. Incluso estamos en condiciones de suplir el esfuerzo del trabajo humano por "sistemas expertos" y robots más eficientes, más productivos, más económicos, incluso más limpios y obedientes. Sin embargo, la contracara de estos éxitos, que nos ponen en una situación histórica absolutamente novedosa e inédita, es la incertidumbre ante la totalidad: cuanto más riguroso es nuestro control sobre cada uno de estos procesos, más inestable y descontrolado se vuelve el conjunto; cuanto mayor es el dominio sobre la energía atómica, mayores son los riesgos de la extinción nuclear y de la contaminación radioactiva; cuanto más productivos y eficientes son los procesos de trabajo, mayor es la desocupación estructural; cuantos más datos se tienen sobre las lejanías del espacio exterior o del espacio subatómico, más incertidumbre se genera sobre las cercanías: sobre las desigualdades sociales crecientes, sobre las injusticias cotidianas, sobre los exterminios masivos de la historia reciente. Pareciera que la civilización occidental ha generado y desatado un poder inédito que ha desbordado completamente nuestra capacidad de control y cuyos efectos son inversamente proporcionales a los esfuerzos que se realizan para controlarlo. Cuanto mayor es el intento de control, mayor es la imprevisibilidad y la incertidumbre que se generan.
Planteado de otra manera: cuanto más racionales son nuestros medios e instrumentos, más irracionales son los fines o el sentido de las acciones transformadoras. Pareciera que los medios, los instrumentos, las máquinas, los métodos, funcionaran de acuerdo a una racionalidad u orden, que ha llegado a ser completamente autónomo de los fines u objetivos. La "racionalidad" instrumental consiste en calcular los medios para alcanzar determinados fines con el menor gasto y el mayor rédito posibles. Es una lógica que permite ordenar las cosas, los objetos útiles, lo manipulable. En el ámbito económico, entendido como aquel donde se administran los recursos, esta lógica es completamente lícita, pero cuando se pretende extenderla a toda realidad, incluyendo el ámbito de lo humano y social, resulta inadecuada porque ordena a las personas y a los sujetos sociales como si fuesen cosas. El resultado de esta extensión de la racionalidad instrumental hacia todos los ámbitos de la realidad es la pérdida del sentido y la cosificación de lo humano.
Desde la perspectiva de la "racionalidad" instrumental sólo se considera objetivo y racional aquello que tiene una utilidad, lo que sirve para algo. Así, la ciencia y la técnica conocen y producen objetos útiles, como por ejemplo, el conocimiento de la energía atómica, que permite la construcción de aparatos que ayudan al tratamiento de enfermedades, usinas y bombas atómicas. Son racionales porque cumplen perfectamente la función para la que han sido creados. Si se los usa para el bien o para el mal, depende de los fines éticos o políticos, que por ser tales, no se consideran racionales ni objetivos. Si el único orden que se acepta es el de la racionalidad instrumental, entonces, todo fin u objetivo no instrumental se convierte en irracional. Por eso, Horkheimer y Marcuse han denunciado insistentemente este sistema que desconfía de la racionalidad de los fines al mismo tiempo que se imposibilita el pensamiento y la comprensión de la totalidad.
Desde esta perspectiva, se podrían distinguir en la época moderna dos procesos: uno objetivo y otro subjetivo. El proceso objetivo es la fragmentación de hecho: a mayor control, mayor incertidumbre. El proceso subjetivo es la renuncia a pensar y comprender la totalidad y el sentido de esa totalidad. No se trata, quizás, de una renuncia conciente o querida. Tal vez se trate de un cierto olvido. ¿Habremos olvidado cómo pensar la totalidad? ¿Habremos perdido las capacidades y habilidades para comprender el sentido de nuestro mundo? ¿No seremos ya capaces de vivir en un mundo?
4. El gusto por lo complejo
Trataremos de apropiarnos de los logros de la filosofía en su historia, desarrollando ese gusto por lo complejo del que hablábamos algunos párrafos antes. Es un gusto por los problemas, por la preguntas más que por las soluciones o las respuestas. Sin embargo, no se parece al placer de algunos pescadores o cazadores que abandonan sus presas a la descomposición una vez que las han atrapado. No se trata solamente ni principalmente del placer ante la destrucción y la crítica. Tampoco es un afán de complicaciones, de vueltas y más vueltas, de divagues que nunca llegan a término. El gusto por lo complejo es el disfrute de la realidad en su riqueza, en su densidad, en la variedad de sus poblaciones, en las tonalidades de sus universos.
El gusto por lo complejo está asociado a cierta tozudez o persistencia en las preguntas. En la vida cotidiana generalmente nos damos por satisfechos con la primera respuesta razonable a una pregunta o a un problema, si ella nos permite salir del paso y seguir atendiendo a nuestras necesidades. En filosofía, por el contrario, deberemos aprender a no darnos por satisfechos con la primera respuesta, desconfiando o sospechando no sólo de la respuesta sino, ante todo y más fundamentalmente, de la pregunta. Quizá la pregunta esté mal planteada; quizá no hemos desarrollado aún las mediaciones que permiten contestarla; quizá no comprendimos cabalmente lo preguntado en la pregunta... Será necesario, entonces, insistir en las preguntas, sin retroceder ante las contradicciones o los absurdos. El retroceso ante la contradicción forma parte de lo que antes llamamos "el proceso subjetivo" por el cual se ha renunciado a pensar y comprender la totalidad y el sentido de esa totalidad. La contradicción parece un límite infranqueable para el pensamiento racional, pero lo es solamente para aquella forma de pensamiento que identifica a la razón con un instrumento, para aquella inteligencia de los medios.
En nuestra época, por primera vez el planeta se ha unificado, por primera vez la tierra entera compone una trama única de relaciones, por primera vez en la historia la civilización humana se ha globalizado y, paradójicamente, en este mismo momento histórico, hemos renunciado a la posibilidad de pensar esa totalidad, de comprender su sentido, de conocer su fundamento. Se podría decir que lo que nosotros mismos hicimos y hacemos, sobrepasa y desborda nuestra conciencia y nuestro saber. Friedrich Nietzsche advertía, hacia fines del siglo XIX, que los hombres habían producido un acontecimiento para el cual no estaban preparados. Preguntaba: "La grandeza de este acto, ¿no es demasiado grande para nosotros?" Y esto que Nietzsche anunciaba como un problema de los siglos venideros, en los cuales podría desarrollarse la fortaleza para asumirlo, es la cuestión casi cotidiana que enfrentamos en nuestros días. No sabemos aquello que nosotros mismos hacemos. Nuestra praxis nos ha desbordado. Esta afirmación, que es probablemente falsa en lo particular y específico, es verdadera en lo global y general. Mientras que la realidad se ha globalizado, el saber se ha especializado.
Sobre esta base podría decirse que, desde el "descubrimiento" de América a partir del cual la realidad se ha globalizado, los problemas que cada pueblo singular tiene que resolver son los mismos para todos. Dicho en otros términos: los problemas son generales, universales. Por ejemplo, los antiguos griegos resolvieron el problema de la participación del pueblo en los asuntos comunes creando la institución de la polis, la ciudadanía, la geometría, la filosofía, la política, etc.. Este era un problema específicamente griego, aun cuando la solución griega sea, al mismo tiempo, una solución histórico-universal, es decir, un modelo que responde virtualmente a cualquier pueblo en un proceso de evolución semejante y que puede ser apropiado por cualquier pueblo en esas condiciones. En cambio, los problemas que tienen los pueblos en nuestra época ya no son específicos de ninguno de ellos, sino que son problemas universales. La inflación, la desocupación, la exclusión social, la ampliación de la brecha entre ricos y pobres, la incertidumbre global, la contaminación ambiental, el descompromiso o la no participación crecientes, la fragmentación y "dividuación" de las relaciones humanas (por nombrar algunos), son problemas universales, planetarios, globales. Nadie puede ignorarlos o desatenderlos, pero tampoco nadie los ha resuelto de manera satisfactoria para todos. De aquí que no nos sean útiles las respuestas (o las recetas) de los otros, en tanto efectuadas desde y para la particularidad. Si pensamos situadamente, es decir, desde nuestras condiciones locales, epocales, particulares, no tendremos más remedio que partir de lo particular, pero ello no determina que las respuestas sean válidas sólo para la particularidad. Si las soluciones halladas no son válidas para todos no se debe a que partan de la particularidad sino a que lo que responde a esa particularidad no responde de igual manera a otras o, lo que es peor, implica o supone que las otras particularidades no puedan adoptar las mismas respuestas. Queremos saber, como parte de esta "introducción a la filosofía", qué mundo nos ha tocado y cuál es nuestro papel en él. Deberemos preguntarnos en cada uno de los capítulos por los que transitaremos, qué conceptos y qué categorías nos permiten comprender mejor el mundo que vivimos y cómo manejarnos en él de acuerdo a nuestra condición humana. Si este curso nos permitiera avanzar algo en este sentido habría cumplido su objetivo básico.
5. Incomodar, entristecer, criticar
Quizá sea éste el momento de advertir sobre algunos "inconvenientes" o, mejor dicho: sobre la filosofía como una actividad inconveniente. Lo "conveniente" es lo que "viene juntamente con...", es el "venir a reunirse junto con los otros" y es "lo que responde a nuestros intereses". La filosofía ha hecho y ha sido lo contrario de lo conveniente: la filosofía incomoda, desacomoda, desafía, alienta conflictos, genera pólemos (discordia). Los filósofos siempre han hecho demasiadas preguntas, siempre han cuestionado las formas de vida aceptadas, siempre han desacreditado las convicciones más arraigadas, siempre han sospechado de lo más obvio y consagrado. Max Horkheimer decía que la filosofía no cumple ninguna función dentro del orden de cosas establecido. Su función no es servir para algo, puesto que esto oculta siempre un servir a alguien, es decir, estar al servicio de alguna forma de dominación. La filosofía ha desempeñado una función crítica en la sociedad y quienes ejercen esta función suelen pasarla mal, puesto que desubican e irritan a todos los que han aceptado esa forma de vida (que suelen ser la mayoría o los más poderosos o ambos). Además, la filosofía no incomoda solamente a los otros, también incomoda a sus propios cultores. Ciertamente, no se trata de un ejercicio de masoquismo, que busque obtener placer del propio sufrimiento o dolor. No se trata de molestar o incomodar por el gusto de hacerlo. Se trata de cuestionar y de acicatear a los individuos y a las gentes para que no se abandonen a las formas de vida establecidas y su jerarquía de valores sin evaluar si tal modo de vivir es o no adecuado a la dignidad del ser humano, a la condición de seres libres. Darse cuenta de que se ha aceptado vivir como esclavos, tomar conciencia de que se vive de una manera innoble "por propia voluntad", es algo que entristece. Por eso Gilles Deleuze dice que una "filosofía que no entristece o contraría a nadie no es filosofía"[3] y agrega que sólo la filosofía ha combatido toda mistificación, todo sentido falso de la vida, toda "estupidez". Está claro que no se refiere a la estupidez individual de algunos menos inteligentes o menos preparados. La estupidez que combate la filosofía es la de someterse voluntariamente a cualquier forma de dominación, incluso la de la libertad. Lo que es inaceptable para la filosofía es que se quiera ser dominado no importa por qué o por quién. La filosofía nos impulsa a examinar, cuestionar y transformar los mecanismos ciegos, la voluntad e incluso el deseo que nos empujan a someternos. Lo que la filosofía no puede aceptar sin disolverse ella misma es que se coarte la experimentación de mejores formas de vida, que se restrinja la actividad del pensar, que se limite el ejercicio de la libertad. "¿Existe alguna disciplina -pregunta Deleuze-, fuera de la filosofía, que se proponga la crítica de todas las mistificaciones, sea cual sea su origen y su fin? ¿Quién, a excepción de la filosofía, se interesa por todo esto?"[4]
En esta obra no se recurrirá a las respuestas elaboradas por los "expertos" o por los "especialistas", ya que la especialización en la totalidad es un contrasentido. Tampoco podremos intentar construir nuestra propia respuesta, puesto que partimos de la percepción de que los hombres de esta época ya no sabemos cómo hacerlo. Ensayaremos, entonces, aprender a preguntar. Para ello no recurriremos a los especialistas sino a los maestros del pensamiento, a los grandes filósofos de la historia. Ciertamente que no podremos recurrir a todos, ni siquiera a todos los más grandes o los más reconocidos, pero ello no es imprescindible ya que buscamos iniciarnos en este aprendizaje y no cerrarlo o concluirlo. Tampoco podremos detenernos en la riqueza o en la densidad de pensamiento de algún autor en particular, pero buscaremos algunas pistas, señales, caminos o métodos que nos permitan desolvidar el pensamiento de la totalidad.
6. Polis y filosofía
¿Qué es la filosofía? Martin Heidegger dice que tanto la palabra "filosofía" como la pregunta "¿qué es...?" hablan en griego. Cuando dice que "hablan en griego", no se refiere a que hayan sido inventadas por las griegos o expresadas en ese idioma, sino que tienen que ver con algo propio de los griegos y que no se puede comprender del todo sin tomar conciencia de lo que los griegos vivían y habían inventado.
Para comprender lo que quiso decir Heidegger, hay que considerar que la filosofía nace en Grecia ligada a otro invento típicamente griego como es la polis . De este término derivan palabras castellanas como "política" y "policía". Los policías son los que cuidan o defienden a la polis, y la política es la actividad por la cual una polis se organiza y se gobierna. El término polis no tiene una traducción que sea adecuada. Se lo suele traducir por "ciudad" o por "ciudad-estado", pero ambas traducciones son inapropiadas por lo siguiente: cuando se traduce por "ciudad" se tiene la idea de un conjunto de edificios, calles, plazas, barrios, avenidas, etc; a diferencia de otros lugares donde no hay edificios como, por ejemplo, el campo. Pero la polis no tiene que ver con la urbe, sino con una forma de vida particular que surgió entre los griegos, alrededor de lo que podríamos llamar la plaza pública o el ágora.
Traducir polis por "ciudad-estado" tampoco es adecuado porque se entiende por Estado el aparato administrativo, el gobierno de una comunidad. Así entendido, el Estado se contrapone, en general, a la sociedad, que es el conjunto de los hombres que viven en común, asociados. La polis no es una forma de gobierno (ha habido diferentes formas de gobierno de la polis), sino que hace referencia a cómo los griegos se organizaron a sí mismos en comunidad. La polis es la forma propia de los griegos de la vida en común. Es una institución inédita en la antigüedad. No existía, antes de los griegos, una forma de vida como la que se desarrolló en las polis.
¿Qué es lo inédito en la polis? Todas las formas de organización de los pueblos anteriores asumían que había alguien que por alguna razón natural o sobrenatural estaba destinado a mandar sobre los demás y era el que tomaba las decisiones y establecía las leyes. En todas las formas anteriores de vida en común, la decisión acerca de qué era lícito y qué no era lícito, qué se podía hacer y qué no, quién vivía y quién moría, estaba en manos de un solo hombre, ya sea el emperador, el rey, el faraón, etc.. El poder se concentraba en uno y los demás se encontraban subordinados a las decisiones de este uno. Los griegos, en cambio, inventaron una institución en la que todos los ciudadanos participaban en común en las decisiones sobre los problemas comunes. No se trata de discutir acerca de todos los problemas: por ejemplo, si alguien quiere comprar un par de zapatos más caros o más baratos o si trata bien o mal a mis hijos o si tiene una situación próspera o se encuentra en la miseria, ello sólo incumbe a él y a su familia o a grupo de pertenencia, pero no es algo común a todos los polites o ciudadanos. Pero si el gobierno oprime a los ciudadanos o si atacan los persas o si la sequía ha hecho que se pierdan las cosechas, no son problemas de un ciudadano o de una familia o de un barrio, porque los que viven en el centro como los que viven en la periferia tienen el mismo problema si el gobierno no respeta las libertades o si invaden los persas o si no hay alimentos suficientes.
Los problemas que son comunes a todos requieren ser discutidos y resueltos en común. La forma de resolver este tipo de problemas que los griegos inventaron es abrir un ámbito, un lugar, donde cada uno pueda plantear libremente los proyectos de solución para que, después de deliberar en común, todos los ciudadanos puedan resolver lo que se va a hacer. Por supuesto, para que esto pueda llevarse a cabo, son necesarias varias condiciones. La primera de ellas es que se haya renunciado a tomar decisiones por medio de la violencia. Si se creyese que el que tiene más fuerza es el que tiene el derecho a decidir en última instancia, entonces siempre los que estén en una posición de debilidad estarán excluidos de la decisión. En definitiva, las cuestiones se definirían de la misma manera que en culturas anteriores: arbitrariamente. La primera condición para que este sistema funcione, entonces, es que se haya renunciado a hacer la voluntad a través de la fuerza, de la violencia.
Una segunda condición es que los proyectos y los planteos que cada uno haga, sean mediatizados por la palabra. Esta es la razón por la cual, en la Antigua Grecia, la palabra y la deliberación empiezan a tener un papel preponderante en la organización de una comunidad. Anteriormente, sólo tenía relevancia la palabra de Dios o la palabra del Rey. Era una palabra que mandaba, que daba órdenes y que reclamaba obediencia incondicional. Pero, con los griegos, no basta con obedecer las órdenes que se imparten, sino que además hay que encontrar un forma por la cual la mejor solución sea la que todos acepten y obedezcan, y para esto es necesario dar argumentos, es decir, poder fundamentar lo que se dice. Si alguien cree que sabe lo que hay que hacer ante un problema determinado, tiene que dar algún tipo de argumentos para mostrar que esa solución es mejor que la que propone otro.
La preeminencia de la palabra, que comienza a aparecer como una condición de la vida en la polis, implica también un cierto ordenamiento o jerarquización de las palabras y esto es lo que podemos llamar la "lógica argumentativa". Este tipo de resolución de problemas a través del diálogo, de la discusión o de la argumentación es lo que se vincula directamente con la filosofía.
La filosofía es, en alguna medida, una especie de ordenamiento, de sistematización de estos procedimientos, de estos modelos, por los cuales se busca la verdad. Se trata de una verdad que no está inmediatamente ligada al poder, que no depende del poder, como era en todas las concepciones antiguas, anteriores a la de los griegos, en las cuales el lugar del poder y el de la verdad coincidían. A veces, estos lugares aparecen mínimamente diferenciados, como cuando al lado del rey está el brujo, el sacerdote, el mago o algún otro personaje que encarna el "saber". En esos ejemplos, el poder y el saber aparecen personalizados en dos individuos distintos. De todas maneras el saber es como una función del rey, del que detenta el poder. El sabio solamente presta su palabra y da sus consejos, pero el que toma las decisiones en definitiva es el soberano.
En la polis, el ámbito del poder y del saber se disocian, es decir que aunque alguien no tenga mayor fuerza o mayor poder que otros, sin embargo, puede volcar la decisión del conjunto a su favor, si su propuesta es mejor, si la puede justificar de la mejor manera o si puede convencer al conjunto. Es decir que, desde el comienzo, la filosofía aparece vinculada a esta forma de organización de la comunidad, que podemos llamar "democrática", entendiendo por tal cuando el conjunto participa en la toma de decisiones de lo que es común a todos ellos. No hay que confundir este significado con el de la democracia moderna, representativa, con parlamento, partidos políticos, etc. A diferencia de la democracia moderna, la organización de la polis griega requiere una participación directa. No hay representantes sino que cada uno de los ciudadanos ocupa su lugar, tiene su palabra y su voto en la asamblea que toma las decisiones.
Esta forma de organización de la vida que inventaron los griegos es lo que hace posible la autonomía en las decisiones. "Autónomo" es el que se da las leyes a sí mismo, el que no depende de las órdenes de otro, el que no depende de la decisión que toma el otro, sino que hace lo que decide por sí, conjuntamente con otros. Por esta razón, tanto la polis como la filosofía son muy recelosas de la autonomía y la valoran por sobre todas las cosas. De manera tal que toda actividad que no sea autónoma, que sea una actividad dependiente, subordinada, es algo despreciable y todo aquello que "sirve para", es algo subordinado. Si alguien realiza alguna cosa que "sirve para" tal otra, lo que tiene valor es esa otra cosa para la cual se está haciendo la actividad, no la actividad misma. Entonces, una actividad que está en función de otra cosa, una actividad que "sirve para", por definición, no es valiosa en sí misma, porque no es autónoma, no vale por sí misma, vale por la otra hacia la que se dirige y de la cual depende. En la cultura actual suele preponderar la valoración inversa: lo que "vale" es aquello "que sirve", a tal punto que resulta difícil encontrar ejemplos de actividades que valgan por sí mismas.
Estos rasgos de las polis griegas se obtienen destacando las semejanzas y prescindiendo de las diferencias históricas concretas, es decir, por abstracción. Las instituciones concretas evolucionan a través de los siglos, transitando por situaciones diversas, no son iguales al comienzo, en el curso de su desarrollo histórico o al final. La polis real fue pasando por diferentes grados y formas de participación: más o menos populares, más o menos violentas. Si se hace abstracción de los momentos particulares del desarrollo histórico de la polis, puede decirse que participaban todas las clases sociales. Por otro lado, no hay que olvidar que los polites o ciudadanos participantes en las decisiones comunes no son todos los habitantes sino sólo los varones nativos mayores de edad.
Cada polis era autónoma con respecto a las otras. La polis es local, está circunscripta a un lugar, a diferencia de una nación o un imperio que integra distintas regiones, lugares u organizaciones. La polis es una organización local, en la que sólo tienen participación los que han nacido en ese lugar. Los extranjeros, si son nativos de otra polis, tienen derecho a hablar pero no a decidir, no votan. Los niños, las mujeres y los esclavos no participaban de la asamblea ni podían hablar en ella. No eran considerados ciudadanos.
Hay una jerarquización de los tipos humanos hecha por Aristóteles que puede resultar ilustrativa para aclarar el tema de la participación (si bien fue hecha en la última época de la polis, cuando esta institución ya estaba en crisis y en proceso de disolución). Aristóteles dice que lo que es propiamente humano es lo que los griegos llamaban lógos y que podemos traducir por "razón" y "palabra". Lo que distingue a los hombres de los otros seres vivos es esta capacidad de hablar y de resolver las cuestiones a través de la palabra, de razonar y argumentar. Por eso es que las distintas definiciones de "hombre" de Aristóteles, utilizan algunos de éstos términos: "El hombre es un ser vivo que vive en polis"; "el hombre es un ser vivo racional"; "el hombre es un ser vivo que habla". Pero los distintos tipos humanos participan de la razón en grados diferentes. Según Aristóteles, hay tres formas diferentes de participar de la razón o de ser racionales, porque la razón tiene tres niveles y no todos los hombres alcanzan los tres niveles:
1. Están los hombres que sólo tienen la capacidad de comprender lo racional, lo que les permite obedecer y ejecutar las órdenes que se les dan. Así, los esclavos son humanos de una condición inferior, ya que sólo pueden comprender lo que se les manda pero, como diría Nietzsche, no son capaces de mandarse a sí mismos.
2. Están los seres humanos que tienen una participación mayor que aquellos que sólo entienden lo que se les ordena, que son los que además de comprender y obedecer, son capaces de tomar decisiones. En este nivel están, por ejemplo, las mujeres.
3. Están, finalmente, los hombres que alcanzan el nivel superior, que es la capacidad de deliberar. No se trata solamente de plantear respuestas a las cuestiones (respuestas mejores o más racionales), sino que además pueden evaluar las condiciones de los problemas, lo que es propiamente deliberar.
Desde el comienzo de la época moderna se ha extendido la creencia de que los hombres son naturalmente iguales. Por compartir este supuesto, los hombres de los últimos siglos creen estar en una posición más evolucionada y superior a la de los griegos, sin embargo, este esquema sigue utilizándose, por ejemplo, en las empresas actuales. En las empresas modernas existe un directorio que tiene la capacidad de deliberar, tomar decisiones, dar órdenes y dirigir al conjunto, hay un estamento ejecutivo o gerencial que toma decisiones a partir de las orientaciones que da el directorio y después está la gran masa de los trabajadores que son los que obedecen a sus jefes (los que también, en los distintos niveles, obedecen órdenes). La única diferencia entre la concepción de los griegos y la moderna, desde esta perspectiva, es que los modernos consideran estas diferencias como algo meramente funcional mientras que los griegos creían que eran naturales.
Por otra parte, hay que considerar que una imagen muy difundida de los esclavos de los griegos es la que los representa como bestias sometidas al látigo o condenados a trabajo forzado en las galeras -imagen a la que ha contribuido el cine de Hollywood durante algunos años- no suele ser muy adecuada a la realidad histórica. Los esclavos de los griegos tenían distintos niveles y jerarquías. La mayoría de ellos eran sirvientes de las casas (oikos[5]), eran propiedad de las familias. Incluso hubo entre ellos muchos que se dedicaban a la educación de los niños de la familia.
En consecuencia, los "ciudadanos" eran solamente aquellos que tenían capacidad de deliberación, o sea, los varones nativos adultos (los que han pasado la adolescencia, los que pueden procrear y combatir).
Un primer rasgo que hay que tener en cuenta, entonces, es esta vinculación esencial entre el nacimiento de la filosofía, entendida como la exigencia de argumentar con razones y de deliberar en común y este funcionamiento de la institución de la polis: la resolución de los problemas comunes en común.
7. Pregunta y diálogo
Un segundo rasgo, que es necesario destacar, es la importancia de la palabra y del diálogo como medio de resolución de los conflictos. En la vida ordinaria, las discusiones sobre los temas comunes (por ejemplo, sobre política o fútbol), suelen terminar en insultos, enemistades e incluso golpes, dejando la sensación de que se ha perdido el tiempo porque no se ha logrado conciliar las distintas perspectivas. En la mayor parte de los casos, este resultado insatisfactorio se debe a que los interlocutores parecen no entenderse o no escucharse, como si no hablasen en el mismo idioma. Esto se debe a que las palabras que se utilizan tienen distintas acepciones, distintos significados. Se utilizan las mismas palabras, pero al utilizarlas con distintos significados, se producen equívocos y desacuerdos, como si se hablase con palabras distintas. O es aún peor, porque si se utilizasen palabras distintas se sabría que hay una diferencia en lo que cada uno está diciendo, en cambio, al hablar con las mismas palabras pareciera que se está hablando de lo mismo cuando no es así. Cuando una palabra tiene distintas acepciones o significados se dice que es equívoca y esto es lo que en general ocurre con todos los términos de la lengua. "Equívoco" no quiere decir que es erróneo o equivocado, sino que tiene distintas acepciones, que significa distintas cosas.
Los griegos se dieron cuenta de esta dificultad inherente al lenguaje y también plantearon una solución a este problema. La solución consistió en la invención de un tipo de preguntas que tenían una misma estructura: "¿qué es esto?" Esta pregunta permite eliminar el equívoco de una palabra porque exige una definición.
La definición consiste en la determinación del significado del término que se está utilizando. Definirlo es "ponerle fin" a la discusión acerca de cuáles son las características que hacen al significado de un término. En lugar de que uno le asigne determinadas características y otro le asigne otras características, la definición "pone fin" a la ambigüedad delimitando las características, de-fin-iendo el término. La definición es siempre la respuesta a esa pregunta: "¿qué es esto?" No solamente qué es la "filosofía", sino también qué es el "banco", qué es un "ser humano", qué es la "sociedad", qué es la "mujer", qué es "hablar"... Responder a estas preguntas es definir el término por el que preguntamos[6].
La definición da por resultado un concepto. El concepto es un término que se ha definido, que se ha delimitado en su significado. Este invento de los conceptos y de la definición, suele atribuirse a Sócrates, un filósofo ateniense de fines del siglo V a.C..
Sócrates dedicó gran parte de su vida a la molesta actividad de andar preguntando a los otros "¿qué es esto?" Sobre todo preguntaba a la gente que se suponía que sabía sobre esas cosas o sobre esos temas. Lo que hacía era preguntar al que era entendido en alguna cosa, preguntarle sobre eso en lo que era entendido. Por ejemplo, a un juez le preguntaba qué es la justicia, a un político le preguntaba qué es el gobierno, qué es el poder, a un soldado qué es el valor, en qué consiste la valentía, etc.. A los que se suponía que conocían algo, les preguntaba en busca de las respuestas a estas preguntas. A veces, como el equívoco del lenguaje está presente en todas las actividades, estas personas que se suponía que sabían más sobre algún tema o alguna actividad, incurrían en contradicciones: definían los términos de una manera y después, en el curso posterior del diálogo, los definían de otra o de otras. Cuando las distintas definiciones dentro del mismo discurso[7] se excluyen mutuamente, se anulan la una a la otra. Si primero se dice: -"todas las mesas están hechas de madera"- y después se afirma: -"esta mesa no es de madera, sino de metal"-; las dos definiciones no pueden ser ambas verdaderas. Ya que sólo una puede ser verdadera, si se mantienen las dos, se anulan mutuamente.
Cuando se incurre en una contradicción, todo lo que se dice se anula por ser incoherente y el que estaba hablando queda en ridículo, porque se hace manifiesto que no sabía lo que decía saber[8]. Esta es una situación bastante incómoda para cualquiera, y por esta razón, las personas que "saben" tratan de evitar a quienes hacen preguntas molestas o se abstienen de hablar para no quedar en ridículo. Esta actividad incómoda que incomoda, llevó a Sócrates a tener que enfrentar un juicio. El juicio se entabló a raíz de tres acusaciones principales: una era introducir nuevos dioses en la polis, otra era no rendir honores a los dioses y otra era corromper a la juventud a través de sus enseñanzas. En ese juicio, Sócrates fue condenado a muerte y él mismo ejecutó la condena del tribunal bebiendo voluntariamente el veneno que acabó con su vida y negándose a huir para salvar la vida al precio de transgredir la ley. Aplicar la pena por propia mano es lo que corresponde a hombres libres, ya que si un hombre libre reconoce que a obrado indignamente, lo justo es que él mismo se aplique el castigo.
Para Sócrates, la filosofía no tiene que ver con problemas puramente "teóricos" o especulativos ni con situarse en una posición neutra u "objetiva" frente a la realidad. Por el contrario, piensa que el filósofo (o cualquiera que haya alcanzado algún grado de saber) es en la misma medida de su saber un hombre justo, alguien que está comprometido con las leyes y con las costumbres[9] (ethos) de su comunidad. Sócrates pensaba que la misma coherencia que hay en los hechos naturales o en los discursos verdaderos debe regir las acciones de un hombre justo. Por esta razón prefirió morir para cumplir con la sentencia del tribunal que lo había condenado a muerte y no ser incoherente con las leyes de su comunidad sobornando a los guardias y huyendo a otra ciudad.
Sócrates decía que necesitaba dialogar con los otros y hacerles preguntas porque "no sabía". Insistía una y otra vez en que era la propia ignorancia la que lo había conducido a esa actividad molesta. Aconsejaba, sobre todo a los que se consideran más sabios, ponerse en el lugar del que no sabe. Se llama "ironía" a aquella actitud que cuestiona las verdades más arraigadas desde el no saber e "irónico" al que asume tales actitudes.
La ironía socrática, esta actividad de hacer preguntas desde el lugar del no saber, ha quedado como un ejemplo y como un modelo para toda la filosofía posterior, y desde entonces se ha considerado a la filosofía como algo molesto, como una actividad que incomoda. El mismo Sócrates hablaba de esta incomodidad y se comparaba con un tábano que molesta al buey y no lo deja dormir. Así también Sócrates molestaba a la polis de Atenas, para que no se durmiera, para que no aceptara su forma de vida sin evaluarla, sin cuestionarla. La filosofía es esta actividad que molesta a los ciudadanos de la polis y no los deja dormirse ni dejarse llevar por las costumbres, por los hábitos, por las creencias imperantes. Vuelve a preguntar cada vez: "Vivimos de manera más justa que los otros, pero ¿qué es la justicia?" "Somos más valerosos que aquellos a los que derrotamos en la batalla, pero ¿qué es el valor?" Volvía a preguntar lo que se daba por obvio, lo que se daba por natural, por sabido, por conocido. Sócrates dedicó su vida a esta actividad de hacer preguntas o, por lo menos, a hacer cierto tipo de preguntas, porque no todas las preguntas tienen el mismo efecto "molesto", no todas las preguntas incomodan de esta manera. El tipo de preguntas que producen ese efecto son, por ejemplo, "¿qué es esto?" o también: "¿por qué es esto?", o sea, ¿cuál es la causa?, ¿cuál es el motivo? o ¿cuál es la razón? El hacer este tipo de preguntas es una actividad a la que se ha llamado "filosofía".
8. La distinción entre mithos y lógos: el saber de los sofos y la filosofía
El término "filosofía", en realidad, es bastante tardío, porque lo comienza a utilizar recién Platón. No se usaba todavía en el tiempo de Sócrates (que es una generación anterior a Platón). Entonces no se hablaba de filósofos ni de filosofía sino de sofistas. Los sofistas eran un tipo de sabios, eran personas que habían desarrollado algún saber en alguna actividad o en algún oficio. Antes de los sofistas se hablaba del sofos, del "sabio". El sofos es el sabio en el ámbito mítico-religioso, alguien que tiene un saber que no es propiamente humano sino divino. Según el significado que tenía en tiempos de Platón, el sofos tenía un saber que le era "inspirado" por los dioses. Los poetas son sofos en este sentido, pues lo que dice el poeta no se basa en su propio saber sino en lo que le es "inspirado", en lo que le "sopla" el dios. El poeta dice lo que el dios le manda decir. En ese sentido la sabiduría de los poetas es tomada como una sabiduría divina.
El saber de los sofos, de los sabios, es anterior a la filosofía: es un saber que podemos llamar mítico o mítico-religioso. Mithos es un término griego que significa "palabra", "relato", "cuento". Los mitos relatan el origen de la realidad o de alguna cosa de la realidad, y siempre ese origen remite a un tiempo originario, a un tiempo primordial en el cual intervinieron los dioses. En el origen de todas las cosas siempre hay algún tipo de intervención divina.
Para los griegos, los dioses no estaban más allá del kosmos o del universo de cosas que existen, sino que eran parte del universo. En su concepción, el kosmos está formado por los dioses, los hombres, los animales, los vegetales y los minerales, es decir, por todos los seres que existen. Los dioses no están en un ámbito más allá del kosmos (no son "trascendentes" al universo) sino que están dentro del kosmos, y de alguna forma conviven con los hombres, incluso se mezclan, se pelean, engañan, envidian, se aman, entre ellos y con los hombres. Hay una comunicación y una circulación entre el ámbito del humano y el ámbito de lo divino. Hay hombres que se divinizan, hay dioses que se vuelven mortales, porque estos ámbitos no están separados, como en la tradición judeo-cristiana, donde ambos niveles son inconmensurables, porque nada de lo creado puede abarcar o contener al Creador. Lo que distingue a los dioses de los hombres en la tradición griega, en cambio, es que los primeros son inmortales y los segundos son mortales. Los dioses inmortales conocen el destino y los mortales lo padecen, o lo conocen padeciendo. No obstante, tanto los dioses como los hombres están sujetos al destino, aunque los inmortales, al conocer el destino pueden evitar ser perjudicados o destruidos por él, en cambio, los mortales siempre acceden tardíamente al conocimiento.
El mito siempre tiene que ver con alguna intervención de los dioses que ha dado origen a alguna realidad, por eso se trata de una explicación que podemos llamar "genética": cómo algo se ha generado a partir de la intervención del dios. El mito no tenía para los griegos el significado que ha llegado a tener después del siglo XVIII: el de relato falso. Al contrario, el mito es la "palabra verdadera". Es la palabra que dice cómo verdaderamente son las cosas, y no cómo se nos aparecen. El mito relata cómo algo se ha generado y en ese sentido es real, es la verdadera realidad, no es una fantasía o una alucinación o una ficción, que en definitiva es falsa. La palabra mithos significa, entonces, "palabra verdadera", es el relato del origen de la verdadera realidad.
También el término griego lógos significa palabra y palabra verdadera. De lógos, que se suele traducir por "razón", viene el término castellano "lógica". Lógos significa lo mismo que mithos, significa también palabra, sólo que es una palabra que tiene otra estructura, ya no remite a este origen divino sino que el lógos refiere al orden de las cosas, el orden de la realidad, desde su fundamento. Conociendo el fundamento, se puede también abarcar todo lo que está sostenido sobre ese fundamento. Conocer las cosas como son es la pretensión del lógos, y "cosas" en latín se dice res, de donde viene el término "realidad", o sea que la realidad son las cosas. Cuando se dice: -"quiero conocer la realidad"-; eso significa lo mismo que: -"quiero conocer las cosas, las cosas como son"-. "Las cosas como son", significa no lo que las cosas son para mí, sino las cosas como son en sí mismas.
La filosofía surgió con la exigencia del conocimiento de la realidad de las cosas tal como son, más allá de lo que parecen ser. El parecer remite a un observador: lo que parece es siempre para mí o para alguien. Por esta razón, siempre hay una multiplicidad de pareceres o de puntos de vista sobre las cosas, pero la realidad es única. Las cosas son tal como son en realidad, independientemente del punto de vista. Si es posible conocer la realidad de las cosas, eso real tiene que ser único y permanente, tiene que ser siempre lo mismo, no puede cambiar, porque de lo contrario, el conocimiento verdadero no sería posible. Con el fin de evitar los equívocos y posibilitar la comunicación, hasta que pueda encontrarse una definición más adecuada, se va a entender por "verdad", cuando lo que se dice o lo que se afirma se corresponde o coincide con lo que las cosas son en realidad. Cuando lo que se dice no coincide con la realidad, entonces, lo que se dice es falso.
Resta aclarar qué significa "realidad". Algunos entienden por la realidad lo que puede ser percibido por los sentidos. En esta acepción, la verdad consistirá en que lo que se diga coincida con lo que se percibe por los sentidos. Pero, los antiguos griegos argumentaban que no puede ser real lo que es y no es, lo que a veces parece de una manera y otras veces parece de otra. Sostenían que la realidad tiene que ser permanente, que no puede ser cambiante, porque si la realidad fuese cambiante, entonces, no podría haber verdad. Si alguien dijese: -"esta cosa real tiene esta característica"-, y la cosa nombrada cambiase, lo que se dijo ya no coincidiría con la "cosa", que dejó de ser la que era, porque cambió. Sólo puede ser conocido verdaderamente lo que es permanente y sólo a eso hay que llamar real o realidad. La consecuencia que se desprende de esto es que aquello que cambia no es real, porque de lo contrario, la realidad sería incognoscible. No puede haber distintos significados que se refieran a la misma realidad. Si hubiere más de uno, sólo uno podría se adecuado a la realidad. A los otros les sobrará algo o les faltará algo, pero no pueden coincidir dos distintos con la cosa tal como es. El color de la rosa puede cambiar porque no es más que una apariencia, el producto de la percepción, pero la rosa es siempre lo mismo. Si variase alguna de sus características ya no se trataría de una rosa sino de alguna otra flor. La "cosa" rosa es siempre lo mismo. La rosa real es siempre la misma aunque cambien las apariencias. Se podrán observar distintos colores, distintas formas, pero la rosa es siempre la rosa. La rosa tiene determinadas características propias independientemente de que yo la conozca o de que la conozca alguien.
La pretensión de la filosofía es conocer esto permanente, o sea, lo real, conocer la realidad. Se trata de conocer lo que se puede conocer, de lo único que puede haber verdad.
Preguntas
- ¿En qué sentido la filosofía puede definirse como un "gusto por lo complejo"?
- ¿Qué significa "pensar"?
- ¿Qué vinculación hay entre la filosofía y la pasión? ¿Qué pasiones son necesarias para el cultivo de la filosofía?
- Cuando se habla de "introducción" a la filosofía o "iniciación" en la filosofía, ¿qué equívocos hay que evitar?
- ¿Qué significa que la filosofía es "histórica"?
- ¿A qué se llama "incertidumbre sobre la totalidad"?
- ¿Por qué es necesario insistir en las preguntas?
- ¿Qué significa que los problemas de nuestra época son globales?
- ¿Cómo se relacionan la función crítica de la filosofía y el ser una actividad inconveniente?
- ¿Por qué razón sostiene Deleuze que la filosofía que no entristece no es filosofía?
- ¿Qué quiere decir que el término "filosofía" habla en griego?
- ¿Qué relación hay entre filosofía y polis?
- ¿Cuáles son las condiciones que hacen posible el funcionamiento de la polis?
- ¿Por qué la autonomía y la libertad son valores fundamentales para la polis y para la filosofía?
- ¿Qué relación hay entre la "razón", la polis y la filosofía?
- ¿Cuál es la función de la pregunta en filosofía?
- ¿Cuál es la relación entre lógos y mythos?
CAPITULO CUARTO DATE LA BUENA VIDA
¿Qué pretendo decirte poniendo un «haz lo que quieras» como lema fundamental de esa ética hacia la que vamos tanteando? Pues sencillamente (aunque luego resultará que no es tan sencillo, me temo) que hay que dejarse de órdenes y costumbres, de premios y castigos, en una palabra de cuanto quiere dirigirte desde fuera' y que tienes que plantearte todo este asunto desde ti mismo, desde el fuero interno de tu voluntad. No le preguntes a nadie qué es lo que debes hacer con tu vida: pregúntatelo a ti mismo. Si deseas saber en qué puedes emplear mejor tu libertad, no la pierdas poniéndote ya desde el principio al servicio de otro o de otros, Por buenos, sabios y respetables que sean: interroga sobre el uso de tu libertad... a la libertad misma. Claro, como eres chico listo puede que te estés dando ya cuenta de que aquí hay una cierta contradicción. Si te digo «haz lo que quieras» parece que te estoy dando de todas formas una orden, «haz eso y no lo otro», aunque sea la orden de que actúes libremente. ¡Vaya orden más complicada, cuando se la examina de cerca! Si la cumples, la desobedeces (porque no haces lo que quieres, sino lo que quiero yo que te lo mando); si la desobedeces, la cumples (porque haces lo que tú quieres en lugar de lo que yo te mando... ¡pero eso es precisamente lo que te estoy mandando!). Créeme, no pretendo meterte en un rompecabezas como los que aparecen en la sección de pasatiempos de los periódicos. Aunque procure decirte todo esto sonriendo para que no nos aburramos más de lo debido, el asunto es serio: no se trata de pasar el tiempo, sino de vivirlo bien.
La aparente contradicción que encierra ese «haz lo que quieras » no es sino un reflejo del problema esencial de la libertad misma: a saber, que no somos libres de no ser libres, que no tenemos más remedio que serlo. ¿Y si me dices que ya está bien, que estás harto y que no quieres seguir siendo libre? ¿Y si decides entregarte como esclavo al mejor postor o jurar que obedecerás en todo y para siempre a tal o cual tirano? Pues lo harás porque quieres, en uso de tu libertad y aunque obedezcas a otro o te dejes llevar por la masa seguirás actuando tal como prefieres: no renunciarás a elegir, sino que habrás elegido ,lo elegir por ti mismo. Por eso un filósofo francés de nuestro siglo, Jean-Paul Sartre, dijo que «estamos condenados a la libertad». Para esa condena, no hay indulto que valga... De modo que mi «haz lo que quieras» no es más que una forma de decirte que te tomes en serio el problema de tu libertad, lo de que nadie puede dispensarte de la responsabilidad creadora de escoger tu camino. No te preguntes con demasiado morbo si «merece la pena>> todo este jaleo de la libertad, porque quieras o no eres libre, quieras o no tienes que querer. Aunque digas que no quieres saber nada de estos asuntos tan fastidiosos y que te deje en paz, también estarás queriendo... queriendo no saber nada, queriendo que te dejen en paz aun a costa de aborregarte un poco o un mucho. ¡Son las cosas del querer, amigo mío, como dice la copla! Pero no confundamos este «haz lo que quieras» con los caprichos de que hemos hablado antes. Una cosa es que hagas «lo que quieras» y otra bien distinta que hagas «lo primero que te venga en gana». No digo que en ciertas ocasiones no pueda bastar la pura Y simple gana de algo: al elegir qué vas a comer en un restaurante, por ejemplo. Ya que afortunadamente tienes buen estómago Y no te preocupa engordar, pues venga, pide lo que te dé la gana... Pero cuidado, que aveces con la «gana» no se gana sino que se pierde. Ejemplo al canto.
No sé si has leído mucho la Biblia. Está llena de cosas interesantes y no hace falta ser muy religioso, ya sabes que yo lo soy más bien poco para apreciarlas. En el primero de sus libros, el Génesis, se cuenta la historia de Esaú y Jacob, hijos de Isaac. Eran hermanos gemelos, pero Esaú había salido primero del vientre de su madre, lo que le concedía el derecho de primogenitura: ser primogénito en aquellos tiempos no era cosa sin importancia, porque significaba estar destinado a heredar todas las posesiones y privilegios del padre. A Esaú le gustaba ir de caza y correr aventuras, mientras que Jacob prefería quedarse en casita, preparando de vez en cuando algunas delicias culinarias. Cierto día volvió Esaú del campo cansado y hambriento. Jacob había preparado un suculento potaje de lentejas y a su hermano, nada más llegarle el olorcillo del guiso, se le hizo la boca agua. Le entraron muchas ganas de comerlo y pidió a Jacob que le invitara. El hermano cocinero le dijo que con mucho gusto pero no gratis sino a cambio del derecho de primogenitura. Esaú pensó: «Ahora lo que me apetecen son las lentejas. Lo de heredar a mi padre será dentro de mucho tiempo. ¡Quién sabe, a lo mejor me muero yo antes que él!» Y accedió a cambiar sus futuros derechos de primogénito por las sabrosas lentejas del presente. ¡Debían oler estupendamente esas lentejas! Ni que decir tiene que más tarde, ya repleta la panza, se arrepintió del mal negocio que había hecho, lo que provocó bastantes problemas entre los hermanos (dicho sea con el respeto debido, siempre me ha dado la impresión de que Jacob era un pájaro de mucho cuidado). Pero si quieres saber cómo acaba la historia, léete el Génesis. Para lo que aquí nos interesa ejemplificar basta con lo que te he contado. Como te veo un poco sublevado, no me extrañaría que intentaras volver esta historia contra lo que te vengo diciendo: «¿No me recomendabas tú eso tan bonito de "haz lo que quieras"? Pues ahí tienes: Esaú quería potaje, se empeñó en conseguirlo y al final se quedó sin herencia. ¡Menudo éxito! » Sí, claro, pero... ¿eran esas lentejas lo que Esaú quería de veras o simplemente lo que le apetecía en aquel momento? Después de todo, ser el primogénito era entonces una cosa muy rentable y en cambio las lentejas ya se sabe: si quieres las tomas y si no las dejas... Es lógico pensar que lo que Esaú quería en el fondo era la primogenitura, un derecho destinado a mejorarle mucho la vida en un plazo más o menos próximo. Por supuesto, también le apetecía comer potaje, pero si se hubiese molestado en pensar un poco se habría dado cuenta de que este segundo deseo podía esperar un rato con tal de no estropear sus posibilidades de conseguir lo fundamental. A veces los hombres querernos cosas contradictorias que entran en conflicto unas con otras. Es importante ser capaz de establecer prioridades y de imponer una cierta jerarquía entre lo que de pronto me apetece y lo que en el fondo, a la larga, quiero. Y si no, que se lo pregunten a Esaú... En el cuento bíblico hay un detalle importante. Lo que determina a Esaú para que elija el potaje presente y renuncie a la herencia futura es la sombra de la muerte o, si prefieres, el desánimo producido por la brevedad de la vida. «Como sé que me voy a morir de todos modos y a lo mejor antes que mi padre... ¿para qué molestarme en dar más vueltas a lo que me conviene? ¡Ahora quiero lentejas y mañana estaré muerto, de modo que vengan las lentejas y se acabó! » Parece como si a Esaú la certeza de la muerte le llevase a pensar que la vida ya no vale la pena, que todo da igual. Pero lo que hace que todo dé igual no es la vida, sino la muerte. Fíjate: por miedo a la muerte, Esaú decide vivir como si ya estuviese muerto y todo diese igual. La vida está hecha de tiempo, nuestro presente está lleno de recuerdos Y esperanzas, pero Esaú vive como si para él ya no hubiese otra realidad que el aroma de lentejas que le llega ahorita mismo a la nariz, sin ayer ni mañana. Aún más: nuestra vida está hecha de relaciones con los demás -somos padres, hijos, hermanos, amigos o enemigos, herederos o heredados, etc.-, pero Esaú decide que las lentejas (que son una cosa, no una persona) cuentan más para él que esas vinculaciones con otros que le hacen ser quien es. Y ahora una pregunta: ¿cumple Esaú realmente lo que quiere o es que la muerte le tiene como hipnotizado, paralizando y estropeando su querer?
Dejemos a Esaú con sus caprichos culinarios y sus líos de familia. Volvamos a tu caso, que es el que aquí nos interesa. Si te digo que hagas lo que quieras, lo primero que parece oportuno hacer es que pienses con detenimiento y a fondo qué es lo que quieres. Sin duda te apetecen muchas cosas, a menudo contradictorias, como le pasa a todo el mundo: quieres tener una moto pero no quieres romperte la crisma por la carretera, quieres tener amigos pero sin perder tu independencia, quieres tener dinero pero no quieres avasallar al prójimo para conseguirlo, quieres saber cosas y por ello comprendes que hay que estudiar pero también quieres divertirte, quieres que yo no te dé la lata y te deje vivir a tu aire pero también que esté ahí para ayudarte cuando lo necesites, etc. En una palabra, si tuvieras que resumir todo esto y poner en palabras sinceramente tu deseo global de fondo, me dirías: «Mira, papi, lo que quiero es darme la buena vida. » ¡Bravo! ¡Premio para el caballero! Eso mismito es lo que yo quería aconsejarte: cuando te dije «haz lo que quieras» lo que en el fondo pretendía recomendarte es que te atrevieras a darte la buena vida. Y no hagas caso a los tristes ni a los beatos, con perdón: la ética no es más que el intento racional de averiguar cómo vivir mejor. Si merece la pena interesarse por la ética es porque nos gusta la buena vida. Sólo quien ha nacido para esclavo o quien tiene tanto miedo a la muerte que cree que todo da igual se dedica a las lentejas y vive de cualquier manera... Quieres darte la buena vida: estupendo. Pero también quieres que esa buena vida no sea la buena vida de una coliflor o de un escarabajo, con todo mi respeto para ambas especies, sino una buena vida humana. Es lo que te corresponde, creo yo. Y estoy seguro de que a ello no renunciarías por nada del mundo. Ser humano, ya lo hemos indicado antes, consiste principalmente en tener relaciones con los otros seres humanos.
Si pudieras tener muchísimo dinero, una casa más suntuosa que un palacio de las mil y una noches, las mejores ropas, los más exquisitos alimentos (¡muchísimas lentejas!), los más sofisticados aparatos, etc., pero todo ello a costa de no volver a ver ni a ser visto por ningún ser humano jamás, ¿estarías contento? ¿Cuánto tiempo podrías vivir así sin volverte loco? ¿No es la mayor de las locuras querer las cosas a costa de la relación con las personas? ¡Pero si precisamente la gracia de todas esas cosas estriba en que te permiten -o parecen permitirte- relacionarte más favorablemente con los demás! Por medio del dinero se espera poder deslumbrar o comprar a los otros; las ropas son para gustarles o para que nos envidien; y lo mismo la buena casa, los mejores vinos, etcétera. Y no digamos los aparatos: el vídeo y la tele son para verles mejor, el compact para oírles mejor y así sucesivamente. Muy pocas cosas conservan su gracia en la soledad; y si la soledad es completa y definitiva, todas las cosas se amargan irremediablernente. La buena vida humana es buena vida entre seres humanos o de lo contrario puede que sea vida, pero no será ni buena ni humana. ¿Empiezas a ver por dónde voy?. Las cosas pueden ser bonitas y útiles, los animales (por lo menos algunos) resultan simpáticos, pero los hombres lo que querernos ser es humanos, no herramientas ni bichos. Y queremos también ser tratados como humanos, porque eso de la humanidad depende en buena medida de lo que los unos hacernos con los otros. Me explico: el melocotón nace melocotón, el leopardo viene ya al mundo como leopardo, pero el hombre no nace ya hombre del todo ni nunca llega a serlo si los demás no le ayudan. ¿Por qué? Porque el hombre no es solamente una realidad biológica, natural (como los melocotones o los leopardos), sino también una realidad cultural. No hay humanidad sin aprendizaje cultural y para empezar sin la base de toda cultura (y fundamento por tanto de nuestra humanidad): el lenguaje. El mundo en el que vivimos los humanos es un mundo lingüístico, una realidad de símbolos y leyes sin la cual no sólo seríamos incapaces de comunicarnos entre nosotros sino también de captar la significación de lo que nos rodea. Pero nadie puede aprender a hablar por sí solo (como podría aprender a comer por sí solo o a mear -con perdónpor sí solo), porque el lenguaje no es una función natural y biológica del hombre (aunque tenga su base en nuestra condición biológica, claro está) sino una creación cultural que heredamos y aprendemos de otros hombres. Por eso hablar a alguien y escucharle es tratarle como a una persona, por lo menos empezar a darle un trato humano. Es sólo un primer paso, desde luego, porque la cultura dentro de la cual nos humanizamos unos a otros parte del lenguaje pero no es simplemente lenguaje. Hay otras formas de demostrar que nos reconocemos como humanos, es decir, estilos de respeto y de miramientos humanizadores que tenemos unos para con otros. Todos queremos que se nos trate así y si no, protestamos. Por eso las chicas se quejan de que se las trate como mujeres «objeto» es decir, simples adornos o herramientas; y por eso cuando insultamos a alguien le llamamos « ¡animal! », como advirtiéndole que está rompiendo el trato debido entre hombres y que como siga así podemos pagarle con la misma moneda. Lo más importante de todo esto me parece lo siguiente: que la humanización (es decir, lo que nos convierte en humanos, en lo que queremos ser) es un proceso recíproco (como el propio lenguaje, ¿te das cuenta?). Para que los demás puedan hacerme humano, tengo yo que hacerles humanos a ellos; si para mí todos son como cosas o como bestias, yo no seré mejor que una cosa o una bestia tampoco. Por eso darse la buena vida no puede ser algo muy distinto a fin de cuentas de dar la buena vida. Piénsalo un poco, por favor. Más adelante seguiremos con esta cuestión. Ahora, para concluir este capítulo de Modo más relajado, te propongo que nos vayamos al cine. Podemos ver, si quieres, una hermosísima película dirigida e interpretada Por Orson Welles: Ciudadano Kane. Te la recuerdo brevemente, Kane es un multimillonario que con pocos escrúpulos ha reunido en su palacio de Xanadú una enorme colección de todas las cosas hermosas y caras del mundo. Tiene de todo, sin duda, y a todos los que le rodean les utiliza para sus fines, como simples instrumentos de su ambición. Al final de su vida, pasea solo por los salones de su mansión, llenos de espejos que le devuelven mil veces su propia imagen de solitario: sólo su imagen le hace compañía. Al fin muere, murmurando una palabra: «¡Rosebud!» Un periodista intenta adivinar el significado de este último gemido, pero no lo logra. En realidad, «Rosebud» es el nombre escrito en un trineo con el que Kane jugaba cuando niño, en la época en que aún vivía rodeado de afecto y devolviendo afecto a quienes le rodeaban. Todas sus riquezas y todo el poder acumulado sobre los otros no habían podido comprarle nada mejor que aquel recuerdo infantil. Ese trineo, símbolo de dulces relaciones humanas, era en verdad lo que Kane quería, la buena vida que había sacrificado para conseguir millones de cosas que en realidad no le servían para nada. Y sin embargo la mayoría le envidiaba... Venga, vámonos al cine: mañana seguiremos.
Vete leyendo... Y guisó Jacob un potaje; y volviendo Esaú del campo, cansado, dijo a Jacob: Te ruego que me des a comer de ese guiso rojo, pues estoy muy cansado. Y Jacob respondió: Véndeme en este día tu primogenitura. Entonces dijo Esaú: He aquí que yo me voy a morir; ¿para qué, pues, me servirá la primogenitura? «Y dijo Jacob: Júramelo en este día. Y le juró, y vendió a Jacob su primogenitura. «Entonces Jacob dio a Esaú pan y del guisado de las lentejas; y él comió y bebió, se levantó y se fue. Así menospreció Esaú la primogenitura» (Génesis, XXV, 27 a 34).
«Quizá el hombre es malo porque, durante toda la vida, está esperando morir: y así muere mil veces en la muerte de los otros y de las cosas. «Pues todo animal consciente de estar en peligro de muerte se vuelve loco. Loco miedoso, loco astuto, loco malvado, loco que huye, loco servil, loco furioso, loco odiador, loco embrollador, loco asesino» (Tony Duvert, Abecedario malévolo).
«Un hombre libre en nada piensa menos que en la muerte, y su sabiduría no es una meditación de la muerte, sino de la vida» (Spinoza, Ética). «Hombre libre es el que quiere sin la arrogancia de lo arbitrario. Cree en la realidad, es decir, en el lazo real que une la dualidad real del Yo y del Tú. Cree en el Destino y cree que el Destino le necesita... Pues lo que ha de acontecer no acontecerá si no está resuelto a querer lo que es capaz de querer» (Martin Buber, Yo y tú). «Ser capaz de prestarse atención a uno mismo es requisito previo para tener la capacidad de prestar atención a los demás; el sentirse a gusto con uno mismo es la condición necesaria para relacionarse con otros »(Erich Fromm, Ética y psicoanálisis)
Preguntas:
¿Qué pretendo decirte poniendo un «haz lo que quieras» como lema fundamental de esa ética hacia la que vamos tanteando? Pues sencillamente (aunque luego resultará que no es tan sencillo, me temo) que hay que dejarse de órdenes y costumbres, de premios y castigos, en una palabra de cuanto quiere dirigirte desde fuera' y que tienes que plantearte todo este asunto desde ti mismo, desde el fuero interno de tu voluntad. No le preguntes a nadie qué es lo que debes hacer con tu vida: pregúntatelo a ti mismo. Si deseas saber en qué puedes emplear mejor tu libertad, no la pierdas poniéndote ya desde el principio al servicio de otro o de otros, Por buenos, sabios y respetables que sean: interroga sobre el uso de tu libertad... a la libertad misma. Claro, como eres chico listo puede que te estés dando ya cuenta de que aquí hay una cierta contradicción. Si te digo «haz lo que quieras» parece que te estoy dando de todas formas una orden, «haz eso y no lo otro», aunque sea la orden de que actúes libremente. ¡Vaya orden más complicada, cuando se la examina de cerca! Si la cumples, la desobedeces (porque no haces lo que quieres, sino lo que quiero yo que te lo mando); si la desobedeces, la cumples (porque haces lo que tú quieres en lugar de lo que yo te mando... ¡pero eso es precisamente lo que te estoy mandando!). Créeme, no pretendo meterte en un rompecabezas como los que aparecen en la sección de pasatiempos de los periódicos. Aunque procure decirte todo esto sonriendo para que no nos aburramos más de lo debido, el asunto es serio: no se trata de pasar el tiempo, sino de vivirlo bien.
La aparente contradicción que encierra ese «haz lo que quieras » no es sino un reflejo del problema esencial de la libertad misma: a saber, que no somos libres de no ser libres, que no tenemos más remedio que serlo. ¿Y si me dices que ya está bien, que estás harto y que no quieres seguir siendo libre? ¿Y si decides entregarte como esclavo al mejor postor o jurar que obedecerás en todo y para siempre a tal o cual tirano? Pues lo harás porque quieres, en uso de tu libertad y aunque obedezcas a otro o te dejes llevar por la masa seguirás actuando tal como prefieres: no renunciarás a elegir, sino que habrás elegido ,lo elegir por ti mismo. Por eso un filósofo francés de nuestro siglo, Jean-Paul Sartre, dijo que «estamos condenados a la libertad». Para esa condena, no hay indulto que valga... De modo que mi «haz lo que quieras» no es más que una forma de decirte que te tomes en serio el problema de tu libertad, lo de que nadie puede dispensarte de la responsabilidad creadora de escoger tu camino. No te preguntes con demasiado morbo si «merece la pena>> todo este jaleo de la libertad, porque quieras o no eres libre, quieras o no tienes que querer. Aunque digas que no quieres saber nada de estos asuntos tan fastidiosos y que te deje en paz, también estarás queriendo... queriendo no saber nada, queriendo que te dejen en paz aun a costa de aborregarte un poco o un mucho. ¡Son las cosas del querer, amigo mío, como dice la copla! Pero no confundamos este «haz lo que quieras» con los caprichos de que hemos hablado antes. Una cosa es que hagas «lo que quieras» y otra bien distinta que hagas «lo primero que te venga en gana». No digo que en ciertas ocasiones no pueda bastar la pura Y simple gana de algo: al elegir qué vas a comer en un restaurante, por ejemplo. Ya que afortunadamente tienes buen estómago Y no te preocupa engordar, pues venga, pide lo que te dé la gana... Pero cuidado, que aveces con la «gana» no se gana sino que se pierde. Ejemplo al canto.
No sé si has leído mucho la Biblia. Está llena de cosas interesantes y no hace falta ser muy religioso, ya sabes que yo lo soy más bien poco para apreciarlas. En el primero de sus libros, el Génesis, se cuenta la historia de Esaú y Jacob, hijos de Isaac. Eran hermanos gemelos, pero Esaú había salido primero del vientre de su madre, lo que le concedía el derecho de primogenitura: ser primogénito en aquellos tiempos no era cosa sin importancia, porque significaba estar destinado a heredar todas las posesiones y privilegios del padre. A Esaú le gustaba ir de caza y correr aventuras, mientras que Jacob prefería quedarse en casita, preparando de vez en cuando algunas delicias culinarias. Cierto día volvió Esaú del campo cansado y hambriento. Jacob había preparado un suculento potaje de lentejas y a su hermano, nada más llegarle el olorcillo del guiso, se le hizo la boca agua. Le entraron muchas ganas de comerlo y pidió a Jacob que le invitara. El hermano cocinero le dijo que con mucho gusto pero no gratis sino a cambio del derecho de primogenitura. Esaú pensó: «Ahora lo que me apetecen son las lentejas. Lo de heredar a mi padre será dentro de mucho tiempo. ¡Quién sabe, a lo mejor me muero yo antes que él!» Y accedió a cambiar sus futuros derechos de primogénito por las sabrosas lentejas del presente. ¡Debían oler estupendamente esas lentejas! Ni que decir tiene que más tarde, ya repleta la panza, se arrepintió del mal negocio que había hecho, lo que provocó bastantes problemas entre los hermanos (dicho sea con el respeto debido, siempre me ha dado la impresión de que Jacob era un pájaro de mucho cuidado). Pero si quieres saber cómo acaba la historia, léete el Génesis. Para lo que aquí nos interesa ejemplificar basta con lo que te he contado. Como te veo un poco sublevado, no me extrañaría que intentaras volver esta historia contra lo que te vengo diciendo: «¿No me recomendabas tú eso tan bonito de "haz lo que quieras"? Pues ahí tienes: Esaú quería potaje, se empeñó en conseguirlo y al final se quedó sin herencia. ¡Menudo éxito! » Sí, claro, pero... ¿eran esas lentejas lo que Esaú quería de veras o simplemente lo que le apetecía en aquel momento? Después de todo, ser el primogénito era entonces una cosa muy rentable y en cambio las lentejas ya se sabe: si quieres las tomas y si no las dejas... Es lógico pensar que lo que Esaú quería en el fondo era la primogenitura, un derecho destinado a mejorarle mucho la vida en un plazo más o menos próximo. Por supuesto, también le apetecía comer potaje, pero si se hubiese molestado en pensar un poco se habría dado cuenta de que este segundo deseo podía esperar un rato con tal de no estropear sus posibilidades de conseguir lo fundamental. A veces los hombres querernos cosas contradictorias que entran en conflicto unas con otras. Es importante ser capaz de establecer prioridades y de imponer una cierta jerarquía entre lo que de pronto me apetece y lo que en el fondo, a la larga, quiero. Y si no, que se lo pregunten a Esaú... En el cuento bíblico hay un detalle importante. Lo que determina a Esaú para que elija el potaje presente y renuncie a la herencia futura es la sombra de la muerte o, si prefieres, el desánimo producido por la brevedad de la vida. «Como sé que me voy a morir de todos modos y a lo mejor antes que mi padre... ¿para qué molestarme en dar más vueltas a lo que me conviene? ¡Ahora quiero lentejas y mañana estaré muerto, de modo que vengan las lentejas y se acabó! » Parece como si a Esaú la certeza de la muerte le llevase a pensar que la vida ya no vale la pena, que todo da igual. Pero lo que hace que todo dé igual no es la vida, sino la muerte. Fíjate: por miedo a la muerte, Esaú decide vivir como si ya estuviese muerto y todo diese igual. La vida está hecha de tiempo, nuestro presente está lleno de recuerdos Y esperanzas, pero Esaú vive como si para él ya no hubiese otra realidad que el aroma de lentejas que le llega ahorita mismo a la nariz, sin ayer ni mañana. Aún más: nuestra vida está hecha de relaciones con los demás -somos padres, hijos, hermanos, amigos o enemigos, herederos o heredados, etc.-, pero Esaú decide que las lentejas (que son una cosa, no una persona) cuentan más para él que esas vinculaciones con otros que le hacen ser quien es. Y ahora una pregunta: ¿cumple Esaú realmente lo que quiere o es que la muerte le tiene como hipnotizado, paralizando y estropeando su querer?
Dejemos a Esaú con sus caprichos culinarios y sus líos de familia. Volvamos a tu caso, que es el que aquí nos interesa. Si te digo que hagas lo que quieras, lo primero que parece oportuno hacer es que pienses con detenimiento y a fondo qué es lo que quieres. Sin duda te apetecen muchas cosas, a menudo contradictorias, como le pasa a todo el mundo: quieres tener una moto pero no quieres romperte la crisma por la carretera, quieres tener amigos pero sin perder tu independencia, quieres tener dinero pero no quieres avasallar al prójimo para conseguirlo, quieres saber cosas y por ello comprendes que hay que estudiar pero también quieres divertirte, quieres que yo no te dé la lata y te deje vivir a tu aire pero también que esté ahí para ayudarte cuando lo necesites, etc. En una palabra, si tuvieras que resumir todo esto y poner en palabras sinceramente tu deseo global de fondo, me dirías: «Mira, papi, lo que quiero es darme la buena vida. » ¡Bravo! ¡Premio para el caballero! Eso mismito es lo que yo quería aconsejarte: cuando te dije «haz lo que quieras» lo que en el fondo pretendía recomendarte es que te atrevieras a darte la buena vida. Y no hagas caso a los tristes ni a los beatos, con perdón: la ética no es más que el intento racional de averiguar cómo vivir mejor. Si merece la pena interesarse por la ética es porque nos gusta la buena vida. Sólo quien ha nacido para esclavo o quien tiene tanto miedo a la muerte que cree que todo da igual se dedica a las lentejas y vive de cualquier manera... Quieres darte la buena vida: estupendo. Pero también quieres que esa buena vida no sea la buena vida de una coliflor o de un escarabajo, con todo mi respeto para ambas especies, sino una buena vida humana. Es lo que te corresponde, creo yo. Y estoy seguro de que a ello no renunciarías por nada del mundo. Ser humano, ya lo hemos indicado antes, consiste principalmente en tener relaciones con los otros seres humanos.
Si pudieras tener muchísimo dinero, una casa más suntuosa que un palacio de las mil y una noches, las mejores ropas, los más exquisitos alimentos (¡muchísimas lentejas!), los más sofisticados aparatos, etc., pero todo ello a costa de no volver a ver ni a ser visto por ningún ser humano jamás, ¿estarías contento? ¿Cuánto tiempo podrías vivir así sin volverte loco? ¿No es la mayor de las locuras querer las cosas a costa de la relación con las personas? ¡Pero si precisamente la gracia de todas esas cosas estriba en que te permiten -o parecen permitirte- relacionarte más favorablemente con los demás! Por medio del dinero se espera poder deslumbrar o comprar a los otros; las ropas son para gustarles o para que nos envidien; y lo mismo la buena casa, los mejores vinos, etcétera. Y no digamos los aparatos: el vídeo y la tele son para verles mejor, el compact para oírles mejor y así sucesivamente. Muy pocas cosas conservan su gracia en la soledad; y si la soledad es completa y definitiva, todas las cosas se amargan irremediablernente. La buena vida humana es buena vida entre seres humanos o de lo contrario puede que sea vida, pero no será ni buena ni humana. ¿Empiezas a ver por dónde voy?. Las cosas pueden ser bonitas y útiles, los animales (por lo menos algunos) resultan simpáticos, pero los hombres lo que querernos ser es humanos, no herramientas ni bichos. Y queremos también ser tratados como humanos, porque eso de la humanidad depende en buena medida de lo que los unos hacernos con los otros. Me explico: el melocotón nace melocotón, el leopardo viene ya al mundo como leopardo, pero el hombre no nace ya hombre del todo ni nunca llega a serlo si los demás no le ayudan. ¿Por qué? Porque el hombre no es solamente una realidad biológica, natural (como los melocotones o los leopardos), sino también una realidad cultural. No hay humanidad sin aprendizaje cultural y para empezar sin la base de toda cultura (y fundamento por tanto de nuestra humanidad): el lenguaje. El mundo en el que vivimos los humanos es un mundo lingüístico, una realidad de símbolos y leyes sin la cual no sólo seríamos incapaces de comunicarnos entre nosotros sino también de captar la significación de lo que nos rodea. Pero nadie puede aprender a hablar por sí solo (como podría aprender a comer por sí solo o a mear -con perdónpor sí solo), porque el lenguaje no es una función natural y biológica del hombre (aunque tenga su base en nuestra condición biológica, claro está) sino una creación cultural que heredamos y aprendemos de otros hombres. Por eso hablar a alguien y escucharle es tratarle como a una persona, por lo menos empezar a darle un trato humano. Es sólo un primer paso, desde luego, porque la cultura dentro de la cual nos humanizamos unos a otros parte del lenguaje pero no es simplemente lenguaje. Hay otras formas de demostrar que nos reconocemos como humanos, es decir, estilos de respeto y de miramientos humanizadores que tenemos unos para con otros. Todos queremos que se nos trate así y si no, protestamos. Por eso las chicas se quejan de que se las trate como mujeres «objeto» es decir, simples adornos o herramientas; y por eso cuando insultamos a alguien le llamamos « ¡animal! », como advirtiéndole que está rompiendo el trato debido entre hombres y que como siga así podemos pagarle con la misma moneda. Lo más importante de todo esto me parece lo siguiente: que la humanización (es decir, lo que nos convierte en humanos, en lo que queremos ser) es un proceso recíproco (como el propio lenguaje, ¿te das cuenta?). Para que los demás puedan hacerme humano, tengo yo que hacerles humanos a ellos; si para mí todos son como cosas o como bestias, yo no seré mejor que una cosa o una bestia tampoco. Por eso darse la buena vida no puede ser algo muy distinto a fin de cuentas de dar la buena vida. Piénsalo un poco, por favor. Más adelante seguiremos con esta cuestión. Ahora, para concluir este capítulo de Modo más relajado, te propongo que nos vayamos al cine. Podemos ver, si quieres, una hermosísima película dirigida e interpretada Por Orson Welles: Ciudadano Kane. Te la recuerdo brevemente, Kane es un multimillonario que con pocos escrúpulos ha reunido en su palacio de Xanadú una enorme colección de todas las cosas hermosas y caras del mundo. Tiene de todo, sin duda, y a todos los que le rodean les utiliza para sus fines, como simples instrumentos de su ambición. Al final de su vida, pasea solo por los salones de su mansión, llenos de espejos que le devuelven mil veces su propia imagen de solitario: sólo su imagen le hace compañía. Al fin muere, murmurando una palabra: «¡Rosebud!» Un periodista intenta adivinar el significado de este último gemido, pero no lo logra. En realidad, «Rosebud» es el nombre escrito en un trineo con el que Kane jugaba cuando niño, en la época en que aún vivía rodeado de afecto y devolviendo afecto a quienes le rodeaban. Todas sus riquezas y todo el poder acumulado sobre los otros no habían podido comprarle nada mejor que aquel recuerdo infantil. Ese trineo, símbolo de dulces relaciones humanas, era en verdad lo que Kane quería, la buena vida que había sacrificado para conseguir millones de cosas que en realidad no le servían para nada. Y sin embargo la mayoría le envidiaba... Venga, vámonos al cine: mañana seguiremos.
Vete leyendo... Y guisó Jacob un potaje; y volviendo Esaú del campo, cansado, dijo a Jacob: Te ruego que me des a comer de ese guiso rojo, pues estoy muy cansado. Y Jacob respondió: Véndeme en este día tu primogenitura. Entonces dijo Esaú: He aquí que yo me voy a morir; ¿para qué, pues, me servirá la primogenitura? «Y dijo Jacob: Júramelo en este día. Y le juró, y vendió a Jacob su primogenitura. «Entonces Jacob dio a Esaú pan y del guisado de las lentejas; y él comió y bebió, se levantó y se fue. Así menospreció Esaú la primogenitura» (Génesis, XXV, 27 a 34).
«Quizá el hombre es malo porque, durante toda la vida, está esperando morir: y así muere mil veces en la muerte de los otros y de las cosas. «Pues todo animal consciente de estar en peligro de muerte se vuelve loco. Loco miedoso, loco astuto, loco malvado, loco que huye, loco servil, loco furioso, loco odiador, loco embrollador, loco asesino» (Tony Duvert, Abecedario malévolo).
«Un hombre libre en nada piensa menos que en la muerte, y su sabiduría no es una meditación de la muerte, sino de la vida» (Spinoza, Ética). «Hombre libre es el que quiere sin la arrogancia de lo arbitrario. Cree en la realidad, es decir, en el lazo real que une la dualidad real del Yo y del Tú. Cree en el Destino y cree que el Destino le necesita... Pues lo que ha de acontecer no acontecerá si no está resuelto a querer lo que es capaz de querer» (Martin Buber, Yo y tú). «Ser capaz de prestarse atención a uno mismo es requisito previo para tener la capacidad de prestar atención a los demás; el sentirse a gusto con uno mismo es la condición necesaria para relacionarse con otros »(Erich Fromm, Ética y psicoanálisis)
Preguntas:
- De acuerdo con el autor, la libertad implica una paradoja esencial. ¿Cuál es? Explicarla con sus propias palabras.
- Ya hemos dicho que tanto los caprichos como la libertad parecen surgir de nuestro fuero interno en lugar de venir impuestos desde fuera. ¿cuáles son las diferencias fundamentales entre los caprichos y la libertad?
- Explique en que consiste la parabola de Esaú y las lentejas y su relación con la libertad.
- ¿Qué se entiende en este capítulo por la «buena vida humana» ?
- En la historia del ciudadano Kane ¿por qué teniéndolo todo no es feliz? Justifica tu respuesta.
Trabajo Nivelación
Ética
Grado: Décimo – II Periodo
Tema: Ética para Amador
Docente: Germán Conde Rodríguez
Lea con atención los capítulos I y II del libro de Fernando Savater Ética para Amador y responda las siguientes preguntas:
Ética
Grado: Décimo – II Periodo
Tema: Ética para Amador
Docente: Germán Conde Rodríguez
Lea con atención los capítulos I y II del libro de Fernando Savater Ética para Amador y responda las siguientes preguntas:
- Explica la siguiente frase: “Como nadie es capaz de saberlo todo, no hay más remedio que elegir y aceptar con humildad lo mucho que ignoramos”
- Estamos de acuerdo en que no es necesario saber de todo. Ahora bien, hay cosas que hay que saber porque en ello, como suele decirse, nos va la vida: pon algún ejemplo de aquello que consideras fundamental saber para tu vida.
- Explica la siguiente frase: “Se puede vivir de muchos modos pero hay modos que no dejan vivir”
- En sentido general, ¿a qué solemos llamar “bueno” y a qué “malo”?
- A veces no resulta fácil distinguir entre lo “bueno” y lo “malo”. En ocasiones lo malo parece resultar más o menos bueno y lo bueno más o menos malo: pon ejemplos.
- Los sabios suelen estar de acuerdo en los principios fundamentales de la ciencia que dominan, en cambio, sus opiniones distan de ser semejantes en lo que respecta a la manera de vivir: cita algunas opiniones contradictorias relativas a formas de vivir.
- Explica la siguiente frase: “Lo único en que a primera vista todos estamos de acuerdo es en que no estamos de acuerdo con todos”
- ¿cuál es la diferencia entre el comportamiento humano y el comportamiento animal?
- Explica la siguiente frase: “No hay animales malos ni buenos en la naturaleza”
- ¿A qué nos referimos cuando hablamos de LIBERTAD?
- Explica la siguiente frase: “Es mejor decir q no hay libertad para no reconocer que libremente se prefiere lo más fácil”
- Explica la siguiente frase: “El hombre es libre porque no le queda otro remedio que serlo”
- Si vamos a ser sinceros… la mayoría de nuestros actos los hacemos casi súbitamente… de manera casi instintiva: cita algunos de tus actos más o menos automáticos, es decir cosas que haces sin pensar tanto.
- Explica la siguiente frase: “A veces darle demasiadas vueltas a lo que uno va a hacer nos paraliza”
- Si reflexionas retrospectivamente sobre tus actos y te interrogas sobre el porqué de los mismos, siempre hallarás una serie de motivos como explicación a tu comportamiento: ¿qué es, pues, un “motivo”?
- Los motivos podríamos clasificarlos en cuatro grupos: Órdenes, costumbres, caprichos, funcionales…. Explícalos brevemente y pon ejemplos.
- Cada uno de esos tipos de motivo inclina tu conducta en una dirección u otra… pero no todos tienen el mismo peso en cada ocasión… Cada tipo de motivos tiene su propio peso y te condiciona a su modo. Analicemos, por ejemplo, los dos primeros tipos de motivos, es decir, las órdenes y las costumbres: ¿de dónde sacan su fuerza?
- ¿Qué cosa tienen en común las órdenes y costumbres que les diferencian de los caprichos?
- Probablemente te sientes más libre al hacer tu capricho que al seguir la costumbre o al cumplir órdenes; ahora bien, no siempre actuar caprichosamente es sinónimo de libertad: ¿por qué?
- La moral se centra en el problema del “bien” y del “mal” (de la “vida buena” y de la “vida mala”). Ahora bien, has de tener en cuenta que las palabras “bueno” y “malo” no sólo se aplican a comportamientos morales, ni siquiera sólo a personas: pon ejemplos y explica, en cada caso, por qué merecen el calificativo de “bueno” o “malo”.
Trabajo Nivelación
Filosofía – II Periodo
Grado: Décimo
Tema: Las preguntas de la vida
Docente: Germán Conde Rodríguez
Lea con atención la introducción y el capítulo I del libro de Fernando Savater Las preguntas de la vida y responda las siguientes preguntas:
Filosofía – II Periodo
Grado: Décimo
Tema: Las preguntas de la vida
Docente: Germán Conde Rodríguez
Lea con atención la introducción y el capítulo I del libro de Fernando Savater Las preguntas de la vida y responda las siguientes preguntas:
- ¿De qué dos oficios o disciplinas se distingue radicalmente la filosofía?
- ¿En qué se basa la opinión vulgar para desprestigiar a la filosofía?
- ¿Qué tres niveles de entendimiento podemos determinar? ¿En cuáles se mueve la filosofía?
- Señala las principales semejanzas y diferencias entre la filosofía y la ciencia
- Explique la frase de Sócrates: «Sólo sé que no sé nada».
- ¿Cuál es el recuerdo personal más antiguo que conservas de tu primer encuentro con la muerte?
- ¿Por qué el hombre es mortal y los animales y las plantas no?
- ¿Qué características le podemos atribuir a la muerte?
- Explica la siguiente frase con tus propias palabras: “Si la muerte no existiera habría mucho que ver y mucho tiempo para verlo pero muy poco que hacer (casi todo lo hacemos para evitar morir) y nada en que pensar”
- ¿Qué sucedería si fuéramos “inmortales”?
- Explica la siguiente frase: “Creo saber más o menos lo que es morirse, pero no lo que es morirme”
- ¿Cómo nos consuelan algunas religiones de nuestro miedo a la muerte? Investigue en qué forma asumen la muerte los Cristianos, Budistas y Musulmanes. En que coinciden y en que se diferencian.
- Investigue la opinión de los ateos respecto a la posibilidad de vida después de la muerte y redacte su opinión al respecto.
- ¿Por qué se compara la muerte con un sueño?
- Explique la siguiente frase de Platón: “No es mortal quien muere sino quien sabe que va a morir.”
Capítulo Tercero
YO ADENTRO, YO AFUERA
Muy bien, razonemos cuanto queramos pero... ¿podemos estar realmente seguros de algo? Los escépticos de pura cepa vuelven a la carga sin darse por vencidos (después de todo, lo característico del buen escéptico es que nunca se da por vencido... ¡ni mucho menos por convencido!). En el capítulo anterior hemos intentado explicar cómo llegamos a sustentar racionalmente ciertas creencias, pero el escéptico radical -quizá escondido dentro de nosotros mismos- sigue gruñendo sus objeciones. Bueno, nos dice, de acuerdo, ustedes se conforman con saber por qué creen lo que creen; pero ¿pueden explicarme por qué no creen lo que no creen? ¿Y si fuésemos sólo cerebros flotando en un frasco de algún fluido nutritivo, a los que despiadados sabios marcianos someten a un experimento virtual? ¿Y si los extraterrestres nos estuvieran haciendo percibir un mundo que no existe, un mundo inventado por ellos para engañarnos con falsas concatenaciones causales, con falsos paisajes y falsas leyes aparentemente científicas? ¿Y si nos hubieran creado en su laboratorio hace cinco minutos, con los fingidos recuerdos de una vida anterior inexistente (como a los replicantes de la película Blade Runner)? Por muy fantástica que sea esta hipótesis, es al menos posible imaginarla y, si fuera cierta, explicaría también todo lo que creemos ver, oír, palpar o recordar. ¿Podemos estar seguros entonces de algo, si ni siquiera somos capaces de descartar la falsificación universal?
René Descartes, el gran pensador del siglo XVII, es considerado plausiblemente como el fundador de la filosofía moderna precisamente por haber sido el primero en plantearse una duda de tamaño semejante y también por su forma de superarla. Desde luego. Descartes no mencionó a los extraterrestres (mucho menos populares en su siglo que en el nuestro) ni habló de cerebros conservados artificialmente en frascos. En cambio planteó la hipótesis de que todo lo que consideramos real pudiera ser simplemente un sueño -el filósofo francés fue más o menos coetáneo del dramaturgo español Calderón de la Barca, autor de La vida es sueño- y que las cosas que creemos percibir y los sucesos que parecen ocurrimos fueran sólo incidentes de ese sueño. Un sueño total, inacabable, en el que soñamos dormirnos y también a veces despertar (¿acaso no nos ha ocurrido a veces en sueños creer que despertamos y nos reímos de nuestro sueño anterior?), lleno de personas soñadas y paisajes soñados, un sueño en el que somos reyes o mendigos, un sueño extraor-dinariamente vivido... pero sueño al fin y al cabo, sólo un sueño. No contento con esta suposición alarmante, Descartes propuso otra mucho más siniestra: quizá somos víctimas de un genio maligno, una entidad poderosa como un dios y mala como un demonio dedicada a engañarnos constantemente, haciéndonos ver, tocar y oler lo que no existe sin otro propósito que disfrutar de nuestras permanentes equivocaciones. Según la primera hipótesis, la del sueño permanente, nos engañamos solitos; según la segunda, la del genio malvado, alguien poderoso (¡alguien parecido a un extraterrestre, aunque como la misma tierra sería un engaño no podemos llamarle así!) nos engaña a propósito: en ambos casos tendríamos que equivocarnos sin remedio y tomar constantemente lo falso por verdadero.
Para una persona corriente, estas dudas gigantescas resultan bastante raras: ¿no estaría un poco loco Descartes? ¿Cómo vamos a estar soñando siempre, si la noción de sueño no tiene sentido más que por contraste con los momentos en que estamos despiertos? Y además sólo soñamos con cosas, personas o situaciones conocidas durante los períodos de vigilia: soñamos con la realidad porque de vez en cuando tenemos contacto con realidades no soñadas. Si siempre estuviéramos soñando, sería igual que no soñar nunca. Además, ¿de dónde saca Descartes su genio maligno? Si existe tal dios o demonio dedicado constante-mente a urdir una realidad coherente para nosotros ¿por qué no le llamamos «realidad» y acabamos de una vez? ¿Cómo va a engañarnos si nada nunca es verdad? Si siempre nos engaña, ¿en qué se diferencia su engaño de la verdad? ¿Y qué más da conocer un mundo real en el que hay muchas cosas o conocer muchas cosas fabricadas por un demonio juguetón pero real?
Desde luego, Descartes no estaba loco ni desvariaba arrastrado por una imaginación desbordante. Como todo buen filósofo, se dedicaba nada más (¡ni nada menos!) que a formularse preguntas en apariencia muy chocantes pero destinadas a explorar lo que consideramos más evidente, para ver si es tan evidente como creemos... al modo de quien da varios tirones a la cuerda que debe sostenerle, para saber si está bien segura antes de ponerse a trepar confiadamente por ella. Puede que la cuerda parezca amarrada como es debido a algo sólido, puede que todo el mundo nos diga que podemos confiar en ella pero... es nuestra vida la que está en juego y el filósofo quiere asegurarse lo más posible antes de iniciar su escalada. No, ese filósofo no es un loco ni un extravagante (¡por lo menos no suele serlo en la mayoría de los casos!): sólo resulta algo más desconfiado que los demás. Pretende saber por sí mismo y comprobar por sí mismo lo que sabe. Por eso Descartes llamó «metódica» a su forma de dudar: trataba de encontrar un método (palabra que en griego significa «camino») para avanzar en el conocimiento fiable de la realidad.
Su escepticismo quería ser el comienzo de una investigación, no el rechazo de cualquier forma de investigar o conocer.Bien, supongamos que todo cuanto creo saber no es más que un sueño o la ficción producida para engañarme por un genio maligno. ¿No me quedaría en tal caso alguna certeza donde hacer pie, a pesar de mis inacabables equivocaciones? ¿No habrá algo tan seguro que ni el sueño ni el genio puedan convertirlo en falso? Puede que no haya árboles, mares ni estrellas, puede que no haya otros seres humanos semejantes a mí en el mundo, puede que yo no tenga el cuerpo ni la apariencia física que creo tener... pero al menos sé contoda certeza una cosa: existo. Tanto si me equivoco como si acierto, al menos estoy seguro de que existo. Si dudo, si sueño, debo existir indudablemente para poder soñar y dudar. Puedo ser alguien muy engañado pero también para que me engañen necesito ser. «De modo que después de haberlo pensado bien -dice Descartes en la segunda de sus Meditaciones- y de haber examinado todas las cosas cuidadosamente, al final debo concluir y tener por constante esta proposición: yo soy, yo existo es necesariamente verdadera, cuantas veces la pronuncio o la concibo en mi espíritu.» Cogito, ergo sum: pienso, luego existo. Y cuando dice «pienso» Descartes no sólo se refiere a la facultad de razonar, sino también a dudar, equivocarse, soñar, percibir... a cuanto mentalmente ocurre o se me ocurre. Todo pueden ser ilusiones mías salvo que existo con ilusiones o sin ellas. Si digo «veo un árbol frente a mí» puedo estar soñando o ser engañado por un extraterrestre burlón; pero si afirmo «creo ver un árbol frente a mí y por tanto existo» tengo que estar en lo cierto, no hay dios que pueda engañarme ni sueño que valga. Ahí la cuerda está bien amarrada y puedo comenzar a trepar.
¿Quién o qué es ese «yo» de cuya existencia ya no cabe dudar? Para Descartes, se trata de una res cogitans, una cosa que piensa (entendiendo «pensar» en el amplio sentido antes mencionado). Quizá traducir la palabra latina res por «cosa» no sea muy adecuado y resultase mejor traducirla por «algo» o incluso por «asunto», en el sentido genérico que tiene también en res publica (el asunto o asuntos públicos, el Estado): el yo es un algo que piensa, un asunto mental. Sea como fuere, por aquí le han venido después a Descartes las más serias objeciones a su planteamiento. ¿Por qué esa «cosa que piensa» y que por tanto existe soy yo, un sujeto personal? ¿No podríamos decir simplemente «se piensa» o «se existe» de modo impersonal, como cuando afirmamos «llueve» o «es de día»? ¿Por qué lo que piensa y existe debe ser una cosa, un algo subsistente y estable, en lugar de ser una serie de impresiones momentáneas que se suceden? Existen pensamientos, existe el existir, pero... ¿por qué llama Descartes «yo» al supuesto sujeto que sostiene esos pensamientos y esa existencia? Veo árboles, noto sensaciones, razono y calculo, deseo, siento miedo... pero nunca percibo una cosa a la que pueda llamar «yo».
Cien años después de Descartes, el escocés David Hume apunta en su Tratado de la naturaleza humana: «Por mi parte, cuando penetro más íntimamente en lo que llamo "yo mismo", siempre tropiezo con una u otra percepción particular, de frío o de calor, de luz o de sombra, de dolor o de placer. Nunca puedo captar un "yo mismo" sin encontrar siempre una percepción, y nunca puedo observar nada más que la percepción». Según Hume, aquí también existe un espejismo, a pesar de los esfuerzos de Descartes por evitar el engaño. Lo mismo que creo «ver» un bastón roto al introducirlo en el agua -a causa de la refracción de la luz-, también creo «sentir» una sustancia ininterrumpida y estable a la que llamo «yo» tras la serie sucesiva de impresiones diversas que percibo: como siempre noto algo, creo que hay un algo que está siempre notando y sintiendo. Pero a ese mismo sujeto personal que Descartes parece dar por descartado -perdón por el chiste horrible- no lo percibo nunca y por tanto no es más que otra ilusión.
O puede que no sea una ilusión, sino una exigencia del lenguaje que manejamos. Quizá la palabra «yo» no sea el nombre de una cosa, pensante o no pensante, sino una especie de localizador verbal, como los términos «aquí» o «ahora». ¿Acaso creemos que hay un sitio, fijo y estable, llamado «aquí»? ¿O un momento especial, identificable entre todos los demás de una vez por todas, llamado «ahora»? Decir «yo pienso, yo percibo, yo existo» es como asegurar «se piensa, se percibe, se existe aquí y ahora». Según Kant, la fórmula «yo pienso» puede acompañar a todas mis representaciones mentales pero lo mismo podría decirse de «aquí» y «ahora». No me puedo expresar de otro modo y sin duda algo estoy expresando al hablar así, pero es abusivo suponer que esas palabras descubren una cosa o una persona fija, estable y duradera. En este caso, como en tantos otros, quizá filosofar consista en intentar aclarar los embrollos producidos por el lenguaje que manejamos. Uno de ellos es suponer que a cada palabra debe corresponderle en el mundo «algo» sustantivo y tangible, cuando muchas palabras no designan más que posiciones, relaciones o principios abstractos. Otro desvarío lingüístico consiste en considerar todos los verbos como nombres de acciones y buscar por tanto en cualquier caso el sujeto que las realiza. Si digo por ejemplo «yo existo», el verbo existir funciona en mi imaginación como si señalase algún tipo de acción, igual que cuando digo «yo paseo» o «yo como». Pero ¿y si «existir» no fuera en absoluto nada parecido a una acción ni por tanto necesitase un sujeto concreto para llevarla a cabo? ¿Y si «existir» funcionase más bien como «es de día» o «llueve», es decir como algo que pasa pero que nadie hace?
Probablemente, al plantear como irrefutable la existencia de su yo (que es también el nuestro, no le creamos egoísta). Descartes estaba pensando en su alma. Desde luego el alma es una noción cargada de referencias religiosas -cristianas, claro está, pero también anteriores al cristianismo- muy respetables e interesantes, aunque ni mucho menos tan indudables como exigía el filósofo francés cuando buscaba la certeza definitiva por medio de su procedimiento dubitativo. Aunque Descartes trata de ponerlo todo en duda, parece admitir de rondón y sin mayor crítica la noción de «alma» o «yo» personal, sobre cuya certeza tanto cabe dudar siguiendo su propio método. Los escépticos más aguerridos dirán que Descartes no fue verdaderamente uno de ellos, sino sólo un falso escéptico demasiado interesado en salir de dudas cuanto antes... Según Descartes, el alma es una realidad separada y totalmente distinta del cuerpo, al que controla desde una cabina de mando situada en la glándula pineal (un adminículo de nuestro sistema cerebral al que en su época aún no se le había descubierto ninguna función fisiológica concreta). Los neurólogos y psiquiatras actuales sonríen ante este punto de vista pero tampoco sus explicaciones sobre la relación entre nuestras funciones mentales y nuestros órganos físicos son siempre claras ni del todo convincentes. La gente corriente, ustedes o yo (ustedes, cada uno de los cuales también dice «yo»), ¿acaso hemos renunciado verdaderamente a creer que somos «almas» en un sentido bastante parecido al de Descartes?
Volvamos otra vez a la cuestión del «yo». ¿Podemos despacharlo como un mero error del lenguaje? Cada uno estamos convencidos de que de algún modo poseemos una cierta identidad, algo que permanece y dura a través del torbellino de nuestras sensaciones, deseos y pensamientos. Yo estoy convencido de ser yo, en primer lugar para mí pero también para los demás. Yo soy yo porque me mantengo a través del tiempo y porque me distingo de los otros. Creo ser el mismo que fui ayer, incluso el mismo que era hace cuarenta años; aún más, creo que seguiré siendo yo mientras viva y si me preocupa la muerte es precisamente porque significará el final de mi yo. Pero ¿cómo puedo estar tan seguro de que sigo siendo el mismo que aquel niño de cinco o diez años, inmensamente diferente a mi yo actual en lo físico y lo espiritual? ¿Acaso es la memoria lo que explica tal continuidad? Pero la verdad es que he olvidado la mayoría de las sensaciones e incidentes de mi vida pasada. Supongamos que alguien me enseña una foto mía de hace décadas, tomada en una fiesta infantil de la que no recuerdo absolutamente nada. La veo y digo complacido «sí, soy yo», a pesar de mi radical olvido: aunque no recuerdo nada, estoy seguro de que entonces me sentía tan yo como ahora mismo y que esa sensación nunca se ha interrumpido. También creo haber seguido siendo siempre yo por las noches mientras duermo, pese a recordar rara vez lo que sueño -y nunca por mucho tiempo- o incluso durante la completa inconsciencia producida por la anestesia. Aun suponiendo que un accidente me dejase completamente amnésico, incapaz de recordar nada de mi vida pasada, ni siquiera lo que me ocurrió ayer, probablemente seguiré pensando -¿con algunas dudas, quizá?- que siempre fui el mismo «yo» que ahora soy... aunque ya no me acuerde.
El psiquiatra Oliver Sacks, en su libro El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, cuenta el caso de uno de sus pacientes -un tal Mr. Thomson- cuya memoria había sido destruida por el síndrome de Korsakov y que se dedicaba a inventarse constante y frenéticamente nuevos pasados. Era su forma de poder seguir considerándose «el mismo» a través del tiempo, como le pasa a usted y como me pasa a mí. «El mismo» quiere decir que, aunque evidentemente cambiamos de un año a otro, de un día para otro, algo sigue permaneciendo estable bajo los cambios (para que una cosa cambie es necesario que en cierto aspecto siga siendo la misma: si no, en vez de cambiar se destruye y es sustituida por otra). Pero ¿cuántos cambios puede sufrir una cosa para que sigamos diciendo que es la misma que era, aunque transformada? Si a un cuchillo se le rompe la hoja y la cambio por otra, sigue siendo el mismo; si le cambio el mango por otro, también será el mismo; pero si le he cambiado la hoja y el mango, ¿continuará siendo el mismo, aunque yo siga llamándole «mi» cuchillo? ¿Y respecto al futuro? ¿Cómo puedo estar tan convencido de que seguiré siendo también «yo» mañana y el año que viene, si aún vivo, a pesar de cuantas transformaciones me ocurran, aunque el mal de Alzheimer destruya mis recuerdos y me haga olvidar hasta mi nombre o el de mis hijos? ¿Y por qué estoy tan preocupado por ese yo futuro que se me ha de parecer tan poco?
En defensa del «yo» cartesiano, sin embargo, también pueden objetársele ciertas cosas a quienes piensan como Hume. Dice el filósofo escocés que cuando entra en su fuero interno para buscar su yo (¿para buscarse?) sólo encuentra percepciones y sensaciones de diverso tipo: tropieza con contenidos de conciencia, nunca con la conciencia misma. Pero ¿quién o qué realiza esa interesante comprobación? Sin duda ni la percepción ni la sensación son lo mismo que comprobar que uno tiene una sensación o una percepción. Una cosa es notar el frío, por ejemplo, y otra darse cuenta de que uno está sintiendo frío10, es decir, clasificar esa desagradable sensación, imaginar sus posibles efectos negativos, buscarle rápido remedio. Hay en mí una sensación de frío y también algo que se da cuenta de que estoy sintiendo eso (no otra cosa) y lo relaciona con todo lo que recuerdo, deseo o temo, o sea con mi vida en su conjunto. Lo que siento o percibo en este momento preciso no vaga desligado de toda referencia al complejo formado por mis otros recuerdos y expectativas sino que inmediatamente se aloja más o menos estructuradamente entre ellas. En eso me parece que consiste el que yo pueda llamar mías a mis sensaciones y percepciones: en la especial adhesión que tengo por ellas y también en la necesidad de tomarlas en cuenta vinculándolas con otras no menos mías. Si noto un dolor de muelas, por ejemplo, no podré desentenderme de él o ignorar sus implicaciones diciendo: «Vaya, parece que hay un dolor de muelas por aquí. ¡Espero que no sea mío!». De un modo u otro, no sólo lo notaré sino que deberé tomarlo en cuenta. Y ese tomarlo en cuenta no es en la mayoría de los casos una mera reacción refleja sino más bien una reflexión por la que me apropio de lo que me ocurre y lo conecto con el resto de mis experiencias. En una palabra, no sólo tengo conciencia -como cualquier otro animal- sino tam-bién autoconciencia, conciencia de mi conciencia, la capacidad de objetivar aquello de lo que soy consciente y situarlo en una serie con cuya continuidad me veo especialmente comprometido. No sólo siento y percibo, sino que puedo preguntarme qué siento y percibo, así como indagar lo que significa para mí cuanto siento y percibo.
Quizá la primera vez que en nuestra tradición occidental aparece testimonio literario de esta reflexión la encontramos cuando, al final de la Odisea, el largo tiempo errante Ulises llega por fin a su palacio de Ítaca. Al ver a su mujer acosada por los impúdicos pretendientes, que se están comiendo y bebiendo su hacienda, Ulises se inflama de cólera vengativa. Pero no se abalanza imprudentemente sobre ellos sino que se contiene diciéndose: «¡Paciencia, corazón mío!». Esta breve recomendación que el héroe se hace a sí mismo, a la vez constatando y calmando el ardor de su ira, es quizá el comienzo de toda nuestra psicología, la primera muestra culturalmente testimoniada de autoconciencia, según ha señalado muy bien Jacqueline de Romilly en un precioso libro que lleva precisamente por título las citadas palabras de Ulises.
¿No será algo semejante a lo que Descartes se refiere cuando habla de un yo como res cogitans, es decir como una cosa pensante o conjunto de asuntos pensados, que puedo englobar en la fórmula «yo soy, yo pienso»? ¿Y a lo que se refiere, quizá con abuso, llamándolo «alma», aunque ese alma bien puede tener muchos más agujeros y sobresaltos de los que su visión sustancialista supone?
En cualquier caso, mi «yo» no sólo está formado por ese fuero interno o mental del que venimos hablando. Esa dimensión interior o íntima también viene acompañada por una exteriorización del yo en el mundo de lo percibido, fuera del ámbito de lo que percibe: mi cuerpo. Del mismo modo que considero mía mi conciencia aunque en ella haya lagunas de olvido o interrupciones inconscientes, también tengo a mi cuerpo por mío aunque sufra transformaciones, pierda el pelo, las uñas o los dientes, incluso aunque se le amputen órganos y miembros. Mi cuerpecillo infantil y mi cuerpo adulto, crecido o envejecido, siguen teniendo para mí una continuidad irrefutable no siempre fácil de explicar pero de la que no dudo salvo como experimento teórico... de esos que suele hacer la filosofía. Ahora bien, ¿qué es mi cuerpo?
Supongamos que uno de esos extraterrestres de los que ya hemos hablado antes (aunque a éste no le sospecharemos malas intenciones, sólo curiosidad) viene a nuestro mundo y empieza a estudiarnos a usted o a mí. Tiene delante un ser vivo, quizá incluso lo considere inteligente (¡seamos optimistas!) pero una de las primeras preguntas que se hará es: ¿dónde empieza y dónde acaba este bicho? La pregunta no es absurda: hay mucha gente que al ver un cangrejo ermitaño dentro de su concha no sabe si ésta forma parte o no del cangrejo, ni tampoco es fácil determinar si el capullo de la crisálida debe ser considerado también crisálida como el resto del animal que la ha segregado. De igual modo, el extraterrestre puede creer que yo soy también mi casa y que acabo en la puerta de la calle, o que al menos mi sillón favorito y mi bata forman parte de mí, o que el puro que estoy fumando es uno de mis apéndices y el humo constituye mi maloliente aliento. A usted, que tiene coche y se pasa el día dentro de él, seguro que el marciano lo clasificaría entre los terrícolas de cuatro ruedas. Pero si el forastero interplanetario llega a comunicarse con nosotros le explicaremos que se equivoca, que nuestras fronteras las establece nuestro tejido celular y que -por mucho que amemos nuestras posesiones y nuestro alojamiento urbano- nuestro yo viviente sólo llega hasta donde abarca nuestra piel. Es decir, nuestro cuerpo. A lo que el marciano podría respondernos: «Bueno, y eso ¿cómo han llegado a saberlo?».
Responderle adecuadamente no es tan obvio como parece. No podríamos explicarle que cuando menciono al cuerpo me refiero a aquello que 'siempre va conmigo, a diferencia de otras posesiones, porque mi pelo, mis uñas, mis dientes, mi saliva, mi orina, mi apéndice, etc., son partes de mi cuerpo muy mías pero sólo transitoriamente. Antes o después dejan de ser yo sin que yo deje de ser yo, tal como la serpiente se deshace en primavera de esa bata vieja que es su piel usada. Ni siquiera podríamos asegurarle al curioso interplanetario que el cuerpo es todo aquello de lo que no podemos prescindir y seguir vivos, puesto que a veces deben cambiarme mi corazón por otro para no morir y ciertos enfermos dependen de los aparatos de diálisis que sustituyen a sus riñones, por no hablar del aire o el alimento que me son tan corporalmente imprescindibles como los pulmones o el estómago y que sin embargo no forman parte de mi yo.
Si la estudiada por el extraterrestre fuese una mujer embarazada el problema se complicaría aún más porque no es fácil zanjar si el feto es simplemente una parte de su cuerpo o algo distinto. ¡Cuántas complicaciones! El muy perspicaz Lichtenberg, a finales del siglo XVIII, dijo en uno de sus aforismos que «mi cuerpo es la parte del mundo que mis pensamientos pueden cambiar». Una idea ingeniosa, porque para operar la mayoría de las modificaciones de la realidad -trasladar un sillón, hacer arrancar un coche, cambiarme de ropa- necesito operar a través de mi cuerpo, mientras que me basta desearlo o pensarlo para levantar el brazo o abrir la boca. Y sin embargo, no parece ser mi pensamiento el que me hace respirar o digerir, ni puede mi voluntad devolverme el pelo o los dientes perdidos... ¡por no hablar de cambiar mi color de piel o mi sexo! Las metamorfosis de Michael Jackson o de los transexuales necesitan intervenciones externas para poder llevarse a cabo. Francamente, satisfacer la curiosidad del extraterrestre puede ponernos en una situación comprometida...
Y sin embargo, mi convicción profunda es que yo empiezo y acabo en mi cuerpo, sean cuales fueren los embrollos teóricos que tal seguridad me traiga. Quizá viendo mi nerviosismo, el amable marciano me conceda este punto para no azorarme más; aunque entonces podría plantearme la pregunta del millón: «De acuerdo, usted empieza y acaba en su cuerpo, pero... ¿debo asumir que tiene usted un cuerpo o que es usted un cuerpo?». ¡Semejante interrogación podría ser causa justificada para una guerra interplanetaria! Probablemente Descartes, que suponía que el alma es un espíritu y el cuerpo una especie de máquina (según él, los animales -que no tienen alma- son meras máquinas... ¡que ni siquiera pueden experimentar dolor o placer!), respondería al extraterrestre que yo -el espíritu- tengo un cuerpo y me las arreglo con él lo mejor que puedo. Según cierta visión popular, estamos dentro de nuestro cuerpo al modo de fantasmas encerrados en una especie de robots a los que debemos dirigir y mover. Incluso hay místicos que piensan que el cuerpo es casi tan malo como una cárcel y que sin él nos moveríamos con mucha mayor ligereza. En la antigua Grecia, los órficos -seguidores de una antiquísima religión mitológica- hacían un tenebroso juego de palabras: soma (el cuerpo) = sema (el sepulcro). ¡El alma está encerrada en un zombi, en un cadáver viviente! De modo que la muerte definitiva del cuerpo, que deja volar libremente el alma (la palabra griega para alma, psijé, significa también «mariposa»), es una auténtica liberación. Quizá fuera a esto a lo que se refirió Sócrates en sus últi-mas palabras, según nos las refiere Platón en Fedón, cuando al notar que el efecto de la cicuta le llegaba ya al corazón dijo a sus discípulos: «Debemos un gallo a Esculapio». Había costumbre de ofrecer algún animal como sacrificio de gratitud a Esculapio, dios de la medicina, al curarse de cualquier enfermedad: ¿le pareció quizá a Sócrates que el veneno asesino estaba a punto de librarle de esa enfermedad del alma que consiste en padecer un cuerpo? La verdad es que con un tipo tan irónico nunca se sabe...
Pero ¿creemos en realidad estar subidos en nuestro cuerpo y al volante, como quien pilota un vehículo? Si es así, ¿dónde nos ubicamos, en qué parte del cuerpo? Descartes habló de la glándula pineal, pero la mayoría de la gente no sabe dónde está ese cachivache. Cuando decimos «yo» solemos señalarnos en el pecho, más o menos a la altura del corazón. Si reflexionamos un poco más, quizá lleguemos a la conclusión de que estamos en nuestra cabeza, en un punto situado en el cruce de la línea que puede trazarse entre los dos ojos y la que va desde una oreja hasta la otra. Por eso mi amigo el escritor Rafael Sánchez Ferlosio -que puede ser a veces tan irónico como Sócrates- me comentó un día acerca de lo insoportable de los dolores de muelas, otitis, jaquecas, etc.: «Son muy malos. ¡Los tenemos tan cerca!». Pero no conozco a nadie que esté convencido de habitar en el dedo gordo de su pie izquierdo, por ejemplo. Por lo común, quienes creen tener un cuerpo y estar dentro de él se refieren a un «dentro» que no es el interior del saco corporal, lleno de órganos, venas y músculos, sino a una interioridad diferente, que está en todas partes del cuerpo y en ninguna, de la que sólo el cerebro podría aspirar a ser la sede privilegiada. Además, si no soy mi cuerpo, ¿de dónde he venido para llegar finalmente a parar dentro de él?
En cambio hay quien cree que no tenemos sino que somos nuestro cuerpo. Aristóteles pensaba que el alma es la forma del cuerpo, entendiendo por «forma» no la figura externa sino el principio vital que nos hace existir. Y la neurobiología actual piensa casi unánimemente que los fenómenos mentales de nuestra conciencia están producidos por nuestro sistema nervioso, cuyo centro operativo es el cerebro. De modo que cuando hablamos del «alma» o del «espíritu» nos estamos refiriendo a uno de los efectos del funcionamiento corporal, lo mismo que cuando hablamos de la luz que esparce una bombilla nos referimos a un efecto producido por la bombilla y que cesa cuando ésta se apaga... o se funde. Resultaría ingenuo creer que la luz está dentro de la bombilla como algo distinto y separado de ésta, y aún más preguntarnos adonde se va la luz cuando la bombilla se apaga. Pero también parece evidente que la luz de la bombilla aporta algo a la bombilla misma y tiene propiedades distintas a ella: no hay luz sin bombilla, pero la luz no es lo mismo que el cristal de la bombilla, ni su filamento eléctrico, ni el cordón que la une con el enchufe de la corriente general, etc. Sería injusto, por lo menos, decir que la luz no es más que la bombilla o la central eléctrica que la alimenta. Del mismo modo, aunque el pensamiento es producido por el cerebro tampoco es sin más idéntico al cerebro. A esta actitud de asegurar que algo -la luz, la mente...- «no es más que» la bombilla o el cerebro suele llamársele reduccionismo. Algunos reduccionistas estarían de acuerdo en aceptar que la mente (luz) es un estado del cerebro (bombilla), esto es, lo primero es un «modo» en que está lo segundo. Con todo parecen simplificar demasiado una realidad más compleja.
En una novela del escritor inglés Aldous Huxiey podemos leer este párrafo: «El aire en vibración había sacudido la membrana tympani de lord Edward; la cadena de huesecillos -martillo, yunque y estribo- se puso en movimiento de modo que agitara la membrana de la ventana ovalada y levantara una tempestad infinitesimal en el fluido del laberinto. Los extremos filamentosos del nervio auditivo temblaron como algas en un mar picado; un gran número de milagros oscuros se efectuaron en el cerebro y lord Edward murmuró extáticamente: ¡Bach!»11. Sin duda lord Edward percibió la música gracias a los mecanismos de su oído y a las terminaciones nerviosas de su cerebro; si hubiera sido sordo o le hubieran extirpado determinadas zonas de la corteza cerebral, en vano se habría esforzado la orquesta por agradarle. Pero el goce mismo de la música que estaba oyendo, su capacidad de apreciarla y de identificar a su autor, el significado vital que todo ello encerraba para el oyente no puede reducirse al simple mecanismo auditivo y cerebral. No se hubiera dado sin él, no existiría sin él, pero no se reduce meramente a él. Tal como la luz producida por la bombilla no es lo mismo que la bombilla, el disfrute musical de Bach no es lo mismo que el sistema corporal que capta los sonidos aunque no se daría sin tal base material. A veces lo producido tiene cualidades distintas que emergen a partir de aquello que lo produce. Por eso Lucrecio, el gran materialista de la antigüedad romana, aun estan-do convencido de que somos un conjunto de átomos configurados de tal o cual manera, señala que los átomos no pueden reírse o pensar, mientras que nosotros sí. Somos un conjunto formado por átomos materiales, pero ese conjunto tiene propiedades de las que los átomos mismos carecen. Somos nuestro cuerpo, no podemos reír ni pensar sin él, pero la risa y el pensamiento tienen dimensiones añadidas -¿espirituales?- que no lograremos entender por completo sin ir más allá de las explicaciones meramente fisiológicas que dan cuenta de su imprescindible fundamento material.
Yo adentro, yo afuera. Soy un cuerpo en un mundo de cuerpos, un objeto entre objetos, y me desplazo, choco o me froto con ellos; pero también sufro, gozo, sueño, imagino, calculo y conozco una aventura íntima que siempre tiene que ver con el mundo exterior pero que no figura en el catálogo de la exterioridad. Porque si alguien pudiera anotar en un libro (o mejor, en un CD-Rom) todas las cosas que tienen bulto y ocupan sitio en la realidad, hasta el último de mis átomos figuraría en la lista, junto al Amazonas, los grandes tiburones blancos y la estrella Polar... pero no lo que he soñado esta noche o lo que estoy pensando ahora. De modo que hay dos formas de leer mi vida y lo que yo soy: por un lado -el lado de afuera- se me puede juzgar por mi funcionamiento, valorando si todos mis órganos marchan como es debido (tal como miramos el piloto luminoso de un electrodoméstico para saber si está apagado o encendido), determinando cuáles son mis capacidades físicas o mi competencia profesional, si me porto como manda la ley o cometo fechorías, etc.; por otro lado -el de adentro- resulto ser un experimento del que sólo yo mismo, en mi interioridad, puedo opinar sopesando lo que obtengo y lo que pierdo, comparando lo que deseo con lo que rechazo, etc. Y desde luego mi funcionamiento influye decisivamente en mi experimento, así como a la inversa.
En cuanto al viejo debate entre las relaciones de mi alma -pero ¿de dónde puede brotar el alma más que del cuerpo?- con mi cuerpo -¿acaso puedo llamar mío a un cuerpo sin alma?- quizá deba desviarme un momento de los filósofos y acudir a los poetas:
El alma vuelve al cuerpo
se dirige a los ojos
y choca. -¡Luz! Me invade
todo mi ser. ¡Asombro!
JORGE GUILLEN
«Más allá», en Cántico
Así me encuentro, invadido y poseído por todo mi ser que es tanto la mirada interior del alma como la luz del mundo, inseparables, indudables. ¿Será ésta la certeza que buscó el maestro Descartes?
Después de intentar explorar mi yo, lo que soy, me asalta otra duda: ¿hay alguien ahí fuera?, ¿estoy solo?, ¿existe algún otro «yo» aparte del mío? Desde luego, constato que me rodean seres aparentemente semejantes a mí pero de los cuales sólo conozco sus manifestaciones exteriores, gestos, exclamaciones, etc. ¿Cómo puedo saber si también gozan y padecen realmente una interioridad como la mía, si también para ellos existen dolores, placeres, sueños, pensamientos y significados? La pregunta parece arbitraria, demente incluso -¡ya hemos visto que muchas preguntas filosóficas suenan así de raras en primera instancia!-, pero no es nada fácil de contestar. Al que llega a la conclusión de que en el mundo no hay más «yo» que el suyo -pues de todos los demás sólo conoce comportamientos y apariencias que no certifican el respaldo de una visión interior como la suya propia- se le llama en la historia de la filosofía «solipsista». Y ha habido muchos, no se crean, porque no resulta sencillo refutar esta extravagante convicción. Después de todo, ¿cómo llegar a saber que los demás tienen también una mente como la mía, si por definición mi mente es aquello a lo que sólo yo tengo acceso directo? El asunto es tan grave que uno de los mayores filósofos de nuestro siglo, el inglés Bertrand Russell, cuenta que en cierta ocasión recibió la carta de un solipsista explicándole su posición teórica y extrañándose de que, siendo tan irrefutable, no hubiera más solipsistas en el mundo...
A mi juicio, el más sólido argumento antisolipsista lo brindó otro gran pensador contemporáneo -que fue además amigo y discípulo de Russell-, el austriaco Ludwig Wittgenstein. Según Wittgenstein, no puede haber un lenguaje privado: todo idioma humano, para serlo, necesita poder ser comprendido por otros y tiene como objeto compartir el mundo de los significados con ellos. En mi interior, desde que comienzo a reflexionar sobre mí mismo, encuentro un lenguaje sin el que no sabría pensar, ni soñar siquiera: un lenguaje que yo no he inventado, un lenguaje que como todos los lenguajes tiene que ser forzosamente público, es decir que comparto con otros seres capaces como yo de entender significados y manejar palabras. Términos como «yo», «existir», «pensar», «genio maligno», etc., no son productos espontáneos de un ser aislado sino creaciones simbólicas que tienen su posición en la historia y la geografía humanas: diez siglos antes o en una latitud distinta nadie se hubiera hecho las preguntas de Descartes. Por medio del lenguaje que da forma a mi interioridad puedo postular -debo postular- la existencia de otras interioridades entre las que se establece el vínculo revelador de la palabra. Soy un «yo» porque puedo llamarme así frente a un «tú» en una lengua que permite después al «tú» hablar desde el lugar del «yo». Establecer el ámbito de las significaciones lingüísticas compartidas es marcar las fronteras de lo humano: ¿no será precisamente ahí, en lo humano, en lo que comparto con otros semejantes capaces de hablar y por tanto pensar donde podré encontrar una respuesta mejor a la cuestión sobre qué o quién soy yo?
Preguntas:
1. ¿En qué consiste la duda metódica cartesiana? ¿Por qué recibe este nombre?
2. ¿Qué dos corrientes filosóficas en cierto modo antagónicas representan Descartes y Hume? ¿De qué se ocupan ambos?
¿Cuál es su principal diferencia en las conclusiones que alcanzan al respecto?
3. ¿Por qué yo puedo afirmar que soy yo?
4. Resume alguna de las teorías que aparecen en este capítulo y pretenden explicar las relaciones entre cuerpo y alma. ¿Cuál te
parece más acertada? Justifica tu respuesta .
Capítulo Segundo
LAS VERDADES DE LA RAZÓN
La muerte, con su urgencia, ha despertado mi apetito de saber cosas sobre la vida. Quiero dar respuesta a mil preguntas sobre mí mismo, sobre los demás, sobre el mundo que nos rodea, sobre los otros seres vivos o inanimados, sobre cómo vivir mejor: me pregunto qué significa todo este lío en que me veo metido -un lío necesariamente mortal- y cómo me las puedo arreglar en él. Todas esas interrogaciones me asaltan una y otra vez; procuro sacudírmelas de encima, reírme de ellas, aturdirme para no pensar, pero vuelven con insistencia tras breves momentos de tregua. ¡Y menos mal que vuelven! Porque si no volviesen sería señal de que la noticia de mi muerte no ha servido más que para asustarme, de que ya estoy muerto en cierto sentido, de que no soy capaz más que de esconder la cabeza bajo las sábanas en lugar de utilizarla. Querer saber, querer pensar: eso equivale a querer estar verdaderamente vivo. Vivo frente a la muerte, no atontado y anestesiado esperándola.
Bien, tengo muchas preguntas sobre la vida. Pero hay una previa a todas ellas, fundamental: la de cómo contestarlas aunque sea de modo parcial. La pregunta previa a todas es: ¿cómo contestaré a las preguntas que la vida me sugiere? Y si no puedo responderlas convincentemente, ¿cómo lograr entenderlas mejor? A veces entender mejor lo que uno pregunta ya es casi una respuesta. Pregunto lo que no sé, lo que aún no sé, lo que quizá nunca llegue a saber, incluso a veces ni siquiera sé del todo lo que pregunto. En una palabra, la primera de todas las preguntas que debo intentar responder es ésta: ¿cómo llegaré a saber lo que no sé? O quizá: ¿cómo puedo saber qué es lo que quiero saber?, ¿qué busco preguntando?, ¿de dónde puede venirme alguna respuesta más o menos válida?
Para empezar, la pregunta nunca puede nacer de la pura ignorancia. Si no supiera nada o no creyese al menos saber algo, ni siquiera podría hacer preguntas. Pregunto desde lo que sé o creo saber, porque me parece insuficiente y dudoso. Imaginemos que bajo mi cama existe sin que yo lo sepa un pozo lleno de raras maravillas: como no tengo ni idea de que haya tal escondrijo es imposible que me pregunte jamás cuántas maravillas hay, en qué consisten ni por qué son tan maravillosas. En cambio puedo preguntarme de qué están hechas las sábanas de mi cama, cuántas almohadas tengo en ella, cómo se llama el carpintero que la fabricó, cuál es la postura más cómoda para descansar en ese lecho y quizá si debo compartirlo con alguien o mejor dormir solo. Soy capaz de plantearme estas cuestiones porque al menos parto de la base de que estoy en una cama, con sábanas, almohadas, etc. Incluso podría asaltarme también la duda de si estoy realmente en una cama y no en el interior de un cocodrilo gigante que me ha devorado mientras hacía la siesta. Todas estas dudas sobre si estoy en una cama o cómo es mi cama sólo son posibles porque al menos creo saber aproximadamente lo que es una cama. Acerca de lo que no sé absolutamente nada (como el supuesto agujero lleno de maravillas bajo mi lecho) ni siquiera puedo dudar o hacer preguntas.
Así que debo empezar por someter a examen los conocimientos que ya creo tener. Y sobre ellos me puedo hacer al menos otras tres preguntas:
a) ¿cómo los he obtenido? (¿cómo he llegado a saber lo que sé o creo saber?);
b) ¿hasta qué punto estoy seguro de ellos?;
c) ¿cómo puedo ampliarlos, mejorarlos o, en su caso, sustituirlos por otros más fiables?
Hay cosas que sé porque me las han dicho otros. Mis padres me enseñaron, por ejemplo, que es bueno lavarse las manos antes de comer y que cuatro esquinitas tiene mi cama y cuatro angelitos que me la guardan. Aprendí que las canicas de cristal valen más que las de barro porque me lo dijeron los niños de mi clase en el patio de recreo. Un amigo muy ligón me reveló en la adolescencia que cuando te acercas a dos chicas hay que hablar primero con la más fea para que la guapa se vaya fijando en ti. Más tarde otro amigo, éste muy viajero, me informó de que el mejor restaurante de la mítica Nueva York se llama Four Seasons. Y hoy he leído en el periódico que el presidente ruso Yeltsin es muy aficionado al vodka. La mayoría de mis conocimientos provienen de fuentes semejantes a éstas.
Hay otras cosas que sé porque las he estudiado. De los borrosos recuerdos de la geografía de mi infancia tengo la noticia de que la capital de Honduras se llama asombrosamente Tegucigalpa. Mis someros estudios de geometría me convencieron de que la línea recta es la distancia más corta entre dos puntos mientras que las líneas paralelas sólo se juntan en el infinito. También creo recordar que la composición química del agua es H^O. Como aprendí francés de pequeño puedo decir «j´ai perdu ma plume dans le jardin de ma tante» para informar a un parisino de que he perdido mi pluma en el jardín de mi tía (cosa, por cierto, que nunca me ha pasado). Lástima no haber sido nunca demasiado estudioso porque podría haber obtenido muchos más conocimientos por el mismo método.
Pero también sé muchas cosas por experiencia propia. Así, he comprobado que el fuego quema y que el agua moja, por ejemplo. También puedo distinguir los diferentes colores del arco iris, de modo que cuando alguien dice «azul» yo me imagino cierto tono que a menudo he visto en el cielo o en el mar. He visitado la plaza de San Marcos, en Venecia, y por tanto creo firmemente que es notablemente mayor que la entrañable plaza de la Constitución de mi San Sebastián natal. Sé lo que es el dolor porque he tenido varios cólicos nefríticos, lo que es el sufrimiento porque he visto morir a mi padre y lo que es el placer porque una vez recibí un beso estupendo de una chica en cierta estación. Conozco el calor, el frío, el hambre, la sed y muchas emociones, para algunas de las cuales ni siquiera tengo nombre. También conservo experiencia de los cambios que produjo en mí el paso de la infancia a la edad adulta y de otros más alarmantes que voy padeciendo al envejecer. Por experiencia sé también que cuando estoy dormido tengo sueños, sueños que se parecen asombrosamente a las visiones y sensaciones que me asaltan diariamente durante la vigilia... De modo que la experiencia me ha enseñado que puedo sentir, padecer, gozar, sufrir, dormir y tal vez soñar.
Ahora bien, ¿hasta qué punto estoy seguro de cada una de esas cosas; que sé? Desde luego, no todas las creo con el mismo grado de certeza ni me parecen conocimientos igualmente fiables. Pensándolo bien, cualquiera de ellas puede suscitarme dudas. Creerme algo sólo porque otros me lo han dicho no es demasiado prudente. Podrían estar ellos mismos equivocados o querer engañarme: quizá mis padres me amaban demasiado para decirme siempre la verdad, quizá mi amigo viajero sabe poco de gastronomía o el ligón nunca fue un verdadero experto en psicología femenina... De las noticias que leo en los periódicos, para qué hablar; no hay más que comparar lo que se escribe en unos con lo que cuentan otros para ponerlo todo como poco en entredicho.
Aunque ofrezcan mayores garantías, tampoco las materias de estudio son absolutamente fiables. Muchas cosas que estudié de joven hoy se explican de otra manera, las capitales de los países cambian de un día para otro (¿sigue siendo Tegucigalpa la capital de Honduras?) y las ciencias actuales descartan numerosas teorías de los siglos pasados: ¿quién puede asegurarme que lo hoy tenido por cierto no será también descartado mañana? Ni siquiera lo que yo mismo puedo experimentar es fuente segura de conocimiento: cuando introduzco un palo en el agua me parece verlo quebrarse bajo la superficie aunque el tacto desmiente tal impresión y casi juraría que el sol se mueve a lo largo del día o que no es mucho mayor que un balón de fútbol (¡si me tumbo en el suelo puedo taparlo con sólo alzar un pie!), mientras que la astronomía me da noticias muy distintas al respecto. Además también he sufrido a veces alucinaciones y espejismos, sobre todo después de haber bebido demasiado o estando muy cansado...
¿Quiere todo esto decir que nunca debo fiarme de lo que me dicen, de lo que estudio o de lo que experimento? De ningún modo. Pero parece imprescindible revisar de vez en cuando algunas cosas que creo saber, compararlas con otros de mis conocimientos, someterlas a examen crítico, debatirlas con otras personas que puedan ayudarme a entender mejor. En una palabra, buscar argumentos para asumirlas o refutarlas. A este ejercicio de buscar y sopesar argumentos antes de aceptar como bueno lo que creo saber es a lo que en términos generales se le suele llamar utilizar la razón. Desde luego, la razón no es algo simple, no es una especie de faro luminoso que tenemos en nuestro interior para alumbrar la realidad ni cosa parecida. Se parece más bien a un conjunto de hábitos deductivos, tanteos y cautelas, en parte dictados por la experiencia y en parte basados en las pautas de la lógica. La combinación de todos ellos constituye «una fa-cultad capaz -al menos en parte- de establecer o captar las relaciones que hacen que las cosas dependan unas de otras, y estén constituidas de una determinada forma y no de otra» (le plagio esta definición -modificándola a mi gusto- a un filósofo del siglo XVII, Leibniz). En ocasiones puedo alcanzar algunas certezas racionales que me servirán como criterio para fundar mis conocimientos: por ejemplo, que dos cosas iguales a una tercera son iguales entre sí o que algo no puede ser y no ser a la vez en un mismo respecto (una cosa puede ser blanca o negra, blanquinegra, gris, pero no al mismo tiempo totalmente blanca y totalmente negra). En muchos otros casos debo conformarme con establecer racionalmente lo más probable o verosímil: dados los numerosos testimonios que coinciden en afirmarlo, puedo aceptar que en Australia hay canguros; no parece insensato asumir que el aparato con que caliento las pizzas en mi cocina es un horno microondas y no una nave alienígena; puedo tener cierta confianza en que el portero de mi casa (que se llama Juan como ayer, tiene el mismo aspecto y la misma voz que ayer, me saluda como ayer, etc.) es efectivamente la misma persona que vi ayer en la portería. Aunque no espero que ningún acontecimiento altere mi creencia racional en los principios de la lógica o de la matemática, debo admitir en cambio -también por cautela racional- que en otros campos lo que hoy me resulta verosímil o aún probable siempre puede estar sujeto a revisión...
De modo que la razón no es algo que me cuentan los demás, ni el fruto de mis estudios o de mi experiencia, sino un procedimiento intelectual crítico que utilizo para organizar las noticias que recibo, los estudios que realizo o las experiencias que tengo, aceptando unas cosas (al menos provisionalmente, en espera de mejores argumentos) y descartando otras, intentando siempre vincular mis creencias entre sí con cierta armonía. Y lo primero que la razón intenta armonizar es mi punto de vista meramente personal o subjetivo con un punto de vista más objetivo o intersubjetivo, el punto de vista desde el que cualquier otro ser racional puede considerar la realidad. Si una creencia mía se apoya en argumentos racionales, no pueden ser racionales sólo para mí. Lo característico de la razón es que nunca es exclusivamente mi razón. De aquí proviene la esencial universalidad de la razón, en la que los grandes filósofos como Platón o Descartes siem-pre han insistido. Esa universalidad significa, primero, que la razón es universal en el sentido de que todos los hombres la poseen, incluso los que la usan peor (los más tontos, para entendernos), de modo que con atención y paciencia todos podríamos convenir en los mismos argumentos sobre algunas cuestiones; y segundo, que la fuerza de convicción de los razonamientos es comprensible para cualquiera, con tal de que se decida a seguir el método racional, de modo que la razón puede servir de árbitro para zanjar muchas disputas entre los hombres. Esa facultad (¿ese conjunto de facultades?) llamado razón es precisamente lo que todos los humanos tenemos en común y en ello se funda nuestra humanidad compartida. Por eso Sócrates previene al joven Fedón contra dejarse invadir por el odio a los razonamientos «como algunos llegan a odiar a los hombres. Porque no existe un mal mayor que caer presa de ese odio de los razonamientos» {Fedón, 890-9 ib). Detestar la razón es detestar a la humanidad, tanto a la propia como a la ajena, y enfrentarse a ella sin remedio como enemigo suicida...
El objetivo del método racional es establecer la verdad, es decir, la mayor concordancia posible entre lo que creemos y lo que efectivamente se da en la realidad de la que formamos parte. «Verdad» y «razón» comparten la misma vocación universalista, el mismo propósito de validez tanto para mí mismo como para el resto de mis semejantes, los humanos. Lo expresó concisamente muy bien Antonio Machado en estos versos:
Tu verdad, no: la Verdad. Y ven conmigo a buscarla. La tuya, guárdatela.
Buscar la verdad por medio del examen racional de nuestros conocimientos consiste en intentar aproximarnos más a lo real: ser racionalmente veraces debería equivaler a llegar a ser lo más realistas posible. Pero no todas las verdades son del mismo género porque la realidad abarca dimensiones muy diversas. Si por ejemplo le digo a mi novia «soy tu pichoncito del alma» y al amigo en el bar «soy ingeniero de caminos» puedo afirmar la verdad en ambos casos, aunque haya pocos pichones que hayan llegado a ingenieros. Las ciudades medievales solían tener en sus afueras una explanada llamada «campo de la verdad» donde se libraban los combates que dirimían agravios y litigios: se suponía que el ganador de la riña estaba en posesión de la verdad de acuerdo con el veredicto de la ordalía o juicio de Dios. Pues bien, una de las primeras misiones de la razón es delimitar los diversos campos de la verdad que se reparten la realidad de la que formamos parte. Consideremos por ejemplo el sol: de él podemos decir que es una estrella de mediana magnitud, un dios o el rey del firmamento. Cada una de estas afirmaciones responde a un campo distinto de verdad, la astronomía en el primer caso, la mitología en el segundo o la expresión poética en el tercero. Cada una en su campo, las tres afirmaciones sobre el sol son razonablemente verdaderas pero el engaño o ilusión proviene de mezclar los campos (dando la respuesta propia para un campo en otro campo distinto) o, aún creencia en el escepticismo? Quien dice «sólo sé que no sé nada», ¿no acepta al menos que conoce una verdad, la de su no saber? Si nada es verdad, ¿no resulta ser verdad al menos que nada es verdad? En una palabra, se le reprocha al escepticismo ser contradictorio consigo mismo: si es verdad que no conocemos la verdad, al menos ya conocemos una verdad... luego no es verdad que no conozcamos la verdad. (A esta objeción el escéptico podría responder que no duda de la verdad, sino de que podamos distinguirla siempre fiablemente de lo falso...) Otra contradicción: el escéptico puede dar buenos argumentos contra la posibilidad de conocimiento racional pero para ello necesita utilizar la razón argumentativa: tiene que razonar para convencernos (¡y convencerse a sí mismo!) de que razonar no sirve para nada. Por lo visto, ni siquiera se puede descartar la razón sin utilizarla. Tercera duda frente a la duda: podemos sostener que cada una de nuestras creencias concretas es falible (ayer creíamos que la Tierra era plana, hoy que es redonda y mañana... ¡quién sabe!) pero si nos equivocamos debe entenderse que podríamos acertar, porque si no hay posibilidad de acierto -es decir, de conocimiento verdadero, aunque todavía nunca se haya dado-, tampoco hay posibilidad de error. Lo peor del escepticismo no es que nos impida afirmar algo verdadero sino que incluso nos veda decir nada falso. Cuarta refutación, de lo más grosero: quien no cree en la verdad de ninguna de nuestras creencias no debería tener demasiado inconveniente en sentarse en la vía del tren a la espera del próximo expreso o saltar desde un séptimo piso, pues puede que el temor inspirado por tales conductas se base en simples malentendidos. Se trata de un golpe bajo, ya lo sé.
De todas formas, el escepticismo señala una cuestión muy inquietante: ¿cómo puede ser que conozcamos algo de la realidad, sea poco o mucho? Nosotros los humanos, con nuestros toscos medios sensoriales e intelectuales... ¿cómo podemos alcanzar lo que la realidad verdaderamente es? ¡Resulta chocante que un simple mamífero pueda poseer alguna clave para interpretar el universo! El físico Albert Einstein, quizá el científico más grande del siglo XX, comentó una vez: «Lo más incomprensible de la naturaleza es que nosotros podamos al menos en parte comprenderla». Y Einstein no dudaba de que la comprendemos al menos en parte. ¿A qué se debe este milagro? ¿Será porque hay en nosotros una chispa divina, porque tenemos algo de dioses, aunque sea de serie Z? Pero quizá no sea nuestro parentesco con los dioses lo que nos permita conocer, sino nuestra pertenencia a aquello mismo que aspiramos a que sea conocido: somos capaces -al menos parcialmente- de comprender la realidad porque formamos parte de ella y estamos hechos de acuerdo a principios semejantes. Nuestros sentidos y nuestra mente son reales y por eso logran mejor o peor reflejar el resto de la realidad.
Quizá la respuesta más perspicaz dada hasta la fecha al problema del conocimiento la brindó Immanuel Kant a finales del siglo XVIII en su Crítica de la razón pura. Según Kant, lo que llamamos «conocimiento» es una combinación de cuanto aporta la realidad con las formas de nuestra sensibilidad y las categorías de nuestro entendimiento. No podemos captar las cosas en sí mismas sino sólo tal como las descubrimos por medio de nuestros sentidos y de la inteligencia que ordena los datos brindados por ellos. O sea, que no conocemos la realidad pura sino sólo cómo es lo real para nosotros. Nuestro conocimiento es verdadero pero no llega más que hasta donde lo permiten nuestras facultades. De aquello de lo que no recibimos información suficiente a través de los sentidos -que son los encargados de aportar la materia prima de nuestro conocimiento- no podemos saber realmente nada, y cuando la razón especula en el vacío sobre absolutos como Dios, el alma, el Universo, etc., se aturulla en contradicciones insalvables. El pensamiento es abstracto, o sea que procede a base de síntesis sucesivas a partir de nuestros datos sensoriales: sintetizamos todas las ciudades que conocemos para obtener el concepto «ciudad» o de las mil formas imaginables de sufrimiento llegamos a obtener la noción de «dolor», agrupando los rasgos intelectualmente relevantes de lo diverso. Pensar consiste luego en volver a descender desde la síntesis más lejana a los particulares datos concretos hasta los casos individuales y viceversa, sin perder nunca el contacto con lo experimentado ni limitarnos solamente a la abrumadora dispersión de sus anécdotas. Tal explicación está de alguna manera presente ya en Aristóteles y, sobre todo, en Locke. Desde luego, la respuesta de Kant es muchísimo más compleja de lo aquí esbozado, pero lo destacable de su esfuerzo genial es que intenta salvar a la vez los rece-los del escepticismo y la realidad efectiva de nuestros conocimientos tal como se manifiestan en la ciencia moderna, que para él representaba el gran Newton.
También el relativismo pone en cuestión que seamos alguna vez capaces de alcanzar la verdad por medio de razonamientos. Como ya ha quedado dicho, en la argumentación racional debe conciliarse el punto de vista subjetivo y personal con el objetivo o universal (siendo este último el punto de vista de cualquier otro ser humano que por así decir «mirase por encima de mi hombro» mientras estoy razonando). Pues bien, los relativistas opinan que tal cosa es imposible y que mis condicionamientos subjetivos siempre se imponen a cualquier pretensión de objetividad universal. A la hora de razonar., cada cual lo hace según su etnia, su sexo, su clase social, sus intereses económicos o políticos, incluso su carácter. Cada cultura tiene su lógica diferente y cada cual su forma de pensar idiosincrásica e intransferible. Por tanto hay tantas verdades como culturas, como sexos, como clases sociales, como intereses... ¡como caracteres individuales! Quienes no hablan de verdades sino de la verdad y sostienen la pertinencia de los versos de Antonio Machado que antes citábamos suelen ser considerados por los relativistas diversas cosas feas: etnocéntricos, logocéntricos, falocéntricos y en general concéntricos en torno a sí mismos; es decir gente despistada o abusona que toma su propio punto de vista por la perspectiva de la razón universal.
Resulta imposible (y sin duda indeseable) negar la importancia de nuestros condicionamientos socioculturales o psicológicos cuando nos ponemos a razonar pero... ¿puede asegurarse que invaliden totalmente el alcance universal de ciertas verdades alcanzadas a partir de ellos y a pesar de ellos? Los hallazgos científicos de la única mujer ganadora de dos premios Nobel, Madame Curie, ¿son válidos sólo para las madames y no también para los monsieurs? ¿Deben desconfiar los japoneses del siglo XX del valor que tenga para ellos la ley de gravitación descubierta por un inglés empelucado del siglo XVII llamado Newton? ¿Se equivocaron nuestros antepasados renacentistas europeos al cambiar la numeración romana, tan propia de su identidad cultural, por los mucho más operativos guarismos árabes? ¿Utilizaron una lógica y una observación experimental de la naturaleza muy distinta a la nuestra los indígenas peruanos que descubrieron las propiedades febrífugas de la quinina siglos antes que los europeos? ¿Invalida los análisis de Marx sobre el proletariado el hecho indudable de que él mismo perteneciese a la pequeña burguesía? ¿Debería Martín Luther King por ser negro haber renunciado a reclamar los derechos de ciudadanía iguales para todos establecidos por los padres fundadores de la constitución estadounidense, los cuales fueron blancos sin excepción? Por último: ¿es una verdad racional universal y objetiva la de que no existen o no pueden ser alcanzadas por los humanos las verdades universales racionalmente objetivas?
Parece evidente que el peso de los condicionamientos subjetivos varía grandemente según el «campo de la verdad» que en cada caso estemos considerando: si de lo que hablamos es de mitología, de gastronomía o de expresión poética, el peso de nuestra cultura o nuestra idiosincrasia personal es mucho más concluyente que cuando nos referimos a ciencias de la naturaleza o a los principios de la convivencia humana. En cualquier caso, también para determinar hasta qué punto nuestros conocimientos están teñidos de subjetivismo necesitamos un punto de vista objetivo desde el que compararlos unos con otros... ¡y todos con una cierta realidad más allá de ellos a la que se refieren! En fin, hasta para desconfiar de los criterios universales de razón y de verdad necesitamos algo así como una razón y una verdad que sirvan de criterio universal. Sin embargo, la aportación más valiosa del relativismo consiste en subrayar la imposibilidad de establecer una fuente última y absoluta de la que provenga todo conocimiento verdadero. Y ello no se debe a las insuficiencias accidentales de nuestra sabiduría que el progreso científico podría remediar, sino a la naturaleza misma de nuestra capacidad de conocer. Quizá por eso un teórico importante de nuestro siglo, Karl R. Popper, ha insistido en que no existe ningún criterio para establecer que se ha alcanzado la verdad, sin dejar al tiempo de conservar para la epistemología un criterio último y definitivo de verdad (la noción tarskiana7 de verdad). Lo único que está a nuestro alcance en la mayoría de los casos, según Popper, es descubrir los sucesivos errores que existen en nuestros planteamientos y purgarnos de ellos. De este modo, la tarea de la razón resultaría ser más bien negativa (señalar las múltiples equivocaciones e inconsistencias en nuestro saber) que afirmativa (establecer la autoridad definitiva de la que proviene toda verdad).
Seamos modestos: decir que algo «es verdad» significa que es «más verdad» que otras afirmaciones concurrentes sobre el mismo tema, aunque no represente la verdad absoluta. Por ejemplo, es «verdad» que Colón descubrió el continente americano a los europeos (aunque sin duda navegantes vikingos llegaron antes, pero sin dar la misma publicidad a su logro ni intentar la colonización) y es «verdad» que el vino de Rioja es un alimento más sano que el arsénico (aunque bebido en dosis excesivas también puede ser letal, mientras que pequeñas cantidades de arsénico se utilizan en la farmacopea para fabricar medicinas). Etcétera. Como resumió muy bien otro gran filósofo contemporáneo, George Santayana: «La posesión de la verdad absoluta no se halla tan sólo por accidente más allá de las mentes particulares; es incompatible con el estar vivo, porque excluye toda situación, órgano, interés o fecha de investigación particulares: la verdad absoluta no puede descubrirse justo porque no es una perspectiva»8. Pero que toda verdad que alcanzamos racionalmente responda a cierta perspectiva no la invalida como verdad, sino que sólo la identifica como «humana».
El último grupo de adversarios de la razón (o, más bien, del razonar argumentalmente) no lo son también de la verdad, como ocurría en los dos casos anteriores. Al contrario, éstos creen en la verdad, incluso en la Verdad con mayúscula, eterna, resplandeciente, sin nada que ver con las construcciones trabajosas que mediatizan el conocimiento humano: en una palabra, esta Verdad absoluta e indiscutible no nos debe nada. Tampoco piensan que puede llegar hasta ella por el laborioso y vacilante método racional sino que es una Verdad que se nos revela, bien sea porque nos la descubran algunos maestros sobrehumanos (dioses, ancestros inspirados, etcétera), porque se nos manifieste en alguna forma privilegiada de visión o porque sólo sea alcanzable a través de intuiciones no racionales, sentimientos, pasiones, etc. Es curioso que los partidarios de estos atajos sublimes hacia el conocimiento suelan fustigar el «orgullo» de los racionalistas (cuando precisamente la racionalidad se caracteriza por la humilde desconfianza de sí misma y de ahí sus tanteos, sus laboriosas deliberaciones, sus pruebas y contrapruebas) o ridiculicen su fe en «la omnipotencia de la razón», disparate irracional en el que jamás ha creído ningún racionalista en su sano juicio. Desde luego la Verdad así revelada -la Verdad visionaria- es irrefutable, porque cualquier intento de cuestionarla demuestra precisamen-te que el incrédulo carece de la iluminación requerida para su disfrute, bien sea por su impiedad ante los Maestros adecuados o por el embotamiento de las emociones necesarias para intuirla.
Y en ello mismo estriba sin embargo la principal objeción que puede hacérsele. Porque esta forma de acceso a la Verdad mayúscula es algo así como un privilegio de unos cuantos, que los menos afortunados sólo lograrían compartir indirectamente por obediencia intelectual ante los iniciados o quedando a la espera de una revelación semejante. Pero en ningún caso pueden repetir por sí mismos el camino del conocimiento, que se presenta como inefable y repentino. La Verdad así alcanzada debe ser aceptada en bloque, incuestionada, no sometida al proceso de dudas y objeciones que son fruto del ejercicio racional. El método de la razón en cambio es totalmente diferente. Para empezar, está abierto a cualquiera y no hace distingos entre las personas: en el diálogo Menón, Sócrates demuestra que también un joven esclavo sin instrucción ninguna puede llegar por sus propias deducciones a avanzar en el campo de la geometría. La razón no exige nada especial para funcionar, ni fe, ni preparación espiritual, ni pureza de alma o de sentimientos, ni perte-necer a un determinado linaje o a determinada etnia: sólo pide ser usada. La revelación elige a unos cuantos; la razón puede ser elegida por cualquiera, por todos. Es lo común de la condición humana. Se puede fingir una revelación sublime o una intuición emotiva pero no se puede fingir el ejercicio racional, porque cualquiera puede repetirlo con nosotros o en nuestro lugar: no hay conclusión racional si otro (cualquier otro con voluntad de razonar) no está facultado para seguir al menos nuestro razonamiento y compartirlo o señalar sus errores. Frente a tantos vehículos privados, supuestamente velocísimos pero que quizá no se mueven de donde están, la razón es un servicio público intelectual: un ómnibus.
En este sentido, la razón no sólo es un instrumento para conocer sino que tiene relevantes consecuencias políticas. El proceso de razonamiento -argumentos, datos, dudas, pruebas, contrapruebas, preguntas capciosas, refutaciones, etc.- está tomado del método que seguimos para discutir con nuestros semejantes los temas que nos interesan. Es decir, todo razonamiento es social porque reproduce el procedimiento de preguntas y respuestas que empleamos para el debate con los demás. Tal es precisamente el origen de la razón, si hemos de hacer caso a Giorgio Colli: «Muchas generaciones de dialécticos elaboraron en Grecia un sistema de la razón, del logos, como fenómeno vivo, concreto, puramente oral. Evidentemente, el carácter oral de la discusión es esencial en ella: una discusión escrita, traducida a obra literaria, como la que encontramos en Platón, es un pálido subrogado del fenómeno originario, ya sea porque carece de la más mínima inmediatez, de la presencia de los interlocutores, de la inflexión de sus voces, de la alusión de sus miradas, o bien porque describe una emulación pensada por un solo hombre y exclusivamente pensada, por lo que carece del arbitrio, de la novedad, de lo imprevisto, que pueden surgir únicamente del encuentro verbal de dos individuos de carne y hueso»9. Razonar no es algo que se aprende en soledad sino que se inventa al comunicarse y confrontarse con los semejantes: toda razón es fundamentalmente conversación. A veces los filósofos modernos parecen olvidar este aspecto esencial de la cuestión.
«Conversar» no es lo mismo que escuchar sermones o atender voces de mando. Sólo se conversa -sobre todo, sólo se discute- entre iguales. Por eso el hábito filosófico de razonar nace en Grecia junto con las instituciones políticas de la democracia. Nadie puede discutir con Asurbanipal o con Nerón, ni nadie puede conversar abiertamente en una sociedad en la que existen castas sociales inamovibles. Desde luego la Grecia clásica no fue una sociedad plenamente igualitaria (¿lo ha sido alguna, habrá alguna que lo sea alguna vez?) y las mujeres o los esclavos no tenían los mismos derechos de ciudadanía que los varones libres: pero en el Banquete platónico interviene Diotima como interlocutora y en Menón Sócrates ayuda a razonar al esclavo. Y es que razonar consecuentemente exige la universalidad humana de la razón, el no excluir a nadie del diálogo donde se argumenta. De modo que la razón fue por delante en Grecia de su propio sistema social y va siempre por delante de los sistemas sociales desiguales que conocemos, hacia la verdadera comunidad de todos los seres pensantes. A fin de cuentas, la disposición a filosofar consiste en decidirse a tratar a los demás como si fueran también filósofos: ofreciéndoles razones, escuchando las suyas y construyendo la verdad, siempre en tela de juicio, a partir del encuentro entre unas y otras.
Actualmente se ha extendido una versión que me parece errónea de la relación entre la capacidad de argumentación y la igualdad democrática. Se da por supuesto que cada cual tiene derecho a sus propias opiniones y que intentar buscar la verdad (no la tuya ni la mía) es una pretensión dogmática, casi totalitaria. En el fondo, no hay planteamiento más directamente antidemocrático que éste. La democracia se basa en el supuesto de que no hay hombres que nazcan para mandar ni otros nacen para obedecer, sino que todos nacemos con la capacidad de pensar y por tanto con el derecho político de intervenir en la gestión de la comunidad de la que formamos parte. Pero para que los ciudadanos puedan ser políticamente iguales es imprescindible que en cambio no todas sus opiniones lo sean: debe haber algún medio de jerarquizar las ideas en la sociedad no jerárquica, potenciando las más adecuadas y desechando las erróneas o dañinas. En una palabra, buscando la verdad. Tal es precisamente la misión de la razón cuyo uso todos compartimos (antaño las verdades sociales las establecían los dioses, la tradición, los soberanos absolutos, etcétera). En la sociedad democrática, las opiniones de cada cual no son fortalezas o castillos donde encerrarse como forma de autoafirmación personal: «tener» una opinión no es «tener» una propiedad que nadie tiene derecho a arrebatarnos. Ofrecemos nuestra opinión a los demás para que la debatan y en su caso la acepten o la refuten, no simplemente para que sepan «dónde estamos y quiénes somos». Y desde luego no todas las opiniones son igualmente válidas: valen más las que tienen mejores argumentos a su favor y las que mejor resisten la prueba de fuego del debate con las objeciones que se les plantean.
Si no queremos que sean los dioses o ciertos hombres privilegiados los que usurpen la autoridad social (es decir., quienes decidan cuál es la verdad que conviene a la comunidad) no queda otra alternativa que someternos a la autoridad de la razón como vía hacia la verdad. Pero la razón no está situada como un árbitro semidivino por encima de nosotros para zanjar nuestras disputas sino que funciona dentro de nosotros y entre nosotros. No sólo tenemos que ser capaces de ejercer la razón en nuestras argumentaciones sino también -y esto es muy importante y quizá aún más difícil- debemos desarrollar la capacidad de ser convencidos por las mejores razones, vengan de quien vengan. No acata la autoridad democrática de la razón quien sólo sabe manejarla a favor de sus tesis pero considera humillante ser persuadido por razones opuestas. No basta con ser racional, es decir, aplicar argumentos racionales a cosas o hechos, sino que resulta no menos imprescindible ser razonable, o sea acoger en nuestros razonamientos el peso argumental de otras subjetividades que también se expresan racionalmente. Desde la perspectiva racionalista, la verdad buscada es siempre resultado, no punto de partida: y esa búsqueda incluye la conversación entre iguales, la polémica, el debate, la controversia. No como afirmación de la propia subjetividad sino como vía para alcanzar una verdad objetiva a través de las múltiples subjetividades. Si sabemos argumentar pero no sabemos dejarnos persuadir hará falta un jefe, un Dios o un Gran Experto que finalmente decida qué es lo verdadero para todos. Probablemente tendremos que volver más adelante sobre esta cuestión de lo racional y lo razonable.
De momento, creo que basta lo dicho. Recapitulemos. Acosados por la muerte, debemos pensar la vida. Pensarla, es decir: conocerla mejor a ella, a cuanto contiene y a cuanto significa. Tenemos múltiples fuentes de conocimiento, pero todas han de pasar la criba crítica de la razón, que verifica, organiza y busca la coherencia en lo que sabemos... aunque sea provisionalmente. Pero la vida está llena de preguntas. ¿Por cuál empezar, tras habernos preguntado cómo responderlas? La primera de todas bien puede ser ésta: ¿quién soy yo? O quizá: ¿qué soy yo?
Da que pensar...
¿Cuál es la pregunta previa a las restantes preguntas de la vida? ¿De dónde nos viene lo que creemos saber? ¿Podemos estar medianamente seguros de tales conocimientos? ¿A qué llamamos razón? ¿Cuál es la relación entre la razón y la verdad? ¿Cuánto hay en la razón de subjetivo y cuánto de objetivo? ¿Se puede compartir la razón y la verdad con otros, quizá con todos? ¿Cuáles son los argumentos de los escépticos y cómo se les puede responder? ¿En qué consiste el relativismo? Si todo es relativo, ¿será el relativismo relativo también? ¿Podrá llegarse a la Verdad sin utilizar la razón, por fe o por intuición, quizá por una corazonada? ¿Por qué no puede haber una razón muda y qué tiene que ver «conversar» con «razonar»? ¿Tiene implicaciones políticas el método racional de llegar a la verdad? Para utilizar correctamente la razón ¿basta con ser racional o hay que ser también razonable? Puedo ser racional contra mi prójimo pero ¿puedo ser razonable contra los demás? ¿Consiste la democracia en el derecho a defender públicamente las propias opiniones o en la obligación de tenerlas a todas por igualmente válidas? ¿Es irracional o humillante dejarse convencer por los argumentos racionales?
Preguntas:
Capítulo Segundo
LAS VERDADES DE LA RAZÓN
La muerte, con su urgencia, ha despertado mi apetito de saber cosas sobre la vida. Quiero dar respuesta a mil preguntas sobre mí mismo, sobre los demás, sobre el mundo que nos rodea, sobre los otros seres vivos o inanimados, sobre cómo vivir mejor: me pregunto qué significa todo este lío en que me veo metido -un lío necesariamente mortal- y cómo me las puedo arreglar en él. Todas esas interrogaciones me asaltan una y otra vez; procuro sacudírmelas de encima, reírme de ellas, aturdirme para no pensar, pero vuelven con insistencia tras breves momentos de tregua. ¡Y menos mal que vuelven! Porque si no volviesen sería señal de que la noticia de mi muerte no ha servido más que para asustarme, de que ya estoy muerto en cierto sentido, de que no soy capaz más que de esconder la cabeza bajo las sábanas en lugar de utilizarla. Querer saber, querer pensar: eso equivale a querer estar verdaderamente vivo. Vivo frente a la muerte, no atontado y anestesiado esperándola.
Bien, tengo muchas preguntas sobre la vida. Pero hay una previa a todas ellas, fundamental: la de cómo contestarlas aunque sea de modo parcial. La pregunta previa a todas es: ¿cómo contestaré a las preguntas que la vida me sugiere? Y si no puedo responderlas convincentemente, ¿cómo lograr entenderlas mejor? A veces entender mejor lo que uno pregunta ya es casi una respuesta. Pregunto lo que no sé, lo que aún no sé, lo que quizá nunca llegue a saber, incluso a veces ni siquiera sé del todo lo que pregunto. En una palabra, la primera de todas las preguntas que debo intentar responder es ésta: ¿cómo llegaré a saber lo que no sé? O quizá: ¿cómo puedo saber qué es lo que quiero saber?, ¿qué busco preguntando?, ¿de dónde puede venirme alguna respuesta más o menos válida?
Para empezar, la pregunta nunca puede nacer de la pura ignorancia. Si no supiera nada o no creyese al menos saber algo, ni siquiera podría hacer preguntas. Pregunto desde lo que sé o creo saber, porque me parece insuficiente y dudoso. Imaginemos que bajo mi cama existe sin que yo lo sepa un pozo lleno de raras maravillas: como no tengo ni idea de que haya tal escondrijo es imposible que me pregunte jamás cuántas maravillas hay, en qué consisten ni por qué son tan maravillosas. En cambio puedo preguntarme de qué están hechas las sábanas de mi cama, cuántas almohadas tengo en ella, cómo se llama el carpintero que la fabricó, cuál es la postura más cómoda para descansar en ese lecho y quizá si debo compartirlo con alguien o mejor dormir solo. Soy capaz de plantearme estas cuestiones porque al menos parto de la base de que estoy en una cama, con sábanas, almohadas, etc. Incluso podría asaltarme también la duda de si estoy realmente en una cama y no en el interior de un cocodrilo gigante que me ha devorado mientras hacía la siesta. Todas estas dudas sobre si estoy en una cama o cómo es mi cama sólo son posibles porque al menos creo saber aproximadamente lo que es una cama. Acerca de lo que no sé absolutamente nada (como el supuesto agujero lleno de maravillas bajo mi lecho) ni siquiera puedo dudar o hacer preguntas.
Así que debo empezar por someter a examen los conocimientos que ya creo tener. Y sobre ellos me puedo hacer al menos otras tres preguntas:
a) ¿cómo los he obtenido? (¿cómo he llegado a saber lo que sé o creo saber?);
b) ¿hasta qué punto estoy seguro de ellos?;
c) ¿cómo puedo ampliarlos, mejorarlos o, en su caso, sustituirlos por otros más fiables?
Hay cosas que sé porque me las han dicho otros. Mis padres me enseñaron, por ejemplo, que es bueno lavarse las manos antes de comer y que cuatro esquinitas tiene mi cama y cuatro angelitos que me la guardan. Aprendí que las canicas de cristal valen más que las de barro porque me lo dijeron los niños de mi clase en el patio de recreo. Un amigo muy ligón me reveló en la adolescencia que cuando te acercas a dos chicas hay que hablar primero con la más fea para que la guapa se vaya fijando en ti. Más tarde otro amigo, éste muy viajero, me informó de que el mejor restaurante de la mítica Nueva York se llama Four Seasons. Y hoy he leído en el periódico que el presidente ruso Yeltsin es muy aficionado al vodka. La mayoría de mis conocimientos provienen de fuentes semejantes a éstas.
Hay otras cosas que sé porque las he estudiado. De los borrosos recuerdos de la geografía de mi infancia tengo la noticia de que la capital de Honduras se llama asombrosamente Tegucigalpa. Mis someros estudios de geometría me convencieron de que la línea recta es la distancia más corta entre dos puntos mientras que las líneas paralelas sólo se juntan en el infinito. También creo recordar que la composición química del agua es H^O. Como aprendí francés de pequeño puedo decir «j´ai perdu ma plume dans le jardin de ma tante» para informar a un parisino de que he perdido mi pluma en el jardín de mi tía (cosa, por cierto, que nunca me ha pasado). Lástima no haber sido nunca demasiado estudioso porque podría haber obtenido muchos más conocimientos por el mismo método.
Pero también sé muchas cosas por experiencia propia. Así, he comprobado que el fuego quema y que el agua moja, por ejemplo. También puedo distinguir los diferentes colores del arco iris, de modo que cuando alguien dice «azul» yo me imagino cierto tono que a menudo he visto en el cielo o en el mar. He visitado la plaza de San Marcos, en Venecia, y por tanto creo firmemente que es notablemente mayor que la entrañable plaza de la Constitución de mi San Sebastián natal. Sé lo que es el dolor porque he tenido varios cólicos nefríticos, lo que es el sufrimiento porque he visto morir a mi padre y lo que es el placer porque una vez recibí un beso estupendo de una chica en cierta estación. Conozco el calor, el frío, el hambre, la sed y muchas emociones, para algunas de las cuales ni siquiera tengo nombre. También conservo experiencia de los cambios que produjo en mí el paso de la infancia a la edad adulta y de otros más alarmantes que voy padeciendo al envejecer. Por experiencia sé también que cuando estoy dormido tengo sueños, sueños que se parecen asombrosamente a las visiones y sensaciones que me asaltan diariamente durante la vigilia... De modo que la experiencia me ha enseñado que puedo sentir, padecer, gozar, sufrir, dormir y tal vez soñar.
Ahora bien, ¿hasta qué punto estoy seguro de cada una de esas cosas; que sé? Desde luego, no todas las creo con el mismo grado de certeza ni me parecen conocimientos igualmente fiables. Pensándolo bien, cualquiera de ellas puede suscitarme dudas. Creerme algo sólo porque otros me lo han dicho no es demasiado prudente. Podrían estar ellos mismos equivocados o querer engañarme: quizá mis padres me amaban demasiado para decirme siempre la verdad, quizá mi amigo viajero sabe poco de gastronomía o el ligón nunca fue un verdadero experto en psicología femenina... De las noticias que leo en los periódicos, para qué hablar; no hay más que comparar lo que se escribe en unos con lo que cuentan otros para ponerlo todo como poco en entredicho.
Aunque ofrezcan mayores garantías, tampoco las materias de estudio son absolutamente fiables. Muchas cosas que estudié de joven hoy se explican de otra manera, las capitales de los países cambian de un día para otro (¿sigue siendo Tegucigalpa la capital de Honduras?) y las ciencias actuales descartan numerosas teorías de los siglos pasados: ¿quién puede asegurarme que lo hoy tenido por cierto no será también descartado mañana? Ni siquiera lo que yo mismo puedo experimentar es fuente segura de conocimiento: cuando introduzco un palo en el agua me parece verlo quebrarse bajo la superficie aunque el tacto desmiente tal impresión y casi juraría que el sol se mueve a lo largo del día o que no es mucho mayor que un balón de fútbol (¡si me tumbo en el suelo puedo taparlo con sólo alzar un pie!), mientras que la astronomía me da noticias muy distintas al respecto. Además también he sufrido a veces alucinaciones y espejismos, sobre todo después de haber bebido demasiado o estando muy cansado...
¿Quiere todo esto decir que nunca debo fiarme de lo que me dicen, de lo que estudio o de lo que experimento? De ningún modo. Pero parece imprescindible revisar de vez en cuando algunas cosas que creo saber, compararlas con otros de mis conocimientos, someterlas a examen crítico, debatirlas con otras personas que puedan ayudarme a entender mejor. En una palabra, buscar argumentos para asumirlas o refutarlas. A este ejercicio de buscar y sopesar argumentos antes de aceptar como bueno lo que creo saber es a lo que en términos generales se le suele llamar utilizar la razón. Desde luego, la razón no es algo simple, no es una especie de faro luminoso que tenemos en nuestro interior para alumbrar la realidad ni cosa parecida. Se parece más bien a un conjunto de hábitos deductivos, tanteos y cautelas, en parte dictados por la experiencia y en parte basados en las pautas de la lógica. La combinación de todos ellos constituye «una fa-cultad capaz -al menos en parte- de establecer o captar las relaciones que hacen que las cosas dependan unas de otras, y estén constituidas de una determinada forma y no de otra» (le plagio esta definición -modificándola a mi gusto- a un filósofo del siglo XVII, Leibniz). En ocasiones puedo alcanzar algunas certezas racionales que me servirán como criterio para fundar mis conocimientos: por ejemplo, que dos cosas iguales a una tercera son iguales entre sí o que algo no puede ser y no ser a la vez en un mismo respecto (una cosa puede ser blanca o negra, blanquinegra, gris, pero no al mismo tiempo totalmente blanca y totalmente negra). En muchos otros casos debo conformarme con establecer racionalmente lo más probable o verosímil: dados los numerosos testimonios que coinciden en afirmarlo, puedo aceptar que en Australia hay canguros; no parece insensato asumir que el aparato con que caliento las pizzas en mi cocina es un horno microondas y no una nave alienígena; puedo tener cierta confianza en que el portero de mi casa (que se llama Juan como ayer, tiene el mismo aspecto y la misma voz que ayer, me saluda como ayer, etc.) es efectivamente la misma persona que vi ayer en la portería. Aunque no espero que ningún acontecimiento altere mi creencia racional en los principios de la lógica o de la matemática, debo admitir en cambio -también por cautela racional- que en otros campos lo que hoy me resulta verosímil o aún probable siempre puede estar sujeto a revisión...
De modo que la razón no es algo que me cuentan los demás, ni el fruto de mis estudios o de mi experiencia, sino un procedimiento intelectual crítico que utilizo para organizar las noticias que recibo, los estudios que realizo o las experiencias que tengo, aceptando unas cosas (al menos provisionalmente, en espera de mejores argumentos) y descartando otras, intentando siempre vincular mis creencias entre sí con cierta armonía. Y lo primero que la razón intenta armonizar es mi punto de vista meramente personal o subjetivo con un punto de vista más objetivo o intersubjetivo, el punto de vista desde el que cualquier otro ser racional puede considerar la realidad. Si una creencia mía se apoya en argumentos racionales, no pueden ser racionales sólo para mí. Lo característico de la razón es que nunca es exclusivamente mi razón. De aquí proviene la esencial universalidad de la razón, en la que los grandes filósofos como Platón o Descartes siem-pre han insistido. Esa universalidad significa, primero, que la razón es universal en el sentido de que todos los hombres la poseen, incluso los que la usan peor (los más tontos, para entendernos), de modo que con atención y paciencia todos podríamos convenir en los mismos argumentos sobre algunas cuestiones; y segundo, que la fuerza de convicción de los razonamientos es comprensible para cualquiera, con tal de que se decida a seguir el método racional, de modo que la razón puede servir de árbitro para zanjar muchas disputas entre los hombres. Esa facultad (¿ese conjunto de facultades?) llamado razón es precisamente lo que todos los humanos tenemos en común y en ello se funda nuestra humanidad compartida. Por eso Sócrates previene al joven Fedón contra dejarse invadir por el odio a los razonamientos «como algunos llegan a odiar a los hombres. Porque no existe un mal mayor que caer presa de ese odio de los razonamientos» {Fedón, 890-9 ib). Detestar la razón es detestar a la humanidad, tanto a la propia como a la ajena, y enfrentarse a ella sin remedio como enemigo suicida...
El objetivo del método racional es establecer la verdad, es decir, la mayor concordancia posible entre lo que creemos y lo que efectivamente se da en la realidad de la que formamos parte. «Verdad» y «razón» comparten la misma vocación universalista, el mismo propósito de validez tanto para mí mismo como para el resto de mis semejantes, los humanos. Lo expresó concisamente muy bien Antonio Machado en estos versos:
Tu verdad, no: la Verdad. Y ven conmigo a buscarla. La tuya, guárdatela.
Buscar la verdad por medio del examen racional de nuestros conocimientos consiste en intentar aproximarnos más a lo real: ser racionalmente veraces debería equivaler a llegar a ser lo más realistas posible. Pero no todas las verdades son del mismo género porque la realidad abarca dimensiones muy diversas. Si por ejemplo le digo a mi novia «soy tu pichoncito del alma» y al amigo en el bar «soy ingeniero de caminos» puedo afirmar la verdad en ambos casos, aunque haya pocos pichones que hayan llegado a ingenieros. Las ciudades medievales solían tener en sus afueras una explanada llamada «campo de la verdad» donde se libraban los combates que dirimían agravios y litigios: se suponía que el ganador de la riña estaba en posesión de la verdad de acuerdo con el veredicto de la ordalía o juicio de Dios. Pues bien, una de las primeras misiones de la razón es delimitar los diversos campos de la verdad que se reparten la realidad de la que formamos parte. Consideremos por ejemplo el sol: de él podemos decir que es una estrella de mediana magnitud, un dios o el rey del firmamento. Cada una de estas afirmaciones responde a un campo distinto de verdad, la astronomía en el primer caso, la mitología en el segundo o la expresión poética en el tercero. Cada una en su campo, las tres afirmaciones sobre el sol son razonablemente verdaderas pero el engaño o ilusión proviene de mezclar los campos (dando la respuesta propia para un campo en otro campo distinto) o, aún creencia en el escepticismo? Quien dice «sólo sé que no sé nada», ¿no acepta al menos que conoce una verdad, la de su no saber? Si nada es verdad, ¿no resulta ser verdad al menos que nada es verdad? En una palabra, se le reprocha al escepticismo ser contradictorio consigo mismo: si es verdad que no conocemos la verdad, al menos ya conocemos una verdad... luego no es verdad que no conozcamos la verdad. (A esta objeción el escéptico podría responder que no duda de la verdad, sino de que podamos distinguirla siempre fiablemente de lo falso...) Otra contradicción: el escéptico puede dar buenos argumentos contra la posibilidad de conocimiento racional pero para ello necesita utilizar la razón argumentativa: tiene que razonar para convencernos (¡y convencerse a sí mismo!) de que razonar no sirve para nada. Por lo visto, ni siquiera se puede descartar la razón sin utilizarla. Tercera duda frente a la duda: podemos sostener que cada una de nuestras creencias concretas es falible (ayer creíamos que la Tierra era plana, hoy que es redonda y mañana... ¡quién sabe!) pero si nos equivocamos debe entenderse que podríamos acertar, porque si no hay posibilidad de acierto -es decir, de conocimiento verdadero, aunque todavía nunca se haya dado-, tampoco hay posibilidad de error. Lo peor del escepticismo no es que nos impida afirmar algo verdadero sino que incluso nos veda decir nada falso. Cuarta refutación, de lo más grosero: quien no cree en la verdad de ninguna de nuestras creencias no debería tener demasiado inconveniente en sentarse en la vía del tren a la espera del próximo expreso o saltar desde un séptimo piso, pues puede que el temor inspirado por tales conductas se base en simples malentendidos. Se trata de un golpe bajo, ya lo sé.
De todas formas, el escepticismo señala una cuestión muy inquietante: ¿cómo puede ser que conozcamos algo de la realidad, sea poco o mucho? Nosotros los humanos, con nuestros toscos medios sensoriales e intelectuales... ¿cómo podemos alcanzar lo que la realidad verdaderamente es? ¡Resulta chocante que un simple mamífero pueda poseer alguna clave para interpretar el universo! El físico Albert Einstein, quizá el científico más grande del siglo XX, comentó una vez: «Lo más incomprensible de la naturaleza es que nosotros podamos al menos en parte comprenderla». Y Einstein no dudaba de que la comprendemos al menos en parte. ¿A qué se debe este milagro? ¿Será porque hay en nosotros una chispa divina, porque tenemos algo de dioses, aunque sea de serie Z? Pero quizá no sea nuestro parentesco con los dioses lo que nos permita conocer, sino nuestra pertenencia a aquello mismo que aspiramos a que sea conocido: somos capaces -al menos parcialmente- de comprender la realidad porque formamos parte de ella y estamos hechos de acuerdo a principios semejantes. Nuestros sentidos y nuestra mente son reales y por eso logran mejor o peor reflejar el resto de la realidad.
Quizá la respuesta más perspicaz dada hasta la fecha al problema del conocimiento la brindó Immanuel Kant a finales del siglo XVIII en su Crítica de la razón pura. Según Kant, lo que llamamos «conocimiento» es una combinación de cuanto aporta la realidad con las formas de nuestra sensibilidad y las categorías de nuestro entendimiento. No podemos captar las cosas en sí mismas sino sólo tal como las descubrimos por medio de nuestros sentidos y de la inteligencia que ordena los datos brindados por ellos. O sea, que no conocemos la realidad pura sino sólo cómo es lo real para nosotros. Nuestro conocimiento es verdadero pero no llega más que hasta donde lo permiten nuestras facultades. De aquello de lo que no recibimos información suficiente a través de los sentidos -que son los encargados de aportar la materia prima de nuestro conocimiento- no podemos saber realmente nada, y cuando la razón especula en el vacío sobre absolutos como Dios, el alma, el Universo, etc., se aturulla en contradicciones insalvables. El pensamiento es abstracto, o sea que procede a base de síntesis sucesivas a partir de nuestros datos sensoriales: sintetizamos todas las ciudades que conocemos para obtener el concepto «ciudad» o de las mil formas imaginables de sufrimiento llegamos a obtener la noción de «dolor», agrupando los rasgos intelectualmente relevantes de lo diverso. Pensar consiste luego en volver a descender desde la síntesis más lejana a los particulares datos concretos hasta los casos individuales y viceversa, sin perder nunca el contacto con lo experimentado ni limitarnos solamente a la abrumadora dispersión de sus anécdotas. Tal explicación está de alguna manera presente ya en Aristóteles y, sobre todo, en Locke. Desde luego, la respuesta de Kant es muchísimo más compleja de lo aquí esbozado, pero lo destacable de su esfuerzo genial es que intenta salvar a la vez los rece-los del escepticismo y la realidad efectiva de nuestros conocimientos tal como se manifiestan en la ciencia moderna, que para él representaba el gran Newton.
También el relativismo pone en cuestión que seamos alguna vez capaces de alcanzar la verdad por medio de razonamientos. Como ya ha quedado dicho, en la argumentación racional debe conciliarse el punto de vista subjetivo y personal con el objetivo o universal (siendo este último el punto de vista de cualquier otro ser humano que por así decir «mirase por encima de mi hombro» mientras estoy razonando). Pues bien, los relativistas opinan que tal cosa es imposible y que mis condicionamientos subjetivos siempre se imponen a cualquier pretensión de objetividad universal. A la hora de razonar., cada cual lo hace según su etnia, su sexo, su clase social, sus intereses económicos o políticos, incluso su carácter. Cada cultura tiene su lógica diferente y cada cual su forma de pensar idiosincrásica e intransferible. Por tanto hay tantas verdades como culturas, como sexos, como clases sociales, como intereses... ¡como caracteres individuales! Quienes no hablan de verdades sino de la verdad y sostienen la pertinencia de los versos de Antonio Machado que antes citábamos suelen ser considerados por los relativistas diversas cosas feas: etnocéntricos, logocéntricos, falocéntricos y en general concéntricos en torno a sí mismos; es decir gente despistada o abusona que toma su propio punto de vista por la perspectiva de la razón universal.
Resulta imposible (y sin duda indeseable) negar la importancia de nuestros condicionamientos socioculturales o psicológicos cuando nos ponemos a razonar pero... ¿puede asegurarse que invaliden totalmente el alcance universal de ciertas verdades alcanzadas a partir de ellos y a pesar de ellos? Los hallazgos científicos de la única mujer ganadora de dos premios Nobel, Madame Curie, ¿son válidos sólo para las madames y no también para los monsieurs? ¿Deben desconfiar los japoneses del siglo XX del valor que tenga para ellos la ley de gravitación descubierta por un inglés empelucado del siglo XVII llamado Newton? ¿Se equivocaron nuestros antepasados renacentistas europeos al cambiar la numeración romana, tan propia de su identidad cultural, por los mucho más operativos guarismos árabes? ¿Utilizaron una lógica y una observación experimental de la naturaleza muy distinta a la nuestra los indígenas peruanos que descubrieron las propiedades febrífugas de la quinina siglos antes que los europeos? ¿Invalida los análisis de Marx sobre el proletariado el hecho indudable de que él mismo perteneciese a la pequeña burguesía? ¿Debería Martín Luther King por ser negro haber renunciado a reclamar los derechos de ciudadanía iguales para todos establecidos por los padres fundadores de la constitución estadounidense, los cuales fueron blancos sin excepción? Por último: ¿es una verdad racional universal y objetiva la de que no existen o no pueden ser alcanzadas por los humanos las verdades universales racionalmente objetivas?
Parece evidente que el peso de los condicionamientos subjetivos varía grandemente según el «campo de la verdad» que en cada caso estemos considerando: si de lo que hablamos es de mitología, de gastronomía o de expresión poética, el peso de nuestra cultura o nuestra idiosincrasia personal es mucho más concluyente que cuando nos referimos a ciencias de la naturaleza o a los principios de la convivencia humana. En cualquier caso, también para determinar hasta qué punto nuestros conocimientos están teñidos de subjetivismo necesitamos un punto de vista objetivo desde el que compararlos unos con otros... ¡y todos con una cierta realidad más allá de ellos a la que se refieren! En fin, hasta para desconfiar de los criterios universales de razón y de verdad necesitamos algo así como una razón y una verdad que sirvan de criterio universal. Sin embargo, la aportación más valiosa del relativismo consiste en subrayar la imposibilidad de establecer una fuente última y absoluta de la que provenga todo conocimiento verdadero. Y ello no se debe a las insuficiencias accidentales de nuestra sabiduría que el progreso científico podría remediar, sino a la naturaleza misma de nuestra capacidad de conocer. Quizá por eso un teórico importante de nuestro siglo, Karl R. Popper, ha insistido en que no existe ningún criterio para establecer que se ha alcanzado la verdad, sin dejar al tiempo de conservar para la epistemología un criterio último y definitivo de verdad (la noción tarskiana7 de verdad). Lo único que está a nuestro alcance en la mayoría de los casos, según Popper, es descubrir los sucesivos errores que existen en nuestros planteamientos y purgarnos de ellos. De este modo, la tarea de la razón resultaría ser más bien negativa (señalar las múltiples equivocaciones e inconsistencias en nuestro saber) que afirmativa (establecer la autoridad definitiva de la que proviene toda verdad).
Seamos modestos: decir que algo «es verdad» significa que es «más verdad» que otras afirmaciones concurrentes sobre el mismo tema, aunque no represente la verdad absoluta. Por ejemplo, es «verdad» que Colón descubrió el continente americano a los europeos (aunque sin duda navegantes vikingos llegaron antes, pero sin dar la misma publicidad a su logro ni intentar la colonización) y es «verdad» que el vino de Rioja es un alimento más sano que el arsénico (aunque bebido en dosis excesivas también puede ser letal, mientras que pequeñas cantidades de arsénico se utilizan en la farmacopea para fabricar medicinas). Etcétera. Como resumió muy bien otro gran filósofo contemporáneo, George Santayana: «La posesión de la verdad absoluta no se halla tan sólo por accidente más allá de las mentes particulares; es incompatible con el estar vivo, porque excluye toda situación, órgano, interés o fecha de investigación particulares: la verdad absoluta no puede descubrirse justo porque no es una perspectiva»8. Pero que toda verdad que alcanzamos racionalmente responda a cierta perspectiva no la invalida como verdad, sino que sólo la identifica como «humana».
El último grupo de adversarios de la razón (o, más bien, del razonar argumentalmente) no lo son también de la verdad, como ocurría en los dos casos anteriores. Al contrario, éstos creen en la verdad, incluso en la Verdad con mayúscula, eterna, resplandeciente, sin nada que ver con las construcciones trabajosas que mediatizan el conocimiento humano: en una palabra, esta Verdad absoluta e indiscutible no nos debe nada. Tampoco piensan que puede llegar hasta ella por el laborioso y vacilante método racional sino que es una Verdad que se nos revela, bien sea porque nos la descubran algunos maestros sobrehumanos (dioses, ancestros inspirados, etcétera), porque se nos manifieste en alguna forma privilegiada de visión o porque sólo sea alcanzable a través de intuiciones no racionales, sentimientos, pasiones, etc. Es curioso que los partidarios de estos atajos sublimes hacia el conocimiento suelan fustigar el «orgullo» de los racionalistas (cuando precisamente la racionalidad se caracteriza por la humilde desconfianza de sí misma y de ahí sus tanteos, sus laboriosas deliberaciones, sus pruebas y contrapruebas) o ridiculicen su fe en «la omnipotencia de la razón», disparate irracional en el que jamás ha creído ningún racionalista en su sano juicio. Desde luego la Verdad así revelada -la Verdad visionaria- es irrefutable, porque cualquier intento de cuestionarla demuestra precisamen-te que el incrédulo carece de la iluminación requerida para su disfrute, bien sea por su impiedad ante los Maestros adecuados o por el embotamiento de las emociones necesarias para intuirla.
Y en ello mismo estriba sin embargo la principal objeción que puede hacérsele. Porque esta forma de acceso a la Verdad mayúscula es algo así como un privilegio de unos cuantos, que los menos afortunados sólo lograrían compartir indirectamente por obediencia intelectual ante los iniciados o quedando a la espera de una revelación semejante. Pero en ningún caso pueden repetir por sí mismos el camino del conocimiento, que se presenta como inefable y repentino. La Verdad así alcanzada debe ser aceptada en bloque, incuestionada, no sometida al proceso de dudas y objeciones que son fruto del ejercicio racional. El método de la razón en cambio es totalmente diferente. Para empezar, está abierto a cualquiera y no hace distingos entre las personas: en el diálogo Menón, Sócrates demuestra que también un joven esclavo sin instrucción ninguna puede llegar por sus propias deducciones a avanzar en el campo de la geometría. La razón no exige nada especial para funcionar, ni fe, ni preparación espiritual, ni pureza de alma o de sentimientos, ni perte-necer a un determinado linaje o a determinada etnia: sólo pide ser usada. La revelación elige a unos cuantos; la razón puede ser elegida por cualquiera, por todos. Es lo común de la condición humana. Se puede fingir una revelación sublime o una intuición emotiva pero no se puede fingir el ejercicio racional, porque cualquiera puede repetirlo con nosotros o en nuestro lugar: no hay conclusión racional si otro (cualquier otro con voluntad de razonar) no está facultado para seguir al menos nuestro razonamiento y compartirlo o señalar sus errores. Frente a tantos vehículos privados, supuestamente velocísimos pero que quizá no se mueven de donde están, la razón es un servicio público intelectual: un ómnibus.
En este sentido, la razón no sólo es un instrumento para conocer sino que tiene relevantes consecuencias políticas. El proceso de razonamiento -argumentos, datos, dudas, pruebas, contrapruebas, preguntas capciosas, refutaciones, etc.- está tomado del método que seguimos para discutir con nuestros semejantes los temas que nos interesan. Es decir, todo razonamiento es social porque reproduce el procedimiento de preguntas y respuestas que empleamos para el debate con los demás. Tal es precisamente el origen de la razón, si hemos de hacer caso a Giorgio Colli: «Muchas generaciones de dialécticos elaboraron en Grecia un sistema de la razón, del logos, como fenómeno vivo, concreto, puramente oral. Evidentemente, el carácter oral de la discusión es esencial en ella: una discusión escrita, traducida a obra literaria, como la que encontramos en Platón, es un pálido subrogado del fenómeno originario, ya sea porque carece de la más mínima inmediatez, de la presencia de los interlocutores, de la inflexión de sus voces, de la alusión de sus miradas, o bien porque describe una emulación pensada por un solo hombre y exclusivamente pensada, por lo que carece del arbitrio, de la novedad, de lo imprevisto, que pueden surgir únicamente del encuentro verbal de dos individuos de carne y hueso»9. Razonar no es algo que se aprende en soledad sino que se inventa al comunicarse y confrontarse con los semejantes: toda razón es fundamentalmente conversación. A veces los filósofos modernos parecen olvidar este aspecto esencial de la cuestión.
«Conversar» no es lo mismo que escuchar sermones o atender voces de mando. Sólo se conversa -sobre todo, sólo se discute- entre iguales. Por eso el hábito filosófico de razonar nace en Grecia junto con las instituciones políticas de la democracia. Nadie puede discutir con Asurbanipal o con Nerón, ni nadie puede conversar abiertamente en una sociedad en la que existen castas sociales inamovibles. Desde luego la Grecia clásica no fue una sociedad plenamente igualitaria (¿lo ha sido alguna, habrá alguna que lo sea alguna vez?) y las mujeres o los esclavos no tenían los mismos derechos de ciudadanía que los varones libres: pero en el Banquete platónico interviene Diotima como interlocutora y en Menón Sócrates ayuda a razonar al esclavo. Y es que razonar consecuentemente exige la universalidad humana de la razón, el no excluir a nadie del diálogo donde se argumenta. De modo que la razón fue por delante en Grecia de su propio sistema social y va siempre por delante de los sistemas sociales desiguales que conocemos, hacia la verdadera comunidad de todos los seres pensantes. A fin de cuentas, la disposición a filosofar consiste en decidirse a tratar a los demás como si fueran también filósofos: ofreciéndoles razones, escuchando las suyas y construyendo la verdad, siempre en tela de juicio, a partir del encuentro entre unas y otras.
Actualmente se ha extendido una versión que me parece errónea de la relación entre la capacidad de argumentación y la igualdad democrática. Se da por supuesto que cada cual tiene derecho a sus propias opiniones y que intentar buscar la verdad (no la tuya ni la mía) es una pretensión dogmática, casi totalitaria. En el fondo, no hay planteamiento más directamente antidemocrático que éste. La democracia se basa en el supuesto de que no hay hombres que nazcan para mandar ni otros nacen para obedecer, sino que todos nacemos con la capacidad de pensar y por tanto con el derecho político de intervenir en la gestión de la comunidad de la que formamos parte. Pero para que los ciudadanos puedan ser políticamente iguales es imprescindible que en cambio no todas sus opiniones lo sean: debe haber algún medio de jerarquizar las ideas en la sociedad no jerárquica, potenciando las más adecuadas y desechando las erróneas o dañinas. En una palabra, buscando la verdad. Tal es precisamente la misión de la razón cuyo uso todos compartimos (antaño las verdades sociales las establecían los dioses, la tradición, los soberanos absolutos, etcétera). En la sociedad democrática, las opiniones de cada cual no son fortalezas o castillos donde encerrarse como forma de autoafirmación personal: «tener» una opinión no es «tener» una propiedad que nadie tiene derecho a arrebatarnos. Ofrecemos nuestra opinión a los demás para que la debatan y en su caso la acepten o la refuten, no simplemente para que sepan «dónde estamos y quiénes somos». Y desde luego no todas las opiniones son igualmente válidas: valen más las que tienen mejores argumentos a su favor y las que mejor resisten la prueba de fuego del debate con las objeciones que se les plantean.
Si no queremos que sean los dioses o ciertos hombres privilegiados los que usurpen la autoridad social (es decir., quienes decidan cuál es la verdad que conviene a la comunidad) no queda otra alternativa que someternos a la autoridad de la razón como vía hacia la verdad. Pero la razón no está situada como un árbitro semidivino por encima de nosotros para zanjar nuestras disputas sino que funciona dentro de nosotros y entre nosotros. No sólo tenemos que ser capaces de ejercer la razón en nuestras argumentaciones sino también -y esto es muy importante y quizá aún más difícil- debemos desarrollar la capacidad de ser convencidos por las mejores razones, vengan de quien vengan. No acata la autoridad democrática de la razón quien sólo sabe manejarla a favor de sus tesis pero considera humillante ser persuadido por razones opuestas. No basta con ser racional, es decir, aplicar argumentos racionales a cosas o hechos, sino que resulta no menos imprescindible ser razonable, o sea acoger en nuestros razonamientos el peso argumental de otras subjetividades que también se expresan racionalmente. Desde la perspectiva racionalista, la verdad buscada es siempre resultado, no punto de partida: y esa búsqueda incluye la conversación entre iguales, la polémica, el debate, la controversia. No como afirmación de la propia subjetividad sino como vía para alcanzar una verdad objetiva a través de las múltiples subjetividades. Si sabemos argumentar pero no sabemos dejarnos persuadir hará falta un jefe, un Dios o un Gran Experto que finalmente decida qué es lo verdadero para todos. Probablemente tendremos que volver más adelante sobre esta cuestión de lo racional y lo razonable.
De momento, creo que basta lo dicho. Recapitulemos. Acosados por la muerte, debemos pensar la vida. Pensarla, es decir: conocerla mejor a ella, a cuanto contiene y a cuanto significa. Tenemos múltiples fuentes de conocimiento, pero todas han de pasar la criba crítica de la razón, que verifica, organiza y busca la coherencia en lo que sabemos... aunque sea provisionalmente. Pero la vida está llena de preguntas. ¿Por cuál empezar, tras habernos preguntado cómo responderlas? La primera de todas bien puede ser ésta: ¿quién soy yo? O quizá: ¿qué soy yo?
Da que pensar...
¿Cuál es la pregunta previa a las restantes preguntas de la vida? ¿De dónde nos viene lo que creemos saber? ¿Podemos estar medianamente seguros de tales conocimientos? ¿A qué llamamos razón? ¿Cuál es la relación entre la razón y la verdad? ¿Cuánto hay en la razón de subjetivo y cuánto de objetivo? ¿Se puede compartir la razón y la verdad con otros, quizá con todos? ¿Cuáles son los argumentos de los escépticos y cómo se les puede responder? ¿En qué consiste el relativismo? Si todo es relativo, ¿será el relativismo relativo también? ¿Podrá llegarse a la Verdad sin utilizar la razón, por fe o por intuición, quizá por una corazonada? ¿Por qué no puede haber una razón muda y qué tiene que ver «conversar» con «razonar»? ¿Tiene implicaciones políticas el método racional de llegar a la verdad? Para utilizar correctamente la razón ¿basta con ser racional o hay que ser también razonable? Puedo ser racional contra mi prójimo pero ¿puedo ser razonable contra los demás? ¿Consiste la democracia en el derecho a defender públicamente las propias opiniones o en la obligación de tenerlas a todas por igualmente válidas? ¿Es irracional o humillante dejarse convencer por los argumentos racionales?
Preguntas:
- ¿Cuáles son las fuentes de nuestro conocimiento?
- ¿Gracias a qué o a quién sabemos lo que sabemos?
- Define la razón. ¿Por qué se caracteriza y para qué sirve?
- Quiénes niegan la capacidad de la razón para llegar a la verdad: ¿En qué argumentos se basan?
CAPÍTULO SEGUNDO
ÓRDENES, COSTUMBRES Y CAPRICHOS
Te recuerdo brevemente donde estamos. Queda claro que hay cosas que nos convienen para vivir y otras no, pero no siempre está claro qué cosas son las que nos convienen. Aunque no podamos elegir lo que nos pasa, podemos en cambio elegir lo que hacer frente a lo que nos pasa. Modestia aparte, nuestro caso se parece más al de Héctor que al de las beneméritas termitas... Cuando vamos a hacer algo, lo hacemos porque preferimos hacer eso a hacer otra cosa, o porque preferimos hacerlo a no hacerlo. ¿Resulta entonces que hacemos siempre lo que queremos? Hombre, no tanto. A veces las circunstancias nos imponen elegir entre dos opciones que no hemos elegido: vamos, que hay ocasiones en que elegimos aunque preferiría no tener que elegir. Uno de los primeros filósofos que se ocupó de estas cuestiones, Aristóteles, imaginó el siguiente ejemplo. Un barco lleva una importante carga de un puerto a otro. A medio trayecto, le sorprende una tremenda tempestad. Parece que la única forma de salvar el barco y la tripulación es arrojar por la borda el cargamento, que además de importante es pesado. El capitán del navío se plantea el problema siguiente: «¿Debo tirar la mercancía o arriesgarme a capear el temporal con ella en la bodega, esperando que el tiempo mejore o que la nave resista?» Desde luego, si arroja el cargamento lo hará porque prefiere hacer eso a afrontar el riesgo, pero sería injusto decir sin más que quiere tirarlo. Lo que de veras quiere es llegar a puerto con su barco, su tripulación y su mercancía: eso es lo que más le conviene. Sin embargo, dadas las borrascosas circunstancias, prefiere salvar su vida y la de su tripulación a salvar la carga, por preciosa que sea. ¡Ojalá no se hubiera levantado la maldita tormenta! Pero la tormenta no puede elegirla, es cosa que se le impone, cosa que le pasa, quiera o no; lo que en cambio puede elegir es el comportamiento a seguir en el peligro que le amenaza. Si tira el cargamento por la borda lo hace porque quiere... y a la vez sin querer. Quiere vivir, salvarse y salvar a los hombres que dependen de él más conveniente. Podríamos decir que es libre porque no le queda otro remedio que serlo, libre de optar en circunstancias que él no ha elegido padecer. Casi siempre que reflexionamos en situaciones difíciles o importantes sobre lo que vamos a hacer nos encontramos en una situación parecida a la de ese capitán de barco del que habla Aristóteles. Pero claro, no siempre las cosas se ponen tan feas. A veces las circunstancias son menos tormentosas y si me empeño en no ponerte más que ejemplos con ciclón incorporado puedes rebelarte contra ellos, como hizo aquel aprendiz de aviador. Su profesor de vuelo le preguntó: «Va usted en un avión, se declara una tormenta y le inutiliza a usted el motor. ¿Qué debe hacer?» Y el estudiante contesta: «Seguiré con el otro motor.» «Bueno -dijo el profesor-, pero llega otra tormenta y le deja sin ese motor. ¿Cómo se las arregla entonces?» «Pues seguiré con el otro motor.» «También se lo destruye una tormenta. ¿Y entonces?» «Pues continúo con otro motor.» Vamos a ver -se mosquea el profesor-, ¿se puede saber de dónde saca usted tantos motores?» Y el alumno, imperturbable: «Del mismo sitio del que saca usted tantas tormentas.» No, dejemos de lado el tormento de las tormentas. Veamos qué ocurre cuando hace buen tiempo. Por lo general, uno no se pasa la vida dando vueltas a lo que nos conviene o no nos conviene hacer. Afortunadamente no solemos estar tan achuchados por la vida como el capitán del dichoso barquito del que hemos hablado. Si vamos a ser sinceros, tendremos que reconocer que la mayoría de nuestros actos los hacemos casi automáticamente, sin darle demasiadas vueltas al asunto. Recuerda conmigo, por favor, lo que has hecho esta mañana. A una hora indecentemente temprana ha sonado el despertador y tú, en vez de estrellarlo contra la pared como te apetecía, has apagado la alarma. Te has quedado un ratito entre las sábanas, intentando aprovechar los últimos y preciosos minutos de comodidad horizontal. Después has pensado que se te estaba haciendo demasiado tarde y el autobús para el cole no espera, de modo que te has levantado con santa resignación. Ya sé que no te gusta demasiado lavarte los dientes pero como te insisto tanto para que lo hagas has acudido entre bostezos a la cita con el cepillo y la pasta. Te has duchado casi sin darte cuenta de lo que hacías, porque es algo que ya pertenece a la rutina de todas las mañanas. Luego te has bebido el café con leche y te has tomado la habitual tostada con mantequilla. Después, a la dura calle. Mientras ibas hacia la parada del autobús repasando mentalmente los problemas de matemáticas -¿no tenías hoy control?- has ido dando patadas distraídas a una lata vacía de coca-cola. Más tarde el autobús, el colegio, etc. Francamente, no creo que cada uno de esos actos los hayas realizado tras angustiosas meditaciones: « ¿Me levanto o no me levanto? ¿Me ducho o no me ducho? ¡Desayunar o no desayunar, ésa es la cuestión! » La zozobra del pobre capitán de barco a punto de zozobrar, tratando de decidir a toda prisa si tiraba por la borda la carga o no, se parece poco a tus soñolientas decisiones de esta mañana. Has actuado de manera casi instintiva, sin plantearte muchos problemas. En el fondo resulta lo más cómodo y lo más eficaz, ¿no? A veces darle demasiadas vueltas a lo que uno va a hacer nos paraliza. Es como cuando echas a andar: si te pones a mirarte los pies y a decir «ahora, el derecho; luego, el izquierdo, etc.», lo más seguro es que Pegues un tropezón o que acabes parándote. Pero yo quisiera que ahora, retrospectívamente, te preguntaras lo que no te preguntaste esta mañana. Es decir: ¿por qué he hecho lo que hice?, ¿por qué ese gesto y no mejor el contrario o quizá otro cualquiera? Supongo que esta encuesta te indignará un poco. ¡Vaya! ¿Que por qué tienes que levantarte a las siete y media, lavarte los dientes e ir al colegio? ¿Y yo te lo pregunto? ¡Pues precisamente porque yo me empeño en que lo hagas y te doy la lata de mil maneras, con amenazas y promesas, para obligarte! ¡Si te quedases en la cama menudo jaleo te montaría! Claro que algunos de los gestos reseñados, como ducharte o desayunar, los realizas ya sin acordarte de mi, porque son cosas que siempre se hacen al levantarse, ¿no?, y que todo el mundo repite. Lo mismo que ponerse pantalones en lugar de ir en calzoncillos, por mucho que apriete el calor... En cuanto a lo de tomar el autobús, bueno, no tienes más remedio que hacerlo para llegar a tiempo, porque el colegio está demasiado lejos como para ir andando y no soy tan espléndido para pagarte un taxi de ¡da y vuelta todos los días. ¿Y lo de pegarle patadas a la lata? Pues eso lo haces porque sí, porque te da la gana. Vamos a detallar entonces la serie de diferentes motivos que tienes para tus comportamientos matutinos. Ya sabes lo que es un, «motivo» en el sentido que recibe la palabra en este contexto: es la razón que tienes o al menos crees tener para hacer algo, la explicación más aceptable de tu conducta cuando reflexionas un poco sobre ella. En una palabra: la mejor respuesta que se te ocurre a la pregunta «¿por qué hago eso?». Pues bien, uno de los tipos de motivación que reconoces es el de que yo te mando que hagas tal o cual cosa. A estos motivos les llamaremos órdenes. En otras ocasiones el motivo es que sueles hacer siempre ese mismo gesto y ya lo repites casi sin pensar, o también el ver que a tu alrededor todo el mundo se comporta así habitualmente: llamaremos costumbres a este juego de motivos. En otros casos -los puntapiés a la lata, por ejemplo- el motivo parece ser la ausencia de motivo, el que te apetece sin más, la pura gana. ¿Estás de acuerdo en que llamemos caprichos al por qué de estos comportamientos? Dejo de lado los motivos más crudamente funcionales, es decir los que te inducen a aquellos gestos que haces como puro y directo instrumento para conseguir algo: bajar la escalera para llegar a la calle en lugar de saltar por la ventana, coger el autobús para ir al cole, utilizar una taza para tomar tu café con leche, etc. Nos limitaremos a examinar los tres primeros tipos de motivos, es decir las órdenes, las costumbres y los caprichos. Cada uno de esos motivos inclina tu conducta en una dirección u otra, explica más o menos tu preferencia por hacer lo que haces frente a las otras muchas cosas que podrías hacer. La primera pregunta que se me ocurre plantear sobre ellos es: fuerza te obliga a actuar cada uno Porque no todos tienen el mismo peso en cada ocasión. Levantarte para ir al colegio es más obligatorio que lavarte los dientes o ducharte y creo que bastante más que dar patadas a la lata de coca-cola; en cambio, ponerte pantalones o al menos calzoncillos por mucho calor que haga es tan obligatorio como ir al cole, ¿no? Lo que quiero decirte es que cada tipo de motivos tiene su propio peso y te condiciona a su modo. Las órdenes, por ejemplo, sacan su fuerza, en parte, del miedo que puedes tener a las terribles represalias que tomaré contra ti si no me obedeces; pero también, supongo, al afecto y la confianza que me tienes y que te- lleva a pensar que lo que te mando es para protegerte y mejorarte o, como suele decirse con expresión que te hace torcer el gesto, por tu bien. También desde luego porque esperas algún tipo de recompensa si cumples como es debido: paga, regalos, etc. Las costumbres, en cambio, vienen más bien de la comodidad de seguir la rutina en ciertas ocasiones y también de tu interés de no contrariar a los otros, es decir de la presión de los demás. También en las costumbres hay algo así como una obediencia a ciertos tipos de órdenes: piensa, por poner otro ejemplo, en las modas. ¡La cantidad de cazadoras, zapatillas, chapas, etc., que tienes que ponerte porque entre tus amigos es costumbre llevarlas y tú no quieres desentonar! Las órdenes y las costumbres -tienen una cosa en común: parece que vienen de fuera, que se te imponen sin pedirte permiso. En cambio, los caprichos te salen de dentro, brotan espontáneamente sin que nadie te los mande ni a nadie en principio creas imitarlos. Yo supongo que si te pregunto que cuándo te sientes más libre, al cumplir órdenes, al seguir la costumbre o al hacer tu capricho, me dirás que eres más libre al hacer tu capricho, porque es una cosa más tuya y que no depende de nadie más que de ti. Claro que vete a saber: a lo mejor también el llamado capricho te apetece porque se lo imitas a alguien o quizá brota de una orden pero al revés, por ganas de llevar la contraria, unas ganas que no se te hubieran despertado a ti solo sin el mandato previo que desobedeces... En fin, por el momento vamos a dejar las cosas aquí, que por hoy ya es lío suficiente. Pero antes de acabar recordemos como despedida otra vez aquel barco griego en la tormenta al que se refirió Aristóteles. Ya que empezarnos entre olas y truenos bien podemos acabar lo mismo, para que el capítulo resulte capicúa. El capitán del barco estaba, cuando lo dejamos, en el trance de arrojar o no la carga por la borda para evitar el naufragio. Desde luego tiene orden de llevar las mercancías a puerto, la costumbre no es precisamente tirarlas al mar y poco le ayudaría seguir sus caprichos dado el berenjenal en que se encuentra. ¿Seguirá sus órdenes aun a riesgo de perder la vida y la de toda su tripulación? ¿Tendrá más miedo a la cólera' de sus patronos que al mismo mar furioso!,;',, En circunstancias normales puede bastar' con hacer lo que le mandan a uno, pero a veces lo más prudente es plantearse hasta qué punto resulta aconsejable obedecer... Después de todo, el capitán no es como las termitas, que tienen que salir en plan kamikaze quieran o no porque no les queda otro remedio que «obedecer» los impulsos de su naturaleza. Y si en la situación en que está las órdenes no le bastan, la costumbre todavía menos. La costumbre sirve para lo corriente, para la rutina de todos los días. ¡Francamente, una tempestad en alta mar no es momento para andarse con rutinas! Tú mismo le pones religiosamente pantalones y calzoncillos todas las mañanas, pero si en caso de incendio no te diera tiempo tampoco te sentirías demasiado culpable. Durante el gran terremoto de México de hace pocos años un amigo mío vio derrumbarse ante sus propios ojos un elevado edificio; acudió a prestar ayuda e intentó sacar de entre los escombros a una de las víctimas, que se resistía inexplicablemente a salir de la trampa de cascotes hasta que confesó: «Es que no llevo nada encima ... » ¡Premio especial del jurado a la defensa intempestiva del taparrabos! Tanto conformismo ante la costumbre vigente es un poco morboso, ¿no? Podemos suponer que nuestro capitán griego era un hombre práctico y que la rutina de conservar la carga no era suficiente para determinar su comportamiento en caso de peligro. Ni tampoco para arrojarla, claro está, por mucho que en la mayoría de los casos fuese habitual desprenderse de ella. Cuando las cosas están de veras serias hay que inventar y no sencillamente limitarse a seguir la moda o el hábito... Tampoco parece que sea ocasión propicia para entregarse a los caprichos. Si te dijeran que el capitán de ese barco tiró la carga no Porque lo considerase prudente, sino por capricho (o que la conservó en la bodega por el mismo motivo), ¿qué pensarías? Respondo Por ti: que estaba un poco loco. Arriesgar la fortuna o la vida sin otro móvil que el capricho tiene mucho de chaladura, y si la extravagancia compromete la fortuna o la vida del prójimo merece ser calificada aún más duramente. ¿Cómo podría haber llegado a mandar un barco semejante antojadizo irresponsable? En momentos tempestuosos a la persona sana se le pasan casi todos los caprichitos y no le queda sino el deseo intenso de acertar con la línea de conducta más conveniente, o sea: más racional. ¿Se trata entonces de un simple problema funcional, de encontrar el mejor medio para llegar sanos y salvos a puerto? Vamos a suponer que el capitán llega a la conclusión de que para salvarse basta con arrojar cierto peso al mar, sea peso en mercancías o sea peso en tripulación. Podría entonces intentar convencer a los marineros de que tirasen por la borda a los cuatro o cinco más inútiles de entre ellos y así de este modo tendrían una buena oportunidad de conservar las ganancias del flete. Desde un punto de vista funcional, a lo mejor era ésta la mejor solución para salvar el pellejo y también para asegurar las ganancias... Sin embargo, algo me resulta repugnante en tal decisión y su pongo que a ti también. ¿Será porque me han dado la orden de que tales cosas no deben hacerse, o porque no tengo costumbre de hacerlas o simplemente porque no me apetece -tan caprichoso soy comportarme de esa manera? Perdona que te deje en un suspense digno de Hitchcok, pero no voy a decirte para acabar qué es lo que a la postre decidió nuestro zarandeado capitán. ¡Ojalá acertase y tuviera ya buen viento hasta volver a casa! La verdad es que cuando pienso en él me doy cuenta de que todos vamos en el mismo barco... Por el momento, nos quedaremos con las preguntas que hemos planteado y esperemos que vientos favorables nos lleven hasta el próximo capítulo, donde volveremos a encontrarlas e intentaremos empezar a responderlas.
Vete leyendo...
«Tanto la virtud como el vicio están en nuestro poder. En efecto, siempre que está en nuestro poder el hacer, lo está también el no hacer, y siempre que está en nuestro poder el no, lo está el sí, de modo que si está en nuestro poder el obrar cuando es bello, lo estará también cuando es vergonzoso, y si está en nuestro poder el no obrar cuando es bello, lo estará, asimismo, para no obrar cuando es vergonzoso» (Aristóteles, Ética para Nicómaco). «En el arte de vivir, el hombre es al mismo tiempo el artista y el objeto de su arte, es el escultor y el mármol, el médico y el paciente» (Erich Fromm, Ética Y Psicoanálisis). Sólo disponemos de cuatro principios de la moral:
1. El filosófico: haz el bien por el bien mismo, Por respeto a la ley.
2. El religioso: hazlo porque es la voluntad de Dios, por amor a Dios.
3. El humano: hazlo porque tu bienestar lo requiere, por amor propio.
4. El político: hazlo porque lo requiere la prosperidad de la sociedad de la que formas parte, por amor a la sociedad y por consideración a ti (Lichtenberg, Aforismos).
«No hemos de preocupamos de vivir largos años, sino de vivirlos satisfactoriamente; porque vivir largo tiempo depende del destino, vivir satisfactoriamente de tu alma. La vida es larga si es plena; y se hace plena cuando el alma ha recuperado la posesión de su bien propio y ha transferido a sí el dominio de sí misma» (Séneca, Cartas a Lucilio).
Preguntas:
1. En este capítulo se nos habla de tres tipos diferentes de motivaciones. ¿Cuáles son y en qué consisten? Explícalo con tus propias palabras.
2. Menciona un ejemplo de tu vida cotidiana de: Órdenes, costumbres y caprichos.
ÓRDENES, COSTUMBRES Y CAPRICHOS
Te recuerdo brevemente donde estamos. Queda claro que hay cosas que nos convienen para vivir y otras no, pero no siempre está claro qué cosas son las que nos convienen. Aunque no podamos elegir lo que nos pasa, podemos en cambio elegir lo que hacer frente a lo que nos pasa. Modestia aparte, nuestro caso se parece más al de Héctor que al de las beneméritas termitas... Cuando vamos a hacer algo, lo hacemos porque preferimos hacer eso a hacer otra cosa, o porque preferimos hacerlo a no hacerlo. ¿Resulta entonces que hacemos siempre lo que queremos? Hombre, no tanto. A veces las circunstancias nos imponen elegir entre dos opciones que no hemos elegido: vamos, que hay ocasiones en que elegimos aunque preferiría no tener que elegir. Uno de los primeros filósofos que se ocupó de estas cuestiones, Aristóteles, imaginó el siguiente ejemplo. Un barco lleva una importante carga de un puerto a otro. A medio trayecto, le sorprende una tremenda tempestad. Parece que la única forma de salvar el barco y la tripulación es arrojar por la borda el cargamento, que además de importante es pesado. El capitán del navío se plantea el problema siguiente: «¿Debo tirar la mercancía o arriesgarme a capear el temporal con ella en la bodega, esperando que el tiempo mejore o que la nave resista?» Desde luego, si arroja el cargamento lo hará porque prefiere hacer eso a afrontar el riesgo, pero sería injusto decir sin más que quiere tirarlo. Lo que de veras quiere es llegar a puerto con su barco, su tripulación y su mercancía: eso es lo que más le conviene. Sin embargo, dadas las borrascosas circunstancias, prefiere salvar su vida y la de su tripulación a salvar la carga, por preciosa que sea. ¡Ojalá no se hubiera levantado la maldita tormenta! Pero la tormenta no puede elegirla, es cosa que se le impone, cosa que le pasa, quiera o no; lo que en cambio puede elegir es el comportamiento a seguir en el peligro que le amenaza. Si tira el cargamento por la borda lo hace porque quiere... y a la vez sin querer. Quiere vivir, salvarse y salvar a los hombres que dependen de él más conveniente. Podríamos decir que es libre porque no le queda otro remedio que serlo, libre de optar en circunstancias que él no ha elegido padecer. Casi siempre que reflexionamos en situaciones difíciles o importantes sobre lo que vamos a hacer nos encontramos en una situación parecida a la de ese capitán de barco del que habla Aristóteles. Pero claro, no siempre las cosas se ponen tan feas. A veces las circunstancias son menos tormentosas y si me empeño en no ponerte más que ejemplos con ciclón incorporado puedes rebelarte contra ellos, como hizo aquel aprendiz de aviador. Su profesor de vuelo le preguntó: «Va usted en un avión, se declara una tormenta y le inutiliza a usted el motor. ¿Qué debe hacer?» Y el estudiante contesta: «Seguiré con el otro motor.» «Bueno -dijo el profesor-, pero llega otra tormenta y le deja sin ese motor. ¿Cómo se las arregla entonces?» «Pues seguiré con el otro motor.» «También se lo destruye una tormenta. ¿Y entonces?» «Pues continúo con otro motor.» Vamos a ver -se mosquea el profesor-, ¿se puede saber de dónde saca usted tantos motores?» Y el alumno, imperturbable: «Del mismo sitio del que saca usted tantas tormentas.» No, dejemos de lado el tormento de las tormentas. Veamos qué ocurre cuando hace buen tiempo. Por lo general, uno no se pasa la vida dando vueltas a lo que nos conviene o no nos conviene hacer. Afortunadamente no solemos estar tan achuchados por la vida como el capitán del dichoso barquito del que hemos hablado. Si vamos a ser sinceros, tendremos que reconocer que la mayoría de nuestros actos los hacemos casi automáticamente, sin darle demasiadas vueltas al asunto. Recuerda conmigo, por favor, lo que has hecho esta mañana. A una hora indecentemente temprana ha sonado el despertador y tú, en vez de estrellarlo contra la pared como te apetecía, has apagado la alarma. Te has quedado un ratito entre las sábanas, intentando aprovechar los últimos y preciosos minutos de comodidad horizontal. Después has pensado que se te estaba haciendo demasiado tarde y el autobús para el cole no espera, de modo que te has levantado con santa resignación. Ya sé que no te gusta demasiado lavarte los dientes pero como te insisto tanto para que lo hagas has acudido entre bostezos a la cita con el cepillo y la pasta. Te has duchado casi sin darte cuenta de lo que hacías, porque es algo que ya pertenece a la rutina de todas las mañanas. Luego te has bebido el café con leche y te has tomado la habitual tostada con mantequilla. Después, a la dura calle. Mientras ibas hacia la parada del autobús repasando mentalmente los problemas de matemáticas -¿no tenías hoy control?- has ido dando patadas distraídas a una lata vacía de coca-cola. Más tarde el autobús, el colegio, etc. Francamente, no creo que cada uno de esos actos los hayas realizado tras angustiosas meditaciones: « ¿Me levanto o no me levanto? ¿Me ducho o no me ducho? ¡Desayunar o no desayunar, ésa es la cuestión! » La zozobra del pobre capitán de barco a punto de zozobrar, tratando de decidir a toda prisa si tiraba por la borda la carga o no, se parece poco a tus soñolientas decisiones de esta mañana. Has actuado de manera casi instintiva, sin plantearte muchos problemas. En el fondo resulta lo más cómodo y lo más eficaz, ¿no? A veces darle demasiadas vueltas a lo que uno va a hacer nos paraliza. Es como cuando echas a andar: si te pones a mirarte los pies y a decir «ahora, el derecho; luego, el izquierdo, etc.», lo más seguro es que Pegues un tropezón o que acabes parándote. Pero yo quisiera que ahora, retrospectívamente, te preguntaras lo que no te preguntaste esta mañana. Es decir: ¿por qué he hecho lo que hice?, ¿por qué ese gesto y no mejor el contrario o quizá otro cualquiera? Supongo que esta encuesta te indignará un poco. ¡Vaya! ¿Que por qué tienes que levantarte a las siete y media, lavarte los dientes e ir al colegio? ¿Y yo te lo pregunto? ¡Pues precisamente porque yo me empeño en que lo hagas y te doy la lata de mil maneras, con amenazas y promesas, para obligarte! ¡Si te quedases en la cama menudo jaleo te montaría! Claro que algunos de los gestos reseñados, como ducharte o desayunar, los realizas ya sin acordarte de mi, porque son cosas que siempre se hacen al levantarse, ¿no?, y que todo el mundo repite. Lo mismo que ponerse pantalones en lugar de ir en calzoncillos, por mucho que apriete el calor... En cuanto a lo de tomar el autobús, bueno, no tienes más remedio que hacerlo para llegar a tiempo, porque el colegio está demasiado lejos como para ir andando y no soy tan espléndido para pagarte un taxi de ¡da y vuelta todos los días. ¿Y lo de pegarle patadas a la lata? Pues eso lo haces porque sí, porque te da la gana. Vamos a detallar entonces la serie de diferentes motivos que tienes para tus comportamientos matutinos. Ya sabes lo que es un, «motivo» en el sentido que recibe la palabra en este contexto: es la razón que tienes o al menos crees tener para hacer algo, la explicación más aceptable de tu conducta cuando reflexionas un poco sobre ella. En una palabra: la mejor respuesta que se te ocurre a la pregunta «¿por qué hago eso?». Pues bien, uno de los tipos de motivación que reconoces es el de que yo te mando que hagas tal o cual cosa. A estos motivos les llamaremos órdenes. En otras ocasiones el motivo es que sueles hacer siempre ese mismo gesto y ya lo repites casi sin pensar, o también el ver que a tu alrededor todo el mundo se comporta así habitualmente: llamaremos costumbres a este juego de motivos. En otros casos -los puntapiés a la lata, por ejemplo- el motivo parece ser la ausencia de motivo, el que te apetece sin más, la pura gana. ¿Estás de acuerdo en que llamemos caprichos al por qué de estos comportamientos? Dejo de lado los motivos más crudamente funcionales, es decir los que te inducen a aquellos gestos que haces como puro y directo instrumento para conseguir algo: bajar la escalera para llegar a la calle en lugar de saltar por la ventana, coger el autobús para ir al cole, utilizar una taza para tomar tu café con leche, etc. Nos limitaremos a examinar los tres primeros tipos de motivos, es decir las órdenes, las costumbres y los caprichos. Cada uno de esos motivos inclina tu conducta en una dirección u otra, explica más o menos tu preferencia por hacer lo que haces frente a las otras muchas cosas que podrías hacer. La primera pregunta que se me ocurre plantear sobre ellos es: fuerza te obliga a actuar cada uno Porque no todos tienen el mismo peso en cada ocasión. Levantarte para ir al colegio es más obligatorio que lavarte los dientes o ducharte y creo que bastante más que dar patadas a la lata de coca-cola; en cambio, ponerte pantalones o al menos calzoncillos por mucho calor que haga es tan obligatorio como ir al cole, ¿no? Lo que quiero decirte es que cada tipo de motivos tiene su propio peso y te condiciona a su modo. Las órdenes, por ejemplo, sacan su fuerza, en parte, del miedo que puedes tener a las terribles represalias que tomaré contra ti si no me obedeces; pero también, supongo, al afecto y la confianza que me tienes y que te- lleva a pensar que lo que te mando es para protegerte y mejorarte o, como suele decirse con expresión que te hace torcer el gesto, por tu bien. También desde luego porque esperas algún tipo de recompensa si cumples como es debido: paga, regalos, etc. Las costumbres, en cambio, vienen más bien de la comodidad de seguir la rutina en ciertas ocasiones y también de tu interés de no contrariar a los otros, es decir de la presión de los demás. También en las costumbres hay algo así como una obediencia a ciertos tipos de órdenes: piensa, por poner otro ejemplo, en las modas. ¡La cantidad de cazadoras, zapatillas, chapas, etc., que tienes que ponerte porque entre tus amigos es costumbre llevarlas y tú no quieres desentonar! Las órdenes y las costumbres -tienen una cosa en común: parece que vienen de fuera, que se te imponen sin pedirte permiso. En cambio, los caprichos te salen de dentro, brotan espontáneamente sin que nadie te los mande ni a nadie en principio creas imitarlos. Yo supongo que si te pregunto que cuándo te sientes más libre, al cumplir órdenes, al seguir la costumbre o al hacer tu capricho, me dirás que eres más libre al hacer tu capricho, porque es una cosa más tuya y que no depende de nadie más que de ti. Claro que vete a saber: a lo mejor también el llamado capricho te apetece porque se lo imitas a alguien o quizá brota de una orden pero al revés, por ganas de llevar la contraria, unas ganas que no se te hubieran despertado a ti solo sin el mandato previo que desobedeces... En fin, por el momento vamos a dejar las cosas aquí, que por hoy ya es lío suficiente. Pero antes de acabar recordemos como despedida otra vez aquel barco griego en la tormenta al que se refirió Aristóteles. Ya que empezarnos entre olas y truenos bien podemos acabar lo mismo, para que el capítulo resulte capicúa. El capitán del barco estaba, cuando lo dejamos, en el trance de arrojar o no la carga por la borda para evitar el naufragio. Desde luego tiene orden de llevar las mercancías a puerto, la costumbre no es precisamente tirarlas al mar y poco le ayudaría seguir sus caprichos dado el berenjenal en que se encuentra. ¿Seguirá sus órdenes aun a riesgo de perder la vida y la de toda su tripulación? ¿Tendrá más miedo a la cólera' de sus patronos que al mismo mar furioso!,;',, En circunstancias normales puede bastar' con hacer lo que le mandan a uno, pero a veces lo más prudente es plantearse hasta qué punto resulta aconsejable obedecer... Después de todo, el capitán no es como las termitas, que tienen que salir en plan kamikaze quieran o no porque no les queda otro remedio que «obedecer» los impulsos de su naturaleza. Y si en la situación en que está las órdenes no le bastan, la costumbre todavía menos. La costumbre sirve para lo corriente, para la rutina de todos los días. ¡Francamente, una tempestad en alta mar no es momento para andarse con rutinas! Tú mismo le pones religiosamente pantalones y calzoncillos todas las mañanas, pero si en caso de incendio no te diera tiempo tampoco te sentirías demasiado culpable. Durante el gran terremoto de México de hace pocos años un amigo mío vio derrumbarse ante sus propios ojos un elevado edificio; acudió a prestar ayuda e intentó sacar de entre los escombros a una de las víctimas, que se resistía inexplicablemente a salir de la trampa de cascotes hasta que confesó: «Es que no llevo nada encima ... » ¡Premio especial del jurado a la defensa intempestiva del taparrabos! Tanto conformismo ante la costumbre vigente es un poco morboso, ¿no? Podemos suponer que nuestro capitán griego era un hombre práctico y que la rutina de conservar la carga no era suficiente para determinar su comportamiento en caso de peligro. Ni tampoco para arrojarla, claro está, por mucho que en la mayoría de los casos fuese habitual desprenderse de ella. Cuando las cosas están de veras serias hay que inventar y no sencillamente limitarse a seguir la moda o el hábito... Tampoco parece que sea ocasión propicia para entregarse a los caprichos. Si te dijeran que el capitán de ese barco tiró la carga no Porque lo considerase prudente, sino por capricho (o que la conservó en la bodega por el mismo motivo), ¿qué pensarías? Respondo Por ti: que estaba un poco loco. Arriesgar la fortuna o la vida sin otro móvil que el capricho tiene mucho de chaladura, y si la extravagancia compromete la fortuna o la vida del prójimo merece ser calificada aún más duramente. ¿Cómo podría haber llegado a mandar un barco semejante antojadizo irresponsable? En momentos tempestuosos a la persona sana se le pasan casi todos los caprichitos y no le queda sino el deseo intenso de acertar con la línea de conducta más conveniente, o sea: más racional. ¿Se trata entonces de un simple problema funcional, de encontrar el mejor medio para llegar sanos y salvos a puerto? Vamos a suponer que el capitán llega a la conclusión de que para salvarse basta con arrojar cierto peso al mar, sea peso en mercancías o sea peso en tripulación. Podría entonces intentar convencer a los marineros de que tirasen por la borda a los cuatro o cinco más inútiles de entre ellos y así de este modo tendrían una buena oportunidad de conservar las ganancias del flete. Desde un punto de vista funcional, a lo mejor era ésta la mejor solución para salvar el pellejo y también para asegurar las ganancias... Sin embargo, algo me resulta repugnante en tal decisión y su pongo que a ti también. ¿Será porque me han dado la orden de que tales cosas no deben hacerse, o porque no tengo costumbre de hacerlas o simplemente porque no me apetece -tan caprichoso soy comportarme de esa manera? Perdona que te deje en un suspense digno de Hitchcok, pero no voy a decirte para acabar qué es lo que a la postre decidió nuestro zarandeado capitán. ¡Ojalá acertase y tuviera ya buen viento hasta volver a casa! La verdad es que cuando pienso en él me doy cuenta de que todos vamos en el mismo barco... Por el momento, nos quedaremos con las preguntas que hemos planteado y esperemos que vientos favorables nos lleven hasta el próximo capítulo, donde volveremos a encontrarlas e intentaremos empezar a responderlas.
Vete leyendo...
«Tanto la virtud como el vicio están en nuestro poder. En efecto, siempre que está en nuestro poder el hacer, lo está también el no hacer, y siempre que está en nuestro poder el no, lo está el sí, de modo que si está en nuestro poder el obrar cuando es bello, lo estará también cuando es vergonzoso, y si está en nuestro poder el no obrar cuando es bello, lo estará, asimismo, para no obrar cuando es vergonzoso» (Aristóteles, Ética para Nicómaco). «En el arte de vivir, el hombre es al mismo tiempo el artista y el objeto de su arte, es el escultor y el mármol, el médico y el paciente» (Erich Fromm, Ética Y Psicoanálisis). Sólo disponemos de cuatro principios de la moral:
1. El filosófico: haz el bien por el bien mismo, Por respeto a la ley.
2. El religioso: hazlo porque es la voluntad de Dios, por amor a Dios.
3. El humano: hazlo porque tu bienestar lo requiere, por amor propio.
4. El político: hazlo porque lo requiere la prosperidad de la sociedad de la que formas parte, por amor a la sociedad y por consideración a ti (Lichtenberg, Aforismos).
«No hemos de preocupamos de vivir largos años, sino de vivirlos satisfactoriamente; porque vivir largo tiempo depende del destino, vivir satisfactoriamente de tu alma. La vida es larga si es plena; y se hace plena cuando el alma ha recuperado la posesión de su bien propio y ha transferido a sí el dominio de sí misma» (Séneca, Cartas a Lucilio).
Preguntas:
1. En este capítulo se nos habla de tres tipos diferentes de motivaciones. ¿Cuáles son y en qué consisten? Explícalo con tus propias palabras.
2. Menciona un ejemplo de tu vida cotidiana de: Órdenes, costumbres y caprichos.
LEA A CONTINUACIÓN EL PRIMER CAPÍTULO DEL LIBRO: ÉTICA PARA AMADOR Y RESPONDA LAS PREGUNTAS AL FINAL
CAPÍTULO PRIMERO
DE QUÉ VA LA ÉTICA
Hay ciencias que se estudian por simple interés de saber cosas nuevas; otras, para aprender una destreza que permita hacer o utilizar algo; la mayoría, para obtener un puesto de trabajo y ganarse con él la vida. Si no sentimos curiosidad ni necesidad de realizar tales estudios podemos prescindir tranquilamente de ellos. Abundan los conocimientos muy interesantes pero sin los cuales uno se las arregla bastante bien para vivir: yo, por ejemplo, lamento no tener ni idea de astrofísica ni de ebanistería, que a otros les darán tantas satisfacciones, aunque tal ignorancia no me ha impedido ir tirando hasta la fecha. Y tú, si no me equivoco, conoces las reglas del fútbol pero estás bastante pez en béisbol. No tiene mayor importancia, disfrutas con los mundiales, pasas olímpicamente de la liga americana y todos tan contentos.
Lo que quiero decir es que ciertas cosas uno puede aprenderlas o no, a voluntad. Como nadie es capaz de saberlo todo, no hay más remedio que elegir y aceptar con humildad lo mucho que ignoramos. Se puede vivir sin saber astrofísica, ni ebanistería, ni fútbol, incluso sin saber leer ni escribir: se vive peor, si quieres, pero se vive. Ahora bien, otras cosas hay que saberlas porque en ello, como suele decirse, nos va la vida. Es preciso estar enterado, por ejemplo de que saltar desde el balcón de un sexto piso no es cosa buena para la salud; o de que una dieta de clavos (¡con perdón de los fakires!) y ácido prúsico no permite llegar a viejo. Tampoco es aconsejable ignorar que si uno cada vez que se cruza con el vecino le atiza un mamporro las consecuencias serán antes o después muy desagradables. Pequeñeces así son importantes. Se puede vivir de muchos modos pero hay modos que no dejan vivir.
En una palabra, entre todos los saberes posibles existe al menos uno imprescindible: el de que ciertas cosas nos convienen y otras no. No nos convienen ciertos alimentos ni nos convienen ciertos comportamientos ni ciertas actitudes. Me refiero, claro está , a que no nos convienen si queremos seguir viviendo. Si lo que uno quiere es reventar cuanto antes, beber lejía puede ser muy adecuado o también procurar rodearse del mayor número de enemigos posible. Pero de momento vamos a suponer que lo que preferimos es vivir: los respetables gustos del suicida los dejaremos por ahora de lado. De modo que ciertas cosas nos convienen y a lo que nos conviene solemos llamarlo «bueno» porque nos sienta bien; otras, en cambio, nos sientan pero que muy mal y a todo eso lo llamamos «malo». Saber lo que nos conviene, es decir: distinguir entre lo bueno y lo malo, es un conocimiento que todos intentamos adquirir —todos sin excepción— por la cuenta que nos trae.
Como he señalado antes, hay cosas buenas y malas para la salud: es necesario saber lo que debemos comer, o que el fuego a veces calienta y otras quema, así como el agua puede quitar la sed pero también ahogarnos. Sin embargo, a veces las cosas no son tan sencillas: ciertas drogas, por ejemplo, aumentan nuestro brío o producen sensaciones agradables, pero su abuso continuado puede ser nocivo. En unos aspectos son buenas, pero en otros malas: nos convienen y a la vez no nos convienen. En el terreno de las relaciones humanas, estas ambigüedades se dan con aún mayor frecuencia. La mentira es algo en general malo, porque destruye la confianza en la palabra —y todos necesitamos hablar para vivir en sociedad— y enemista a las personas; pero a veces parece que puede ser útil o beneficioso mentir para obtener alguna ventajilla. O incluso para hacerle un favor a alguien.
Por ejemplo: ¿es mejor decirle al enfermo de cáncer incurable la verdad sobre su estado o se le debe engañar para que pase sin angustia sus últimas horas? La mentira no nos conviene, es mala, pero a veces parece resultar buena. Buscar gresca con los demás ya hemos dicho que es por lo común inconveniente, pero ¿debemos consentir que violen delante de nosotros a una chica sin intervenir, por aquello de no meternos en líos? Por otra parte, al que siempre dice la verdad —caiga quien caiga— suele cogerle manía todo el mundo; y quien interviene en plan Indiana Jones para salvar a la chica agredida es más probable que se vea con la crisma rota que quien se va silbando a su casa. Lo malo parece a veces resultar más o menos bueno y lo bueno tiene en ocasiones apariencias de malo. Vaya jaleo.
Lo de saber vivir no resulta tan fácil porque hay diversos criterios opuestos respecto a qué debemos hacer. En matemáticas o geografía hay sabios e ignorantes, pero los sabios están casi siempre de acuerdo en lo fundamental. En lo de vivir, en cambio, las opiniones distan de ser unánimes. Si uno quiere llevar una vida emocionante, puede dedicarse a los coches de fórmula uno o al alpinismo; pero si se prefiere una vida segura y tranquila, será mejor buscar las aventuras en el videoclub de la esquina. Algunos aseguran que lo más noble es vivir para los demás y otros señalan que lo más útil es lograr que los demás vivan para uno. Según ciertas opiniones lo que cuenta es ganar dinero y nada mas, mientras que otros arguyen que el dinero sin salud, tiempo libre, afecto sincero o serenidad de ánimo no vale nada. Médicos respetables indican que renunciar al tabaco y al alcohol es un medio seguro de alargar la vida, a lo que responden fumadores y borrachos que con tales privaciones a ellos desde luego la vida se les haría mucho más larga. Etc...
En lo único que a primera vista todos estamos de acuerdo es en que no estamos de acuerdo con todos. Pero fíjate que también estas opiniones distintas coinciden en otro punto: a saber, que lo que vaya a ser nuestra vida es, al menos en parte, resultado de lo que quiera cada cual. Si nuestra vida fuera algo completamente determinado y fatal, remediable todas estas disquisiciones carecerían del más mínimo sentido. Nadie discute si las piedras deben caer hacia arriba o hacia abajo: caen hacia abajo y punto. Los castores hacen presas en los arroyos y las abejas panales de celdillas hexagonales: no hay castores a los que tiente hacer celdillas de panal, ni abejas que se dediquen a la ingeniería hidráulica. En su medio natural, cada animal parece saber perfectamente lo que es bueno y lo que es malo para él, sin discusiones ni dudas. No hay animales malos ni buenos en la naturaleza, aunque quizá la mosca considere mala a la arana que tiende su trampa y se la come. Pero es que la araña no lo puede remediar...
Voy a contarte un caso dramático. Ya conoces a las termitas, esas hormigas blancas que en África levantan impresionantes hormigueros de varios metros de alto y duros como la piedra. Dado que el cuerpo de las termitas es blando, por carecer de la coraza quitinosa que protege a otros insectos, el hormiguero les sirve de caparazón colectivo contra ciertas hormigas enemigas, mejor armadas que ellas. Pero a veces uno de esos hormigueros se derrumba por culpa de una riada o de un elefante (a los elefantes les gusta rascarse los flancos contra los termiteros, qué le vamos a hacer). En seguida, las termitas-obrero se ponen a trabajar para reconstruir su dañada fortaleza a toda prisa. Y las grandes hormigas enemigas se lanzan al asalto. Las termitas-soldado salen a defender a su tribu e intentan detener a las enemigas. Como ni por tamaño ni por armamento pueden competir con ellas, se cuelgan de las asaltantes intentando frenar todo lo posible su marcha, mientras las feroces mandíbulas de sus asaltantes las van despedazando. Las obreras trabajan con toda celeridad y se ocupan de cerrar otra vez el termitero derruido... pero lo cierran dejando fuera a las pobres y heroicas termitas-soldado, que sacrifican sus vidas por la seguridad de las demás. ¿No merecen acaso una medalla, por lo menos? ¿No es justo decir que son valientes?
Cambio de escenario, pero no de tema. En la Ilíada, Homero cuenta la historia de Héctor, el mejor guerrero de Troya, que espera a pie firme fuera de las murallas de su ciudad a Aquiles, el enfurecido campeón de los aqueos, aun sabiendo que éste es más fuerte que él y que probablemente va a matarle. Lo hace por cumplir su deber, que consiste en defender a su familia y a sus conciudadanos del terrible asaltante. Nadie duda de que Héctor es un héroe, un auténtico valiente. Pero ¿es Héctor heroico y valiente del mismo modo que las termitas-soldado, cuya gesta millones de veces repetida ningún Homero se ha molestado en contar? ¿No hace Héctor, a fin de cuentas, lo mismo que cualquiera de las termitas anónimas? ¿Por qué nos parece su valor más auténtico y más difícil que el de los insectos? ¿Cuál es la diferencia entre un caso y otro? Sencillamente, la diferencia estriba en que las termitas-soldado luchan y mueren porque tienen que hacerlo, sin poderlo remediar (como la araña que se come a la mosca). Héctor, en cambio, sale a enfrentarse con Aquiles porque quiere. Las termitas-soldado no pueden desertar, ni rebelarse, ni remolonear para que otras vayan en su lugar: están programadas necesariamente por la naturaleza para cumplir su heroica misión. El caso de Héctor es distinto. Podría decir que está enfermo o que no le da la gana enfrentarse a alguien más fuerte que él. Quizá sus conciudadanos le llamasen cobarde y le tuviesen por un caradura o quizá le preguntasen qué otro plan se le ocurre para frenar a Aquiles, pero es indudable que tiene la posibilidad de negarse a ser héroe. Por mucha presión que los demás ejerzan él, siempre podría escaparse de lo que se supone que debe hacer: no está programado para ser héroe, ningún hombre lo está. De ahí que tenga mérito su gesto y que Homero cuente su historia con épica emoción. A diferencia de las termitas, decimos que Héctor es libre y por eso admiramos su valor.
Y así llegamos a la palabra fundamental de todo este embrollo: libertad. Los animales (y no digamos ya los minerales o las plantas) no tienen más remedio que ser tal como son y hacer lo que están programados naturalmente para hacer. No se les puede reprochar que lo hagan ni aplaudirles por ello porque no saben comportarse de otro modo. Tal disposición obligatoria les ahorra sin duda muchos quebraderos de cabeza. En cierta medida, desde luego, los hombres también estamos programados por la naturaleza. Estamos hechos para beber agua, no lejía, y a pesar de todas nuestras precauciones debemos morir antes o después. Y de modo menos imperioso pero parecido, nuestro programa cultural es determinante: nuestro pensamiento viene condicionado por el lenguaje que le da forma (un lenguaje que se nos impone desde fuera y que no hemos inventado para nuestro uso personal) y somos educados en ciertas tradiciones, hábitos, formas de comportamiento, leyendas..., en una palabra, que se nos inculcan desde la cunita unas fidelidades y no otras. Todo ello pesa mucho y hace que seamos bastante previsibles. Por ejemplo, Héctor, ese del que acabamos de hablar. Su programación natural hacía que Héctor sintiese necesidad de protección, cobijo y colaboración, beneficios que mejor o peor encontraba en su ciudad de Troya. También era muy natural que considerara con afecto a su mujer Andrómaca —que le proporcionaba compañía placentera— y a su hijito, por el que sentía lazos de apego biológico. Culturalmente se sentía parte de Troya y compartía con los troyanos la lengua, las costumbres y las tradiciones. Además, desde pequeño le habían educado para que fuese un buen guerrero al servicio de su ciudad y se le dijo que la cobardía era algo aborrecible, indigno de un hombre. Si traicionaba a los suyos, Héctor sabía que se vería despreciado y que le castigarían de uno u otro modo. De modo que también estaba bastante programado para actuar como lo hizo, ¿no? Y sin embargo...
Sin embargo, Héctor hubiese podido decir: ¡a la porra con todo! Podría haberse disfrazado de mujer para escapar por la noche de Troya, o haberse fingido enfermo o loco para no combatir, o haberse arrodillado ante Aquiles ofreciéndole sus servicios como guía para invadir Troya por su lado más débil también podría haberse dado a la bebida o haber inventado una nueva religión que dijese que no hay que luchar contra los enemigos sino poner la otra mejilla cuando nos abofetean. Me dirás que todos estos comportamientos hubiesen sido bastante raros, dado quien era Héctor y la educación que había recibido. Pero tienes que reconocer que no son hipótesis imposibles mientras que un castor que fabrique panales o una termita desertora no son algo raro sino estrictamente imposible. Con los hombres nunca puede uno estar seguro del todo, mientras que con los animales o con otros seres naturales sí. Por mucha programación biológica o cultural que tengamos, los hombres siempre podemos optar finalmente por algo que no esté en el programa (al menos, que no esté del todo). Podemos decir «sí» o «no», quiero o no quiero. Por muy achuchados que nos veamos por las circunstancias, nunca tenemos un solo camino a seguir sino varios.
Cuando te hablo de libertad es a esto a lo que me refiero. A lo que nos diferencia de las termitas y de las mareas, de todo lo que se mueve de modo necesario e irremediable. Cierto que no podemos hacer cualquier cosa que queramos, pero también es cierto que no estamos obligados a querer hacer una sola cosa. Y aquí conviene señalar dos aclaraciones respecto a la libertad:
Primera: No somos libres de elegir lo que nos pasa (haber nacido tal día, de tales padres y en tal país, padecer un cáncer o ser atropellados por un coche, ser guapos o feos, que los aqueos se empeñen en conquistar nuestra ciudad, etc.) sino libres para responder a lo que nos pasa de tal o cual modo (obedecer o rebelarnos, ser prudentes o temerarios, vengativos o resignados, vestirnos a la moda o disfrazarnos de oso de las cavernas, defender Troya o huir, etc.).
Segunda: Ser libres para intentar algo no tiene nada que ver con lograrlo indefectiblemente. No es lo mismo la libertad (que consiste en elegir dentro de lo posible) que la omnipotencia (que sería conseguir siempre lo que uno quiere, aunque pareciese imposible). Por ello, cuanta más capacidad de acción tengamos, mejores resultados podremos obtener de nuestra libertad. Soy libre de querer subir al monte Everest, pero dado mi lamentable estado físico y mi nula preparación en alpinismo es prácticamente imposible que consiguiera mi objetivo. En cambio soy libre de leer o no leer, pero como aprendí a leer de pequeñito la cosa no me resulta demasiado difícil si decido hacerlo. Hay cosas que dependen de mi voluntad (y eso es ser libre) pero no todo depende de mi voluntad (entonces sería omnipotente), porque en el mundo hay otras muchas voluntades y otras muchas necesidades que no controlo a mi gusto. Si no me conozco ni a mí mismo ni al mundo en que vivo, mi libertad se estrellará una y otra vez contra lo necesario. Pero, cosa importante, no por ello dejaré de ser libre... aunque me escueza.
En la realidad existen muchas fuerzas que limitan nuestra libertad, desde terremotos o enfermedades hasta tiranos. Pero también nuestra libertad es una fuerza en el mundo, nuestra fuerza. Si hablas con la gente, sin embargo, verás que la mayoría tiene mucha más conciencia de lo que limita su libertad que de la libertad misma. Te dirán: «¿Libertad? ¿Pero de qué libertad me hablas? ¿Cómo vamos a ser libres, si nos comen el coco desde la televisión, si los gobernantes nos engañan y nos manipulan si los terroristas nos amenazan, si las drogas nos esclavizan, y si además me falta dinero para comprarme una moto, que es lo que yo quisiera?» En cuanto te fijes un poco, verás que los que así hablan parece que se están quejando pero en realidad se encuentran muy satisfechos de saber que no son libres. En el fondo piensan: «¡Uf! ¡Menudo peso nos hemos quitado de encima! Como no somos libres, no podemos tener la culpa de nada de lo que nos ocurra...» Pero yo estoy seguro de que nadie —nadie— cree de veras que no es libre, nadie acepta sin más que funciona como un mecanismo inexorable de relojería o como una termita. Uno puede considerar que optar libremente por ciertas cosas en ciertas circunstancias es muy difícil (entrar en una casa en llamas para salvar a un niño, por ejemplo, o enfrentarse con firmeza a un tirano) y que es mejor decir que no hay libertad para no reconocer que libremente se prefiere lo más fácil, es decir esperar a los bomberos o lamer la bota que le pisa a uno el cuello. Pero dentro de las tripas algo insiste en decirnos: «Si tú hubieras querido...»
Cuando cualquiera se empeñe en negarte que los hombres somos libres, te aconsejo que le apliques la prueba del filósofo romano. En la antigüedad, un filósofo romano discutía con un amigo que le negaba la libertad humana y aseguraba que todos los hombres no tienen más remedio que hacer lo que hacen. El filósofo cogió su bastón y comenzó a darle estacazos con toda su fuerza. «¡Para, ya está bien, no me pegues más!», le decía el otro. Y el filósofo, sin dejar de zurrarle, continuó argumentando: «¿No dices que no soy libre y que lo que hago no tengo más remedio que hacerlo? Pues entonces no gastes saliva pidiéndome que pare: soy automático.» Hasta que el amigo no reconoció que el filósofo podía libremente dejar de pegar, el filósofo no suspendió su paliza. La prueba es buena, pero no debes utilizarla más que en último extremo y siempre con amigos que no sepan artes marciales...
En resumen: a diferencia de otros seres, vivos o inanimados, los hombres podemos inventar y elegir en parte nuestra forma de vida. Podemos optar por lo que nos parece bueno, es decir, conveniente para nosotros, frente a lo que nos parece malo e inconveniente. Y como podemos inventar y elegir, podemos equivocarnos, que es algo que a los castores, las abejas y las termitas no suele pasarles. De modo que parece prudente fijarnos bien en lo que hacemos y procurar adquirir un cierto saber vivir que nos permita acertar. A ese saber vivir, o arte de vivir si prefieres, es a lo que llaman ética. De ello, si tienes paciencia, seguiremos hablando en las siguientes páginas de este libro.
Vete leyendo...
«¡Y si ahora, dejando en el suelo el abollonado escudo y el fuerte casco y apoyado la pica contra el muro, saliera al encuentro del inexorable Aquiles, le dijera que permitía a los Atridas llevarse a Helena y las riquezas que Alejandro trajo a Ilión en las cóncavas naves, que esto fue lo que originó la guerra, y le ofreciera repartir a los aqueos la mitad de lo que la ciudad contiene y más tarde tomara juramento a los troyanos de que, sin ocultar nada, formasen dos lotes con cuantos bienes existen dentro de esta hermosa ciudad?... Mas ¿por qué en tales cosas me hace pensar el corazón?» (Homero, Ilíada).
«La libertad no es una filosofía y ni siquiera es una idea: es un movimiento de la conciencia que nos lleva, en ciertos momentos, a pronunciar dos monosílabos: Sí o No. En su brevedad instantánea, como a la luz del relámpago, se dibuja el signo contradictorio de la naturaleza humana» (Octavio Paz, La otra voz).
«La vida del hombre no puede "ser vivida" repitiendo los patrones de su especie; es él mismo —cada uno— quien debe vivir. El hombre es el único animal que puede estar fastidiado, que puede estar disgustado, que puede sentirse expulsado del paraíso» (Erich Fromm, Ética y psicoanálisis).
Preguntas:
1. A qué solemos llamar bueno y malo
2. ¿Qué diferencia el comportamiento animal del humano?
3. ¿Cómo se define la libertad en el texto?
4. Luego de leer el texto: ¿Cómo se puede definir la Ética, en qué consiste? Justifique su respuesta empleando sus propias palabras.
Nota: El trabajo deberá ser entregado en la fecha acordada y es de carácter individual, cualquier intento de plagio o copia redundará en la pérdida del mismo.
CAPÍTULO PRIMERO
DE QUÉ VA LA ÉTICA
Hay ciencias que se estudian por simple interés de saber cosas nuevas; otras, para aprender una destreza que permita hacer o utilizar algo; la mayoría, para obtener un puesto de trabajo y ganarse con él la vida. Si no sentimos curiosidad ni necesidad de realizar tales estudios podemos prescindir tranquilamente de ellos. Abundan los conocimientos muy interesantes pero sin los cuales uno se las arregla bastante bien para vivir: yo, por ejemplo, lamento no tener ni idea de astrofísica ni de ebanistería, que a otros les darán tantas satisfacciones, aunque tal ignorancia no me ha impedido ir tirando hasta la fecha. Y tú, si no me equivoco, conoces las reglas del fútbol pero estás bastante pez en béisbol. No tiene mayor importancia, disfrutas con los mundiales, pasas olímpicamente de la liga americana y todos tan contentos.
Lo que quiero decir es que ciertas cosas uno puede aprenderlas o no, a voluntad. Como nadie es capaz de saberlo todo, no hay más remedio que elegir y aceptar con humildad lo mucho que ignoramos. Se puede vivir sin saber astrofísica, ni ebanistería, ni fútbol, incluso sin saber leer ni escribir: se vive peor, si quieres, pero se vive. Ahora bien, otras cosas hay que saberlas porque en ello, como suele decirse, nos va la vida. Es preciso estar enterado, por ejemplo de que saltar desde el balcón de un sexto piso no es cosa buena para la salud; o de que una dieta de clavos (¡con perdón de los fakires!) y ácido prúsico no permite llegar a viejo. Tampoco es aconsejable ignorar que si uno cada vez que se cruza con el vecino le atiza un mamporro las consecuencias serán antes o después muy desagradables. Pequeñeces así son importantes. Se puede vivir de muchos modos pero hay modos que no dejan vivir.
En una palabra, entre todos los saberes posibles existe al menos uno imprescindible: el de que ciertas cosas nos convienen y otras no. No nos convienen ciertos alimentos ni nos convienen ciertos comportamientos ni ciertas actitudes. Me refiero, claro está , a que no nos convienen si queremos seguir viviendo. Si lo que uno quiere es reventar cuanto antes, beber lejía puede ser muy adecuado o también procurar rodearse del mayor número de enemigos posible. Pero de momento vamos a suponer que lo que preferimos es vivir: los respetables gustos del suicida los dejaremos por ahora de lado. De modo que ciertas cosas nos convienen y a lo que nos conviene solemos llamarlo «bueno» porque nos sienta bien; otras, en cambio, nos sientan pero que muy mal y a todo eso lo llamamos «malo». Saber lo que nos conviene, es decir: distinguir entre lo bueno y lo malo, es un conocimiento que todos intentamos adquirir —todos sin excepción— por la cuenta que nos trae.
Como he señalado antes, hay cosas buenas y malas para la salud: es necesario saber lo que debemos comer, o que el fuego a veces calienta y otras quema, así como el agua puede quitar la sed pero también ahogarnos. Sin embargo, a veces las cosas no son tan sencillas: ciertas drogas, por ejemplo, aumentan nuestro brío o producen sensaciones agradables, pero su abuso continuado puede ser nocivo. En unos aspectos son buenas, pero en otros malas: nos convienen y a la vez no nos convienen. En el terreno de las relaciones humanas, estas ambigüedades se dan con aún mayor frecuencia. La mentira es algo en general malo, porque destruye la confianza en la palabra —y todos necesitamos hablar para vivir en sociedad— y enemista a las personas; pero a veces parece que puede ser útil o beneficioso mentir para obtener alguna ventajilla. O incluso para hacerle un favor a alguien.
Por ejemplo: ¿es mejor decirle al enfermo de cáncer incurable la verdad sobre su estado o se le debe engañar para que pase sin angustia sus últimas horas? La mentira no nos conviene, es mala, pero a veces parece resultar buena. Buscar gresca con los demás ya hemos dicho que es por lo común inconveniente, pero ¿debemos consentir que violen delante de nosotros a una chica sin intervenir, por aquello de no meternos en líos? Por otra parte, al que siempre dice la verdad —caiga quien caiga— suele cogerle manía todo el mundo; y quien interviene en plan Indiana Jones para salvar a la chica agredida es más probable que se vea con la crisma rota que quien se va silbando a su casa. Lo malo parece a veces resultar más o menos bueno y lo bueno tiene en ocasiones apariencias de malo. Vaya jaleo.
Lo de saber vivir no resulta tan fácil porque hay diversos criterios opuestos respecto a qué debemos hacer. En matemáticas o geografía hay sabios e ignorantes, pero los sabios están casi siempre de acuerdo en lo fundamental. En lo de vivir, en cambio, las opiniones distan de ser unánimes. Si uno quiere llevar una vida emocionante, puede dedicarse a los coches de fórmula uno o al alpinismo; pero si se prefiere una vida segura y tranquila, será mejor buscar las aventuras en el videoclub de la esquina. Algunos aseguran que lo más noble es vivir para los demás y otros señalan que lo más útil es lograr que los demás vivan para uno. Según ciertas opiniones lo que cuenta es ganar dinero y nada mas, mientras que otros arguyen que el dinero sin salud, tiempo libre, afecto sincero o serenidad de ánimo no vale nada. Médicos respetables indican que renunciar al tabaco y al alcohol es un medio seguro de alargar la vida, a lo que responden fumadores y borrachos que con tales privaciones a ellos desde luego la vida se les haría mucho más larga. Etc...
En lo único que a primera vista todos estamos de acuerdo es en que no estamos de acuerdo con todos. Pero fíjate que también estas opiniones distintas coinciden en otro punto: a saber, que lo que vaya a ser nuestra vida es, al menos en parte, resultado de lo que quiera cada cual. Si nuestra vida fuera algo completamente determinado y fatal, remediable todas estas disquisiciones carecerían del más mínimo sentido. Nadie discute si las piedras deben caer hacia arriba o hacia abajo: caen hacia abajo y punto. Los castores hacen presas en los arroyos y las abejas panales de celdillas hexagonales: no hay castores a los que tiente hacer celdillas de panal, ni abejas que se dediquen a la ingeniería hidráulica. En su medio natural, cada animal parece saber perfectamente lo que es bueno y lo que es malo para él, sin discusiones ni dudas. No hay animales malos ni buenos en la naturaleza, aunque quizá la mosca considere mala a la arana que tiende su trampa y se la come. Pero es que la araña no lo puede remediar...
Voy a contarte un caso dramático. Ya conoces a las termitas, esas hormigas blancas que en África levantan impresionantes hormigueros de varios metros de alto y duros como la piedra. Dado que el cuerpo de las termitas es blando, por carecer de la coraza quitinosa que protege a otros insectos, el hormiguero les sirve de caparazón colectivo contra ciertas hormigas enemigas, mejor armadas que ellas. Pero a veces uno de esos hormigueros se derrumba por culpa de una riada o de un elefante (a los elefantes les gusta rascarse los flancos contra los termiteros, qué le vamos a hacer). En seguida, las termitas-obrero se ponen a trabajar para reconstruir su dañada fortaleza a toda prisa. Y las grandes hormigas enemigas se lanzan al asalto. Las termitas-soldado salen a defender a su tribu e intentan detener a las enemigas. Como ni por tamaño ni por armamento pueden competir con ellas, se cuelgan de las asaltantes intentando frenar todo lo posible su marcha, mientras las feroces mandíbulas de sus asaltantes las van despedazando. Las obreras trabajan con toda celeridad y se ocupan de cerrar otra vez el termitero derruido... pero lo cierran dejando fuera a las pobres y heroicas termitas-soldado, que sacrifican sus vidas por la seguridad de las demás. ¿No merecen acaso una medalla, por lo menos? ¿No es justo decir que son valientes?
Cambio de escenario, pero no de tema. En la Ilíada, Homero cuenta la historia de Héctor, el mejor guerrero de Troya, que espera a pie firme fuera de las murallas de su ciudad a Aquiles, el enfurecido campeón de los aqueos, aun sabiendo que éste es más fuerte que él y que probablemente va a matarle. Lo hace por cumplir su deber, que consiste en defender a su familia y a sus conciudadanos del terrible asaltante. Nadie duda de que Héctor es un héroe, un auténtico valiente. Pero ¿es Héctor heroico y valiente del mismo modo que las termitas-soldado, cuya gesta millones de veces repetida ningún Homero se ha molestado en contar? ¿No hace Héctor, a fin de cuentas, lo mismo que cualquiera de las termitas anónimas? ¿Por qué nos parece su valor más auténtico y más difícil que el de los insectos? ¿Cuál es la diferencia entre un caso y otro? Sencillamente, la diferencia estriba en que las termitas-soldado luchan y mueren porque tienen que hacerlo, sin poderlo remediar (como la araña que se come a la mosca). Héctor, en cambio, sale a enfrentarse con Aquiles porque quiere. Las termitas-soldado no pueden desertar, ni rebelarse, ni remolonear para que otras vayan en su lugar: están programadas necesariamente por la naturaleza para cumplir su heroica misión. El caso de Héctor es distinto. Podría decir que está enfermo o que no le da la gana enfrentarse a alguien más fuerte que él. Quizá sus conciudadanos le llamasen cobarde y le tuviesen por un caradura o quizá le preguntasen qué otro plan se le ocurre para frenar a Aquiles, pero es indudable que tiene la posibilidad de negarse a ser héroe. Por mucha presión que los demás ejerzan él, siempre podría escaparse de lo que se supone que debe hacer: no está programado para ser héroe, ningún hombre lo está. De ahí que tenga mérito su gesto y que Homero cuente su historia con épica emoción. A diferencia de las termitas, decimos que Héctor es libre y por eso admiramos su valor.
Y así llegamos a la palabra fundamental de todo este embrollo: libertad. Los animales (y no digamos ya los minerales o las plantas) no tienen más remedio que ser tal como son y hacer lo que están programados naturalmente para hacer. No se les puede reprochar que lo hagan ni aplaudirles por ello porque no saben comportarse de otro modo. Tal disposición obligatoria les ahorra sin duda muchos quebraderos de cabeza. En cierta medida, desde luego, los hombres también estamos programados por la naturaleza. Estamos hechos para beber agua, no lejía, y a pesar de todas nuestras precauciones debemos morir antes o después. Y de modo menos imperioso pero parecido, nuestro programa cultural es determinante: nuestro pensamiento viene condicionado por el lenguaje que le da forma (un lenguaje que se nos impone desde fuera y que no hemos inventado para nuestro uso personal) y somos educados en ciertas tradiciones, hábitos, formas de comportamiento, leyendas..., en una palabra, que se nos inculcan desde la cunita unas fidelidades y no otras. Todo ello pesa mucho y hace que seamos bastante previsibles. Por ejemplo, Héctor, ese del que acabamos de hablar. Su programación natural hacía que Héctor sintiese necesidad de protección, cobijo y colaboración, beneficios que mejor o peor encontraba en su ciudad de Troya. También era muy natural que considerara con afecto a su mujer Andrómaca —que le proporcionaba compañía placentera— y a su hijito, por el que sentía lazos de apego biológico. Culturalmente se sentía parte de Troya y compartía con los troyanos la lengua, las costumbres y las tradiciones. Además, desde pequeño le habían educado para que fuese un buen guerrero al servicio de su ciudad y se le dijo que la cobardía era algo aborrecible, indigno de un hombre. Si traicionaba a los suyos, Héctor sabía que se vería despreciado y que le castigarían de uno u otro modo. De modo que también estaba bastante programado para actuar como lo hizo, ¿no? Y sin embargo...
Sin embargo, Héctor hubiese podido decir: ¡a la porra con todo! Podría haberse disfrazado de mujer para escapar por la noche de Troya, o haberse fingido enfermo o loco para no combatir, o haberse arrodillado ante Aquiles ofreciéndole sus servicios como guía para invadir Troya por su lado más débil también podría haberse dado a la bebida o haber inventado una nueva religión que dijese que no hay que luchar contra los enemigos sino poner la otra mejilla cuando nos abofetean. Me dirás que todos estos comportamientos hubiesen sido bastante raros, dado quien era Héctor y la educación que había recibido. Pero tienes que reconocer que no son hipótesis imposibles mientras que un castor que fabrique panales o una termita desertora no son algo raro sino estrictamente imposible. Con los hombres nunca puede uno estar seguro del todo, mientras que con los animales o con otros seres naturales sí. Por mucha programación biológica o cultural que tengamos, los hombres siempre podemos optar finalmente por algo que no esté en el programa (al menos, que no esté del todo). Podemos decir «sí» o «no», quiero o no quiero. Por muy achuchados que nos veamos por las circunstancias, nunca tenemos un solo camino a seguir sino varios.
Cuando te hablo de libertad es a esto a lo que me refiero. A lo que nos diferencia de las termitas y de las mareas, de todo lo que se mueve de modo necesario e irremediable. Cierto que no podemos hacer cualquier cosa que queramos, pero también es cierto que no estamos obligados a querer hacer una sola cosa. Y aquí conviene señalar dos aclaraciones respecto a la libertad:
Primera: No somos libres de elegir lo que nos pasa (haber nacido tal día, de tales padres y en tal país, padecer un cáncer o ser atropellados por un coche, ser guapos o feos, que los aqueos se empeñen en conquistar nuestra ciudad, etc.) sino libres para responder a lo que nos pasa de tal o cual modo (obedecer o rebelarnos, ser prudentes o temerarios, vengativos o resignados, vestirnos a la moda o disfrazarnos de oso de las cavernas, defender Troya o huir, etc.).
Segunda: Ser libres para intentar algo no tiene nada que ver con lograrlo indefectiblemente. No es lo mismo la libertad (que consiste en elegir dentro de lo posible) que la omnipotencia (que sería conseguir siempre lo que uno quiere, aunque pareciese imposible). Por ello, cuanta más capacidad de acción tengamos, mejores resultados podremos obtener de nuestra libertad. Soy libre de querer subir al monte Everest, pero dado mi lamentable estado físico y mi nula preparación en alpinismo es prácticamente imposible que consiguiera mi objetivo. En cambio soy libre de leer o no leer, pero como aprendí a leer de pequeñito la cosa no me resulta demasiado difícil si decido hacerlo. Hay cosas que dependen de mi voluntad (y eso es ser libre) pero no todo depende de mi voluntad (entonces sería omnipotente), porque en el mundo hay otras muchas voluntades y otras muchas necesidades que no controlo a mi gusto. Si no me conozco ni a mí mismo ni al mundo en que vivo, mi libertad se estrellará una y otra vez contra lo necesario. Pero, cosa importante, no por ello dejaré de ser libre... aunque me escueza.
En la realidad existen muchas fuerzas que limitan nuestra libertad, desde terremotos o enfermedades hasta tiranos. Pero también nuestra libertad es una fuerza en el mundo, nuestra fuerza. Si hablas con la gente, sin embargo, verás que la mayoría tiene mucha más conciencia de lo que limita su libertad que de la libertad misma. Te dirán: «¿Libertad? ¿Pero de qué libertad me hablas? ¿Cómo vamos a ser libres, si nos comen el coco desde la televisión, si los gobernantes nos engañan y nos manipulan si los terroristas nos amenazan, si las drogas nos esclavizan, y si además me falta dinero para comprarme una moto, que es lo que yo quisiera?» En cuanto te fijes un poco, verás que los que así hablan parece que se están quejando pero en realidad se encuentran muy satisfechos de saber que no son libres. En el fondo piensan: «¡Uf! ¡Menudo peso nos hemos quitado de encima! Como no somos libres, no podemos tener la culpa de nada de lo que nos ocurra...» Pero yo estoy seguro de que nadie —nadie— cree de veras que no es libre, nadie acepta sin más que funciona como un mecanismo inexorable de relojería o como una termita. Uno puede considerar que optar libremente por ciertas cosas en ciertas circunstancias es muy difícil (entrar en una casa en llamas para salvar a un niño, por ejemplo, o enfrentarse con firmeza a un tirano) y que es mejor decir que no hay libertad para no reconocer que libremente se prefiere lo más fácil, es decir esperar a los bomberos o lamer la bota que le pisa a uno el cuello. Pero dentro de las tripas algo insiste en decirnos: «Si tú hubieras querido...»
Cuando cualquiera se empeñe en negarte que los hombres somos libres, te aconsejo que le apliques la prueba del filósofo romano. En la antigüedad, un filósofo romano discutía con un amigo que le negaba la libertad humana y aseguraba que todos los hombres no tienen más remedio que hacer lo que hacen. El filósofo cogió su bastón y comenzó a darle estacazos con toda su fuerza. «¡Para, ya está bien, no me pegues más!», le decía el otro. Y el filósofo, sin dejar de zurrarle, continuó argumentando: «¿No dices que no soy libre y que lo que hago no tengo más remedio que hacerlo? Pues entonces no gastes saliva pidiéndome que pare: soy automático.» Hasta que el amigo no reconoció que el filósofo podía libremente dejar de pegar, el filósofo no suspendió su paliza. La prueba es buena, pero no debes utilizarla más que en último extremo y siempre con amigos que no sepan artes marciales...
En resumen: a diferencia de otros seres, vivos o inanimados, los hombres podemos inventar y elegir en parte nuestra forma de vida. Podemos optar por lo que nos parece bueno, es decir, conveniente para nosotros, frente a lo que nos parece malo e inconveniente. Y como podemos inventar y elegir, podemos equivocarnos, que es algo que a los castores, las abejas y las termitas no suele pasarles. De modo que parece prudente fijarnos bien en lo que hacemos y procurar adquirir un cierto saber vivir que nos permita acertar. A ese saber vivir, o arte de vivir si prefieres, es a lo que llaman ética. De ello, si tienes paciencia, seguiremos hablando en las siguientes páginas de este libro.
Vete leyendo...
«¡Y si ahora, dejando en el suelo el abollonado escudo y el fuerte casco y apoyado la pica contra el muro, saliera al encuentro del inexorable Aquiles, le dijera que permitía a los Atridas llevarse a Helena y las riquezas que Alejandro trajo a Ilión en las cóncavas naves, que esto fue lo que originó la guerra, y le ofreciera repartir a los aqueos la mitad de lo que la ciudad contiene y más tarde tomara juramento a los troyanos de que, sin ocultar nada, formasen dos lotes con cuantos bienes existen dentro de esta hermosa ciudad?... Mas ¿por qué en tales cosas me hace pensar el corazón?» (Homero, Ilíada).
«La libertad no es una filosofía y ni siquiera es una idea: es un movimiento de la conciencia que nos lleva, en ciertos momentos, a pronunciar dos monosílabos: Sí o No. En su brevedad instantánea, como a la luz del relámpago, se dibuja el signo contradictorio de la naturaleza humana» (Octavio Paz, La otra voz).
«La vida del hombre no puede "ser vivida" repitiendo los patrones de su especie; es él mismo —cada uno— quien debe vivir. El hombre es el único animal que puede estar fastidiado, que puede estar disgustado, que puede sentirse expulsado del paraíso» (Erich Fromm, Ética y psicoanálisis).
Preguntas:
1. A qué solemos llamar bueno y malo
2. ¿Qué diferencia el comportamiento animal del humano?
3. ¿Cómo se define la libertad en el texto?
4. Luego de leer el texto: ¿Cómo se puede definir la Ética, en qué consiste? Justifique su respuesta empleando sus propias palabras.
Nota: El trabajo deberá ser entregado en la fecha acordada y es de carácter individual, cualquier intento de plagio o copia redundará en la pérdida del mismo.
Lea con atención el primer capítulo de las preguntas de la vida: La muerte para comenzar y resuelva las preguntas que se encuentran al final.
Capítulo Primero
LA MUERTE PARA EMPEZAR
Recuerdo muy bien la primera vez que comprendí de veras que antes o después tenía que morirme. Debía andar por los diez años, nueve quizá, eran casi las once de una noche cualquiera y estaba ya acostado. Mis dos hermanos, que dormían conmigo en el mismo cuarto, roncaban apaciblemente. En la habitación contigua mis padres charlaban sin estridencias mientras se desvestían y mi madre había puesto la radio que dejaría sonar hasta tarde, para prevenir mis espantos nocturnos. De pronto me senté a oscuras en la cama: ¡yo también iba a morirme!, ¡era lo que me tocaba, lo que irremediablemente me correspondía!, ¡no había escapatoria! No sólo tendría que soportar la muerte de mis dos abuelas y de mi querido abuelo, así como la de mis padres, sino que yo, yo mismo, no iba a tener más remedio que morirme. ¡Qué cosa tan rara y terrible, tan peligrosa, tan incomprensible, pero sobre todo qué cosa tan irremediablemente personal.
A los diez años cree uno que todas las cosas importantes sólo les pueden pasar a los mayores: repentinamente se me reveló la primera gran cosa importante -de hecho, la más importante de todas que sin duda ninguna me iba a pasar a mí. Iba a morirme, naturalmente dentro de muchos, muchísimos años, después de que se hubieran muerto mis seres queridos (todos menos mis hermanos, más pequeños que yo y que por tanto me sobrevivirían), pero de todas formas iba a morirme. Iba a morirme yo, a pesar de ser yo. La muerte ya no era un asunto ajeno, un problema de otros, ni tampoco una ley general que me alcanzaría cuando fuese mayor, es decir: cuando fuese otro. Porque también me di cuenta entonces de que cuando llegase mi muerte seguiría siendo yo, tan yo mismo como ahora que me daba cuenta de ello. Yo había de ser el protagonista de la verdadera muerte, la más auténtica e importante, la muerte de la que todas las demás muertes no serían más que ensayos dolorosos. ¡Mi muerte, la de mi yo! ¡No la muerte de los «tú», por queridos que fueran, sino la muerte del único «yo» que conocía personalmente! Claro que sucedería dentro de mucho tiempo pero... ¿no me estaba pasando en cierto sentido ya? ¿No era el darme cuenta de que iba a morirme -yo, yo mismo- también parte de la propia muerte, esa cosa tan importante que, a pesar de ser todavía un niño, me estaba pasando ahora a mí mismo y a nadie más?
Estoy seguro de que fue en ese momento cuando por fin empecé a pensar. Es decir, cuando comprendí la diferencia entre aprender o repetir pensamientos ajenos y tener un pensamiento verdaderamente mío un pensamiento que me comprometiera personalmente, no un pensamiento alquilado o prestado como la bicicleta que te dejan para dar un paseo. Un pensamiento que se apoderaba de mí mucho más de lo que yo podía apoderarme de él. Un pensamiento del que no podía subirme o bajarme a voluntad, un pensamiento con el que no sabía qué hacer pero que resultaba evidente que me urgía a hacer algo, porque no era posible pasarlo por alto. Aunque todavía conservaba sin crítica las creencias religiosas de mi educación piadosa, no me parecieron ni por un momento alivios de la certeza de la muerte. Uno o dos años antes había visto ya mi primer cadáver, por sorpresa (¡y qué sorpresa!): un hermano lego recién fallecido expuesto en el atrio de la iglesia de los jesuitas de la calle Garibay de San Sebastián, donde mi familia y yo oíamos la misa dominical. Parecía una estatua cerúlea, como los Cristos yacentes que había visto en algunos altares, pero con la di- ferencia de que yo sabía que antes estaba vivo y ahora ya no. «Se ha ido al cielo», me dijo mi madre, algo incómoda por un espectáculo que sin duda me hubiese ahorrado de buena gana. Y yo pensé: «Bueno, estará en el cielo, pero también está aquí, muerto. Lo que desde luego no está es vivo en ninguna parte. A lo mejor estar en el cielo es mejor que estar vivo, pero no es lo mismo. Vivir se vive en este mundo, con un cuerpo que habla y anda, rodeado de gente como uno, no entre los espíritus... por estupendo que sea ser espíritu. Los espíritus también están muertos, también han tenido que padecer la muerte extraña y horrible, aún la padecen». Y así, a partir de la revelación de mi muerte impensable, empecé a pensar.
Quizá parezca extraño que un libro que quiere iniciar en cuestiones filosóficas se abra con un capítulo dedicado a la muerte. ¿No desanimará un tema tan lúgubre a los neófitos? ¿No sería mejor comenzar hablando de la libertad o del amor? Pero ya he indicado que me propongo invitar a la filosofía a partir de mi propia experiencia intelectual y en mi caso fue la revelación de la muerte -de mi muerte- como certidumbre lo que me hizo ponerme a pensar. Y es que la evidencia de la muerte no sólo le deja a uno pensativo, sino que le vuelve a uno pensador. Por un lado, la conciencia de la muerte nos hace madurar personalmente: todos los niños se creen inmortales (los muy pequeños incluso piensan que son omnipotentes y que el mundo gira a su alrededor; salvo en los países o en las familias atroces donde los niños viven desde muy pronto amenazados por el exterminio y los ojos infantiles sorprenden por su fatiga mortal, por su anormal veteranía...) pero luego crecemos cuando la idea de la muerte crece dentro de nosotros. Por otro lado, la certidumbre personal de la muerte nos humaniza, es decir nos convierte en verdaderos humanos, en «mortales». Entre los griegos «humano» y «mortal» se decía con la misma palabra, como debe ser.
Las plantas y los animales no son mortales porque no saben que van a morir, no saben que tienen que morir: se mueren pero sin conocer nunca su vinculación individual, la de cada uno de ellos, con la muerte. Las fieras presienten el peligro, se entristecen con la enfermedad o la vejez, pero ignoran (¿o parece que ignoran?) su abrazo esencial con la necesidad de la muerte. No es mortal quien muere, sino quien está seguro de que va a morir. Aunque también podríamos decir que ni las plantas ni los animales están por eso mismo vivos en el mismo sentido en que lo estamos nosotros. Los auténticos vivientes somos sólo los mortales, porque sabemos que dejaremos de vivir y que en eso precisamente consiste la vida. Algunos dicen que los dioses inmortales existen y otros que no existen, pero nadie dice que estén vivos: sólo a Cristo se le ha llamado «Dios vivo» y eso porque cuentan que encarnó, se hizo hombre, vivió como nosotros y como nosotros tuvo que morir.
Por tanto no es un capricho ni un afán de originalidad comenzar la filosofía hablando de la conciencia de la muerte. Tampoco pretendo decir que el tema único, ni siquiera principal de la filosofía, sea la muerte. Al contrario, más bien creo que de lo que trata la filosofía es de la vida, de qué significa vivir y cómo vivir mejor. Pero resulta que es la muerte prevista la que, al hacernos mortales (es decir, humanos), nos convierte también en vivientes. Uno empieza a pensar la vida cuando se da por muerto. Hablando por boca de Sócrates en el diálogo Fedón, Platón dice que filosofar es «prepararse para morir». Pero ¿qué otra cosa puede significar «prepararse para morir» que pensar sobre la vida humana (mortal) que vivimos? Es precisamente la certeza de la muerte la que hace la vida -mi vida, única e irrepetible- algo tan mortalmente importante para mí. Todas las tareas y empeños de nuestra vida son formas de resistencia ante la muerte, que sabemos ineluctable. Es la conciencia de la muerte la que convierte la vida en un asunto muy serio para cada uno, algo que debe pensarse. Algo misterioso y tremendo, una especie de milagro precioso por el que debemos luchar, a favor del cual tenemos que esforzarnos y reflexionar. Si la muerte no existiera habría mucho que ver y mucho tiempo para verlo pero muy poco que hacer (casi todo lo hacemos para evitar morir) y nada en que pensar.
Desde hace generaciones, los aprendices de filósofos suelen iniciarse en el razonamiento lógico con este silogismo:
Todos los hombres son mortales;
Sócrates es hombre
luego Sócrates es mortal.
No deja de ser interesante que la tarea del filósofo comience recordando el nombre ilustre de un colega condenado a muerte, en una argumentación por cierto que nos condena también a muerte a todos los demás. Porque está claro que el silogismo es igualmente válido si en lugar de «Sócrates» ponemos tu nombre, lector, el mío o el de cualquiera. Pero su significación va más allá de la mera corrección lógica. Si decimos
Todo A es B
C es A
luego C es B
seguimos razonando formalmente bien y sin embargo las implicaciones materiales del asunto han cambiado considerablemente. A mí no me inquieta ser B si es que soy A, pero no deja de alarmarme que como soy hombre deba ser mortal. En el silogismo citado en primer lugar., además, queda seca pero claramente establecido el paso entre una constatación genérica e impersonal -la de que corresponde a todos los humanos el morir- y el destino individual de alguien (Sócrates, tú, yo...) que resulta ser humano, lo que en principio parece cosa prestigiosa y sin malas consecuencias para luego convertirse en una sentencia fatal. Una sentencia ya cumplida en el caso de Sócrates, aún pendiente en el nuestro. ¡Menuda diferencia hay entre saber que a todos debe pasarles algo terrible y saber que debe pasarme a mí. El agravamiento de la inquietud entre la afirmación general y la que lleva mi nombre como sujeto me revela lo único e irreductible de mi individualidad, el asombro que me constituye:
Murieron otros, pero ello aconteció en el pasado,
Que es la estación (nadie lo ignora) más propicia [a la muerte.
¿Es posible que yo, subdito de Yaqub Almansur, Muera como tuvieron que morir las rosas y
[Aristóteles?4
Murieron otros, murieron todos, morirán todos, pero... ¿y yo? ¿Yo también? Nótese que la amenaza implícita, tanto en el silogismo antes citado como en los prodigiosos versos de Borges, estriba en que los protagonistas individuales (Sócrates, el moro medieval súbdito de Yaqub Almansur o Almanzor, Aristóteles...) están ya necesariamente muertos. Ellos también tuvieron que plantearse en su día el mismo destino irremediable que yo me planteo hoy: y no por planteárselo escaparon a él...
De modo que la muerte no sólo es necesaria sino que resulta el prototipo mismo de lo necesario en nuestra vida (si el silogismo empezara estableciendo que «todos los hombres comen, Sócrates es hombre, etc.», sería igual de justo desde un punto de vista fisiológico pero no tendría la misma fuerza persuasiva). Ahora bien, aparte de saberla necesaria hasta el punto de que ejemplifica la necesidad misma («necesario» es etimológicamente aquello que no cesa, que no cede, con lo que no cabe transacción ni pacto alguno), ¿qué otras cosas conocemos acerca de la muerte? Ciertamente bien pocas. Una de ellas es que resulta absolutamente personal e intransferible: nadie puede morir por otro. Es decir, resulta imposible que nadie con su propia muerte pueda evitar a otro definitivamente el trance de morir también antes o después. El padre Maximilian Kolbe, que se ofreció voluntario en un campo de concentración nazi para sustituir a un judío al que llevaban a la cámara de gas, sólo le reemplazó ante los verdugos pero no ante la muerte misma. Con su heroico sacrificio le concedió un plazo más largo de vida y no la inmortalidad. En una tragedia de Eurípides, la sumisa Alcestis se ofrece para descender al Hades -es decir, para morir- en lugar de su marido Admeto, un egoísta de mucho cuidado. Al final tendrá que ser Hércules el que baje a rescatarla del reino de los muertos y arregle un tanto el desafuero. Pero ni siquiera la abnegación de Alcestis hubiera logrado que Admeto escapase para siempre a su destino mortal, sólo habría podido retrasarlo: la deuda que todos tenemos con la muerte la debe pagar cada cual con su propia vida, no con otra. Ni siquiera otras funciones biológicas esenciales, como comer o hacer el amor, parecen tan intransferibles: después de todo, alguien puede consumir mi ración en el banquete al que debería haber asistido o hacer el amor a la persona a la que yo hubiera podido y querido amar también, incluso me podrían alimentar por la fuerza o hacerme renuncia de la muerte es muy seguro (a ella se refieren algunos de los conocimientos más indudables que tenemos) pero no nos la hacen más familiar ni menos inescrutable. En el fondo, la muerte sigue siendo lo más desconocido. Sabemos cuándo alguien está muerto pero ignoramos qué es morirse visto desde dentro. Creo saber más o menos lo que es morirse, pero no lo que es morirme. Algunas grandes obras literarias -como el incomparable relato de León Tolstói La muerte de Iván Illich o la tragicomedia de Eugéne Ionesco El rey se muere- pueden aproximarnos a una comprensión mejor del asunto, aunque dejando siempre abiertos los interrogantes fundamentales. Por lo demás, a través de los siglos ha habido sobre la muerte muchas leyendas, muchas promesas y amenazas, mu- chos cotilleos. Relatos muy antiguos -tan antiguos verosímilmente como la especie humana, es decir, como esos animales que se hicieron humanos al comenzar a preguntarse por la muerte- y que forman la base universal de las religiones. Bien mirado, todos los dioses del santoral antropológico son dioses de la muerte, dioses que se ocupan del significado de la muerte, dioses que reparten premios, castigos o reencarnación, dioses que guardan la llave de la vida eterna frente a los mortales. Ante todo, los dioses son inmortales: nunca mueren y cuando juegan a morirse luego resucitan o se convierten en otra cosa, pasan por una metamorfosis. En todas partes y en todos los tiempos la religión ha servido para dar sentido a la muerte. Si la muerte no existiese, no habría dioses: mejor dicho, los dioses seríamos nosotros, los humanos mortales, y viviríamos en el ateísmo divinamente...
Las leyendas más antiguas no pretenden consolarnos de la muerte sino sólo explicar su inevitabilidad. La primera gran epopeya que se conserva, la historia del héroe Gilgamesh, se compuso en Sumeria aproximadamente 2.700 años a. de C. Gilgamesh y su amigo Enkidu, dos valientes guerreros y cazadores, se enfrentan a la diosa Is-thar, que da muerte a Enkidu. Entonces Gilgamesh emprende la búsqueda del remedio de la muerte, una hierba mágica que renueva la juventud para siempre, pero la pierde cuando está a punto de conseguirla. Después aparece el espíritu de Enkidu, que explica a su amigo los sombríos secretos del reino de los muertos, al cual Gilgamesh se resigna a acudir cuando llegue su hora. Ese reino de los muertos no es más que un siniestro reflejo de la vida que conocemos, un lugar profundamente triste. Lo mismo que el Hades de los antiguos griegos. En la Odisea de Hornero, Ulises convoca los espíritus de los muertos y entre ellos acude su antiguo compañero Aquiles. Aunque su sombra sigue siendo tan majestuosa entre los difuntos como lo fue entre los vivos, le confiesa a Ulises que preferiría ser el último porquerizo en el mundo de los vivos que rey en las orillas de la muerte. Nada deben envidiar los vivos a los muertos. En cambio, otras religiones posteriores, como la cristiana, prometen una existencia más feliz y luminosa que la vida terrenal para quienes hayan cumplido los preceptos de la divinidad (por contrapartida, aseguran una eternidad de refinadas torturas a los que han sido desobedientes). Digo «existencia» porque a tal promesa no le cuadra el nombre de «vida» verdadera. La vida, en el único sentido de la palabra que conocemos, está hecha de cambios, de oscilaciones entre lo mejor y lo peor, de imprevistos. Una eterna bienaventuranza o una eterna condena son formas inacabables de congelación en el mismo gesto pero no modalidades de vida. De modo que ni siquiera las religiones con mayor garantía post mortem aseguran la «vida» eterna: sólo prometen la eterna existencia o duración, lo que no es lo mismo que la vida humana, que nuestra vida.
Además, ¿cómo podríamos «vivir» de veras donde faltase la posibilidad de morir? Miguel de Unamuno sostuvo con fiero ahínco que sabernos mortales como especie pero no querer morirnos-como personas es precisamente lo que individualiza a cada uno de nosotros. Rechazó vigorosamente la muerte - sobre todo en su libro admirable Del sentimiento trágico de la vida- pero con no menos vigor sostuvo que en este mundo y en el otro, caso de haberlo, quería conservar su personalidad, es decir no limitarse a seguir existiendo de cualquier modo sino como don Miguel de Unamuno y Jugo. Ahora bien, aquí se plantea un serio problema teórico porque si nuestra individualidad personal proviene del conocimiento mismo de la muerte y de su rechazo, ¿cómo podría Unamuno seguir siendo Unamuno cuando fuese ya inmortal, es decir cuando no hubiese muerte que temer y rechazar? La única vida eterna compatible con nuestra personalidad individual sería una vida en la que la muerte estuviese presente pero como posibilidad perpetuamente aplazada, algo siempre temible pero que no llegase de hecho jamás. No es fácil imaginar tal cosa ni siquiera como esperanza trascendente, de ahí lo que Unamuno llamó «el sentimiento trágico de la vida». En fin, quién sabe...
Desde luego, la idea de seguir viviendo de algún modo bueno o malo después de haber muerto es algo a la par inquietante y contradictorio. Un intento de no tomarse la muerte en serio, de considerarla mera apariencia. Incluso una pretensión de rechazar o disfrazar en cierta manera nuestra mortalidad, es decir, nuestra humanidad misma. Es paradójico que denominemos habitualmente «creyentes» a las personas de convicciones religiosas, porque lo que les caracteriza sobre todo no es aquello en lo que creen (cosas misteriosamente vagas y muy diversas) sino aquello en lo que no creen: lo más obvio, necesario y om- nipresente, es decir, en la muerte. Los llamados «creyentes» son en realidad los «incrédulos» que niegan la realidad última de la muerte. Quizá la forma más sobria de afrontar esa inquietud -sabemos que vamos a morir pero no podemos imaginarnos realmente muertos- es la de Hamiet en la tragedia de William Shakespeare, cuando dice: «Morir, dormir... ¡tal vez soñar!». En efecto, la suposición de una especie de supervivencia después de la muerte debe habérsele ocurrido a nuestros antepasados a partir del parecido entre alguien profundamente dormido y un muerto. Creo que si no soñásemos al dormir, nadie hubiese pensado nunca en la posibilidad asombrosa de una vida después de la muerte. Pero si cuando estamos quietos, con los ojos cerrados, aparentemente ausentes, profundamente dormidos, sabemos que en sueños viajamos por distintos paisajes, hablamos, reímos o amamos... ¿por qué a los muertos no debería ocurrirles lo mismo? De este modo los sueños placenteros debieron dar origen a la idea del paraíso y las pesadillas sirvieron de premonición al infierno. Si puede decirse que «la vida es sueño», como planteó Calderón de la Barca en una famosa obra teatral, aún con mayor razón cabe sostener que la llamada otra vida -la que habría más allá de la muerte- está también inspirada por nuestra facultad de soñar...
Sin embargo, el dato más evidente acerca de la muerte es que suele producir dolor cuando se trata de la muerte ajena pero sobre todo que causa miedo cuando pensamos en la muerte propia. Algunos temen que después de la muerte haya algo terrible, castigos, cualquier amenaza desconocida; otros, que no haya nada y esa nada les resulta lo más aterrador de todo. Aunque ser algo -o mejor dicho, alguien- no carezca de incomodidades y sufrimientos, no ser nada parece todavía mucho peor. Pero ¿por qué? En su Carta a Meneceo, el sabio Epicuro trata de convencernos de que la muerte no puede ser nada temible para quien reflexione sobre ella. Por supuesto, los verdugos y horrores infernales no son más que fábulas para asustar a los díscolos que no deben inquietar a nadie prudente a juicio de Epicuro. Pero tampoco en la muerte misma, por su propia naturaleza, hay nada que temer porque nunca coexistimos con ella: mientras estamos nosotros, no está la muerte; cuando llega la muerte, dejamos de estar nosotros. Es decir, según Epicuro, lo importante es que indudablemente nos morimos pero nunca estamos muertos. Lo temible sería quedarse consciente de la muerte, quedarse de algún modo presente pero sabiendo que uno ya se ha ido del todo, cosa evidentemente absurda y contradictoria. Esta argumentación de Epicuro resulta irrefutable y sin embargo no acaba de tranquilizarnos totalmente, quizá porque la mayoría no somos tan razonables como Epicuro hubiera querido.
¿Acaso resulta tan terrible no ser? A fin de cuentas, durante mucho tiempo no fuimos y eso no nos hizo sufrir en modo alguno. Tras la muerte iremos (en el supuesto de que el verbo «ir» sea aquí adecuado) al mismo sitio o ausencia de todo sitio donde estuvimos (¿o no estuvimos?) antes de nacer. Lucrecio, el gran discípulo romano del griego Epicuro, constató este paralelismo en unos versos merecidamente inolvidables: Mira también los siglos infinitos que han precedido a nuestro nacimiento y nada son para la vida nuestra. Naturaleza en ellos nos ofrece como un espejo del futuro tiempo, por último, después de nuestra muerte. ¿Hay algo aquí de horrible y enfadoso? ¿No es más seguro que un profundo sueño ?5
Inquietarse por los años y los siglos en que ya no estaremos entre los vivos resulta tan caprichoso como preocuparse por los años y los siglos en que aún no habíamos venido al mundo. Ni antes nos dolió no estar ni es razonable suponer que luego nos dolerá nuestra definitiva ausencia. En el fondo, cuando la muerte nos hiere a través de la imaginación -¡pobre de mí, todos tan felices disfrutando del sol y del amor, todos menos yo, que ya nunca más, nunca más...!- es precisamente ahora que todavía estamos vivos. Quizá deberíamos reflexionar un poco más sobre el asombro de haber nacido, que es tan grande como el espantoso asombro de la muerte. Si la muerte es no ser, ya la hemos vencido una vez: el día que nacimos. Es el propio Lucrecio quien habla en su poema filosófico de la mors aeterna la muerte eterna de lo que nunca ha sido ni será. Pues bien, nosotros seremos mortales pero de la muerte eterna ya nos hemos escapado. A esa muerte enorme le hemos robado un cierto tiempo -los días, meses o años que hemos vivido, cada instante que seguimos viviendo- y ese tiempo pase lo que pase siempre será nuestro, de los triunfalmente nacidos, y nunca suyo, pese a que también debamos luego irremediablemente morir. En el siglo XVIII, uno de los espíritus más perspicaces que nunca han sido -Lichten-berg- daba la razón a Lucrecio en uno de sus célebres afo- rismos: «¿Acaso no hemos ya resucitado? En efecto, provenimos de un estado en el que sabíamos del presente menos de lo que sabemos del futuro. Nuestro estado anterior es al presente lo que el presente es al futuro».
Pero tampoco faltan objeciones contra el planteamiento citado de Lucrecio y alguna precisamente a partir de lo observado por Lichtenberg. Cuando yo aún no era, no había ningún «yo» que echase de menos llegar a ser; nadie me privaba de nada puesto que yo aún no existía, es decir, no tenía conciencia de estarme perdiendo nada no siendo nada. Pero ahora ya he vivido, conozco lo que es vivir y puedo prever lo que perderé con la muerte. Por eso hoy la muerte me preocupa, es decir, me ocupa de antemano con el temor a perder lo que tengo. Además, los males futuros son peores que los pasados porque nos torturan ya con su temor desde ahora mismo. Hace tres años padecí una operación de riñón; supongamos que supiese con certeza que dentro de otros tres debo sufrir otra semejante. Aunque la operación pasada ya no me duele y la futura aún no debiera dolerme, lo cierto es que no me impresionan de idéntico modo: la venidera me preocupa y asusta mucho más, porque se me está acercando mientras la otra se aleja... Aunque fuesen objetivamente idénticas, subjetivamente no lo son porque no es tan inquietante un recuerdo desagradable como una amenaza. En este caso el espejo del pasado no refleja simétricamente el daño futuro y quizá en el asunto de la muerte tampoco.
De modo que la muerte nos hace pensar, nos convierte a la fuerza en pensadores, en seres pensantes, pero a pesar de todo seguimos sin saber qué pensar de la muerte. En una de sus Máximas asegura el duque de La Ro-chefoucauíd que «ni el sol ni la muerte pueden mirarse de frente». Nuestra recién inaugurada vocación de pensar se estrella contra la muerte, no sabe por dónde cogerla. Vladimir Jankélevitch, un pensador contemporáneo, nos reprocha que frente a la muerte no sabemos qué hacer, por lo que oscilamos «entre la siesta y la angustia». Es decir, que ante ella procuramos aturdimos para no temblar o temblamos hasta la abyección. Existe en castellano una copla popular que se inclina también por la siesta, diciendo más o menos así:
Cuando algunas veces pienso que me tengo que morir, tiendo la manta en el suelo
y me harto de dormir.
Resulta un pobre subterfugio, cuando la única alternativa es la angustia. Ni siquiera hay tal alternativa, porque muy bien pudiéramos constantemente ir de lo uno a lo otro, oscilando entre el aturdimiento que no quiere mirar y la angustia que mira pero no ve nada. ¡Mal dilema!
En cambio, uno de los mayores filósofos, Spinoza, considera que este bloqueo no debe desanimarnos:
«Un hombre libre en nada piensa menos que en la muerte y su sabiduría no es una meditación de la muerte, sino de la vida». Lo que pretende señalar Spinoza, si no me equivoco, es que en la muerte no hay nada positivo que pensar. Cuando la muerte nos angustia es por algo negativo, por los goces de la vida que perderemos con ella en el caso de la muerte propia o porque nos deja sin las personas amadas si se trata de la muerte ajena; cuando la vemos con alivio (no resulta imposible considerar la muerte un bien en ciertos casos) es también por lo negativo, por los dolores y afanes de la vida que su llegada nos ahorrará. Sea temida o deseada, en sí misma la muerte es pura negación, reverso de la vida que por tanto de un modo u otro nos remite siempre a la vida misma, como el negativo de una fotografía está pidiendo siempre ser positivado para que lo veamos mejor. Así que la muerte sirve para hacernos pensar, pero no sobre la muerte sino sobre la vida. Como en un frontón impenetrable, el pensamiento despertado por la muerte rebota contra la muerte misma y vuelve para botar una y otra vez sobre la vida. Más allá de cerrar los ojos para no verla o dejarnos cegar estremecedoramente por la muerte, se nos ofrece la alternativa mortal de intentar comprender la vida. Pero ¿cómo podemos comprenderla? ¿Qué instrumento utilizaremos para ponernos a pensar sobre ella?
Da que pensar...
¿En qué sentido nos hace la muerte realmente humanos? ¿Hay algo más personal que la muerte? ¿No es pensar precisamente hacerse consciente de nuestra personal humanidad? ¿Sirve la muerte como paradigma de la necesidad, incluso de la necesidad lógica? ¿Son mortales los animales en el mismo sentido en que lo somos nosotros? ¿Por qué puede decirse que la muerte es intransferible? ¿En qué sentido la muerte es siempre inminente y no depende de la edad o las enfermedades? ¿Puede haber vinculación entre los sueños y la esperanza de inmortalidad? ¿Por qué dice Epicuro que no debemos temer a la muerte? ¿Y cómo apoya Lucrecio esa argumentación? ¿Logran efectivamente consolarnos o sólo buscan darnos serenidad? ¿Hay algo positivo que pensar en la muerte? ¿Por qué puede la muerte despertarnos a un pensamiento que se centrará después sobre la vida?
Preguntas:
1. Explique con sus propias palabras el significado que tiene para Ud. la muerte.
2. Todos los seres vivos mueren ¿cuál es la diferencia entre una planta, un animal y nosotros? Justifique su respuesta.
3. Cómo interpreta la frase de Platón: filosofar es «prepararse para morir».
4. ¿Por qué dice Epicuro que no debemos temer a la muerte?
5. ¿Cómo nos consuelan algunas religiones de nuestro miedo a la muerte?.
Nota: El trabajo deberá ser entregado en la fecha acordada y es de carácter individual, cualquier intento de plagio o copia redundará en la pérdida del mismo.
Capítulo Primero
LA MUERTE PARA EMPEZAR
Recuerdo muy bien la primera vez que comprendí de veras que antes o después tenía que morirme. Debía andar por los diez años, nueve quizá, eran casi las once de una noche cualquiera y estaba ya acostado. Mis dos hermanos, que dormían conmigo en el mismo cuarto, roncaban apaciblemente. En la habitación contigua mis padres charlaban sin estridencias mientras se desvestían y mi madre había puesto la radio que dejaría sonar hasta tarde, para prevenir mis espantos nocturnos. De pronto me senté a oscuras en la cama: ¡yo también iba a morirme!, ¡era lo que me tocaba, lo que irremediablemente me correspondía!, ¡no había escapatoria! No sólo tendría que soportar la muerte de mis dos abuelas y de mi querido abuelo, así como la de mis padres, sino que yo, yo mismo, no iba a tener más remedio que morirme. ¡Qué cosa tan rara y terrible, tan peligrosa, tan incomprensible, pero sobre todo qué cosa tan irremediablemente personal.
A los diez años cree uno que todas las cosas importantes sólo les pueden pasar a los mayores: repentinamente se me reveló la primera gran cosa importante -de hecho, la más importante de todas que sin duda ninguna me iba a pasar a mí. Iba a morirme, naturalmente dentro de muchos, muchísimos años, después de que se hubieran muerto mis seres queridos (todos menos mis hermanos, más pequeños que yo y que por tanto me sobrevivirían), pero de todas formas iba a morirme. Iba a morirme yo, a pesar de ser yo. La muerte ya no era un asunto ajeno, un problema de otros, ni tampoco una ley general que me alcanzaría cuando fuese mayor, es decir: cuando fuese otro. Porque también me di cuenta entonces de que cuando llegase mi muerte seguiría siendo yo, tan yo mismo como ahora que me daba cuenta de ello. Yo había de ser el protagonista de la verdadera muerte, la más auténtica e importante, la muerte de la que todas las demás muertes no serían más que ensayos dolorosos. ¡Mi muerte, la de mi yo! ¡No la muerte de los «tú», por queridos que fueran, sino la muerte del único «yo» que conocía personalmente! Claro que sucedería dentro de mucho tiempo pero... ¿no me estaba pasando en cierto sentido ya? ¿No era el darme cuenta de que iba a morirme -yo, yo mismo- también parte de la propia muerte, esa cosa tan importante que, a pesar de ser todavía un niño, me estaba pasando ahora a mí mismo y a nadie más?
Estoy seguro de que fue en ese momento cuando por fin empecé a pensar. Es decir, cuando comprendí la diferencia entre aprender o repetir pensamientos ajenos y tener un pensamiento verdaderamente mío un pensamiento que me comprometiera personalmente, no un pensamiento alquilado o prestado como la bicicleta que te dejan para dar un paseo. Un pensamiento que se apoderaba de mí mucho más de lo que yo podía apoderarme de él. Un pensamiento del que no podía subirme o bajarme a voluntad, un pensamiento con el que no sabía qué hacer pero que resultaba evidente que me urgía a hacer algo, porque no era posible pasarlo por alto. Aunque todavía conservaba sin crítica las creencias religiosas de mi educación piadosa, no me parecieron ni por un momento alivios de la certeza de la muerte. Uno o dos años antes había visto ya mi primer cadáver, por sorpresa (¡y qué sorpresa!): un hermano lego recién fallecido expuesto en el atrio de la iglesia de los jesuitas de la calle Garibay de San Sebastián, donde mi familia y yo oíamos la misa dominical. Parecía una estatua cerúlea, como los Cristos yacentes que había visto en algunos altares, pero con la di- ferencia de que yo sabía que antes estaba vivo y ahora ya no. «Se ha ido al cielo», me dijo mi madre, algo incómoda por un espectáculo que sin duda me hubiese ahorrado de buena gana. Y yo pensé: «Bueno, estará en el cielo, pero también está aquí, muerto. Lo que desde luego no está es vivo en ninguna parte. A lo mejor estar en el cielo es mejor que estar vivo, pero no es lo mismo. Vivir se vive en este mundo, con un cuerpo que habla y anda, rodeado de gente como uno, no entre los espíritus... por estupendo que sea ser espíritu. Los espíritus también están muertos, también han tenido que padecer la muerte extraña y horrible, aún la padecen». Y así, a partir de la revelación de mi muerte impensable, empecé a pensar.
Quizá parezca extraño que un libro que quiere iniciar en cuestiones filosóficas se abra con un capítulo dedicado a la muerte. ¿No desanimará un tema tan lúgubre a los neófitos? ¿No sería mejor comenzar hablando de la libertad o del amor? Pero ya he indicado que me propongo invitar a la filosofía a partir de mi propia experiencia intelectual y en mi caso fue la revelación de la muerte -de mi muerte- como certidumbre lo que me hizo ponerme a pensar. Y es que la evidencia de la muerte no sólo le deja a uno pensativo, sino que le vuelve a uno pensador. Por un lado, la conciencia de la muerte nos hace madurar personalmente: todos los niños se creen inmortales (los muy pequeños incluso piensan que son omnipotentes y que el mundo gira a su alrededor; salvo en los países o en las familias atroces donde los niños viven desde muy pronto amenazados por el exterminio y los ojos infantiles sorprenden por su fatiga mortal, por su anormal veteranía...) pero luego crecemos cuando la idea de la muerte crece dentro de nosotros. Por otro lado, la certidumbre personal de la muerte nos humaniza, es decir nos convierte en verdaderos humanos, en «mortales». Entre los griegos «humano» y «mortal» se decía con la misma palabra, como debe ser.
Las plantas y los animales no son mortales porque no saben que van a morir, no saben que tienen que morir: se mueren pero sin conocer nunca su vinculación individual, la de cada uno de ellos, con la muerte. Las fieras presienten el peligro, se entristecen con la enfermedad o la vejez, pero ignoran (¿o parece que ignoran?) su abrazo esencial con la necesidad de la muerte. No es mortal quien muere, sino quien está seguro de que va a morir. Aunque también podríamos decir que ni las plantas ni los animales están por eso mismo vivos en el mismo sentido en que lo estamos nosotros. Los auténticos vivientes somos sólo los mortales, porque sabemos que dejaremos de vivir y que en eso precisamente consiste la vida. Algunos dicen que los dioses inmortales existen y otros que no existen, pero nadie dice que estén vivos: sólo a Cristo se le ha llamado «Dios vivo» y eso porque cuentan que encarnó, se hizo hombre, vivió como nosotros y como nosotros tuvo que morir.
Por tanto no es un capricho ni un afán de originalidad comenzar la filosofía hablando de la conciencia de la muerte. Tampoco pretendo decir que el tema único, ni siquiera principal de la filosofía, sea la muerte. Al contrario, más bien creo que de lo que trata la filosofía es de la vida, de qué significa vivir y cómo vivir mejor. Pero resulta que es la muerte prevista la que, al hacernos mortales (es decir, humanos), nos convierte también en vivientes. Uno empieza a pensar la vida cuando se da por muerto. Hablando por boca de Sócrates en el diálogo Fedón, Platón dice que filosofar es «prepararse para morir». Pero ¿qué otra cosa puede significar «prepararse para morir» que pensar sobre la vida humana (mortal) que vivimos? Es precisamente la certeza de la muerte la que hace la vida -mi vida, única e irrepetible- algo tan mortalmente importante para mí. Todas las tareas y empeños de nuestra vida son formas de resistencia ante la muerte, que sabemos ineluctable. Es la conciencia de la muerte la que convierte la vida en un asunto muy serio para cada uno, algo que debe pensarse. Algo misterioso y tremendo, una especie de milagro precioso por el que debemos luchar, a favor del cual tenemos que esforzarnos y reflexionar. Si la muerte no existiera habría mucho que ver y mucho tiempo para verlo pero muy poco que hacer (casi todo lo hacemos para evitar morir) y nada en que pensar.
Desde hace generaciones, los aprendices de filósofos suelen iniciarse en el razonamiento lógico con este silogismo:
Todos los hombres son mortales;
Sócrates es hombre
luego Sócrates es mortal.
No deja de ser interesante que la tarea del filósofo comience recordando el nombre ilustre de un colega condenado a muerte, en una argumentación por cierto que nos condena también a muerte a todos los demás. Porque está claro que el silogismo es igualmente válido si en lugar de «Sócrates» ponemos tu nombre, lector, el mío o el de cualquiera. Pero su significación va más allá de la mera corrección lógica. Si decimos
Todo A es B
C es A
luego C es B
seguimos razonando formalmente bien y sin embargo las implicaciones materiales del asunto han cambiado considerablemente. A mí no me inquieta ser B si es que soy A, pero no deja de alarmarme que como soy hombre deba ser mortal. En el silogismo citado en primer lugar., además, queda seca pero claramente establecido el paso entre una constatación genérica e impersonal -la de que corresponde a todos los humanos el morir- y el destino individual de alguien (Sócrates, tú, yo...) que resulta ser humano, lo que en principio parece cosa prestigiosa y sin malas consecuencias para luego convertirse en una sentencia fatal. Una sentencia ya cumplida en el caso de Sócrates, aún pendiente en el nuestro. ¡Menuda diferencia hay entre saber que a todos debe pasarles algo terrible y saber que debe pasarme a mí. El agravamiento de la inquietud entre la afirmación general y la que lleva mi nombre como sujeto me revela lo único e irreductible de mi individualidad, el asombro que me constituye:
Murieron otros, pero ello aconteció en el pasado,
Que es la estación (nadie lo ignora) más propicia [a la muerte.
¿Es posible que yo, subdito de Yaqub Almansur, Muera como tuvieron que morir las rosas y
[Aristóteles?4
Murieron otros, murieron todos, morirán todos, pero... ¿y yo? ¿Yo también? Nótese que la amenaza implícita, tanto en el silogismo antes citado como en los prodigiosos versos de Borges, estriba en que los protagonistas individuales (Sócrates, el moro medieval súbdito de Yaqub Almansur o Almanzor, Aristóteles...) están ya necesariamente muertos. Ellos también tuvieron que plantearse en su día el mismo destino irremediable que yo me planteo hoy: y no por planteárselo escaparon a él...
De modo que la muerte no sólo es necesaria sino que resulta el prototipo mismo de lo necesario en nuestra vida (si el silogismo empezara estableciendo que «todos los hombres comen, Sócrates es hombre, etc.», sería igual de justo desde un punto de vista fisiológico pero no tendría la misma fuerza persuasiva). Ahora bien, aparte de saberla necesaria hasta el punto de que ejemplifica la necesidad misma («necesario» es etimológicamente aquello que no cesa, que no cede, con lo que no cabe transacción ni pacto alguno), ¿qué otras cosas conocemos acerca de la muerte? Ciertamente bien pocas. Una de ellas es que resulta absolutamente personal e intransferible: nadie puede morir por otro. Es decir, resulta imposible que nadie con su propia muerte pueda evitar a otro definitivamente el trance de morir también antes o después. El padre Maximilian Kolbe, que se ofreció voluntario en un campo de concentración nazi para sustituir a un judío al que llevaban a la cámara de gas, sólo le reemplazó ante los verdugos pero no ante la muerte misma. Con su heroico sacrificio le concedió un plazo más largo de vida y no la inmortalidad. En una tragedia de Eurípides, la sumisa Alcestis se ofrece para descender al Hades -es decir, para morir- en lugar de su marido Admeto, un egoísta de mucho cuidado. Al final tendrá que ser Hércules el que baje a rescatarla del reino de los muertos y arregle un tanto el desafuero. Pero ni siquiera la abnegación de Alcestis hubiera logrado que Admeto escapase para siempre a su destino mortal, sólo habría podido retrasarlo: la deuda que todos tenemos con la muerte la debe pagar cada cual con su propia vida, no con otra. Ni siquiera otras funciones biológicas esenciales, como comer o hacer el amor, parecen tan intransferibles: después de todo, alguien puede consumir mi ración en el banquete al que debería haber asistido o hacer el amor a la persona a la que yo hubiera podido y querido amar también, incluso me podrían alimentar por la fuerza o hacerme renuncia de la muerte es muy seguro (a ella se refieren algunos de los conocimientos más indudables que tenemos) pero no nos la hacen más familiar ni menos inescrutable. En el fondo, la muerte sigue siendo lo más desconocido. Sabemos cuándo alguien está muerto pero ignoramos qué es morirse visto desde dentro. Creo saber más o menos lo que es morirse, pero no lo que es morirme. Algunas grandes obras literarias -como el incomparable relato de León Tolstói La muerte de Iván Illich o la tragicomedia de Eugéne Ionesco El rey se muere- pueden aproximarnos a una comprensión mejor del asunto, aunque dejando siempre abiertos los interrogantes fundamentales. Por lo demás, a través de los siglos ha habido sobre la muerte muchas leyendas, muchas promesas y amenazas, mu- chos cotilleos. Relatos muy antiguos -tan antiguos verosímilmente como la especie humana, es decir, como esos animales que se hicieron humanos al comenzar a preguntarse por la muerte- y que forman la base universal de las religiones. Bien mirado, todos los dioses del santoral antropológico son dioses de la muerte, dioses que se ocupan del significado de la muerte, dioses que reparten premios, castigos o reencarnación, dioses que guardan la llave de la vida eterna frente a los mortales. Ante todo, los dioses son inmortales: nunca mueren y cuando juegan a morirse luego resucitan o se convierten en otra cosa, pasan por una metamorfosis. En todas partes y en todos los tiempos la religión ha servido para dar sentido a la muerte. Si la muerte no existiese, no habría dioses: mejor dicho, los dioses seríamos nosotros, los humanos mortales, y viviríamos en el ateísmo divinamente...
Las leyendas más antiguas no pretenden consolarnos de la muerte sino sólo explicar su inevitabilidad. La primera gran epopeya que se conserva, la historia del héroe Gilgamesh, se compuso en Sumeria aproximadamente 2.700 años a. de C. Gilgamesh y su amigo Enkidu, dos valientes guerreros y cazadores, se enfrentan a la diosa Is-thar, que da muerte a Enkidu. Entonces Gilgamesh emprende la búsqueda del remedio de la muerte, una hierba mágica que renueva la juventud para siempre, pero la pierde cuando está a punto de conseguirla. Después aparece el espíritu de Enkidu, que explica a su amigo los sombríos secretos del reino de los muertos, al cual Gilgamesh se resigna a acudir cuando llegue su hora. Ese reino de los muertos no es más que un siniestro reflejo de la vida que conocemos, un lugar profundamente triste. Lo mismo que el Hades de los antiguos griegos. En la Odisea de Hornero, Ulises convoca los espíritus de los muertos y entre ellos acude su antiguo compañero Aquiles. Aunque su sombra sigue siendo tan majestuosa entre los difuntos como lo fue entre los vivos, le confiesa a Ulises que preferiría ser el último porquerizo en el mundo de los vivos que rey en las orillas de la muerte. Nada deben envidiar los vivos a los muertos. En cambio, otras religiones posteriores, como la cristiana, prometen una existencia más feliz y luminosa que la vida terrenal para quienes hayan cumplido los preceptos de la divinidad (por contrapartida, aseguran una eternidad de refinadas torturas a los que han sido desobedientes). Digo «existencia» porque a tal promesa no le cuadra el nombre de «vida» verdadera. La vida, en el único sentido de la palabra que conocemos, está hecha de cambios, de oscilaciones entre lo mejor y lo peor, de imprevistos. Una eterna bienaventuranza o una eterna condena son formas inacabables de congelación en el mismo gesto pero no modalidades de vida. De modo que ni siquiera las religiones con mayor garantía post mortem aseguran la «vida» eterna: sólo prometen la eterna existencia o duración, lo que no es lo mismo que la vida humana, que nuestra vida.
Además, ¿cómo podríamos «vivir» de veras donde faltase la posibilidad de morir? Miguel de Unamuno sostuvo con fiero ahínco que sabernos mortales como especie pero no querer morirnos-como personas es precisamente lo que individualiza a cada uno de nosotros. Rechazó vigorosamente la muerte - sobre todo en su libro admirable Del sentimiento trágico de la vida- pero con no menos vigor sostuvo que en este mundo y en el otro, caso de haberlo, quería conservar su personalidad, es decir no limitarse a seguir existiendo de cualquier modo sino como don Miguel de Unamuno y Jugo. Ahora bien, aquí se plantea un serio problema teórico porque si nuestra individualidad personal proviene del conocimiento mismo de la muerte y de su rechazo, ¿cómo podría Unamuno seguir siendo Unamuno cuando fuese ya inmortal, es decir cuando no hubiese muerte que temer y rechazar? La única vida eterna compatible con nuestra personalidad individual sería una vida en la que la muerte estuviese presente pero como posibilidad perpetuamente aplazada, algo siempre temible pero que no llegase de hecho jamás. No es fácil imaginar tal cosa ni siquiera como esperanza trascendente, de ahí lo que Unamuno llamó «el sentimiento trágico de la vida». En fin, quién sabe...
Desde luego, la idea de seguir viviendo de algún modo bueno o malo después de haber muerto es algo a la par inquietante y contradictorio. Un intento de no tomarse la muerte en serio, de considerarla mera apariencia. Incluso una pretensión de rechazar o disfrazar en cierta manera nuestra mortalidad, es decir, nuestra humanidad misma. Es paradójico que denominemos habitualmente «creyentes» a las personas de convicciones religiosas, porque lo que les caracteriza sobre todo no es aquello en lo que creen (cosas misteriosamente vagas y muy diversas) sino aquello en lo que no creen: lo más obvio, necesario y om- nipresente, es decir, en la muerte. Los llamados «creyentes» son en realidad los «incrédulos» que niegan la realidad última de la muerte. Quizá la forma más sobria de afrontar esa inquietud -sabemos que vamos a morir pero no podemos imaginarnos realmente muertos- es la de Hamiet en la tragedia de William Shakespeare, cuando dice: «Morir, dormir... ¡tal vez soñar!». En efecto, la suposición de una especie de supervivencia después de la muerte debe habérsele ocurrido a nuestros antepasados a partir del parecido entre alguien profundamente dormido y un muerto. Creo que si no soñásemos al dormir, nadie hubiese pensado nunca en la posibilidad asombrosa de una vida después de la muerte. Pero si cuando estamos quietos, con los ojos cerrados, aparentemente ausentes, profundamente dormidos, sabemos que en sueños viajamos por distintos paisajes, hablamos, reímos o amamos... ¿por qué a los muertos no debería ocurrirles lo mismo? De este modo los sueños placenteros debieron dar origen a la idea del paraíso y las pesadillas sirvieron de premonición al infierno. Si puede decirse que «la vida es sueño», como planteó Calderón de la Barca en una famosa obra teatral, aún con mayor razón cabe sostener que la llamada otra vida -la que habría más allá de la muerte- está también inspirada por nuestra facultad de soñar...
Sin embargo, el dato más evidente acerca de la muerte es que suele producir dolor cuando se trata de la muerte ajena pero sobre todo que causa miedo cuando pensamos en la muerte propia. Algunos temen que después de la muerte haya algo terrible, castigos, cualquier amenaza desconocida; otros, que no haya nada y esa nada les resulta lo más aterrador de todo. Aunque ser algo -o mejor dicho, alguien- no carezca de incomodidades y sufrimientos, no ser nada parece todavía mucho peor. Pero ¿por qué? En su Carta a Meneceo, el sabio Epicuro trata de convencernos de que la muerte no puede ser nada temible para quien reflexione sobre ella. Por supuesto, los verdugos y horrores infernales no son más que fábulas para asustar a los díscolos que no deben inquietar a nadie prudente a juicio de Epicuro. Pero tampoco en la muerte misma, por su propia naturaleza, hay nada que temer porque nunca coexistimos con ella: mientras estamos nosotros, no está la muerte; cuando llega la muerte, dejamos de estar nosotros. Es decir, según Epicuro, lo importante es que indudablemente nos morimos pero nunca estamos muertos. Lo temible sería quedarse consciente de la muerte, quedarse de algún modo presente pero sabiendo que uno ya se ha ido del todo, cosa evidentemente absurda y contradictoria. Esta argumentación de Epicuro resulta irrefutable y sin embargo no acaba de tranquilizarnos totalmente, quizá porque la mayoría no somos tan razonables como Epicuro hubiera querido.
¿Acaso resulta tan terrible no ser? A fin de cuentas, durante mucho tiempo no fuimos y eso no nos hizo sufrir en modo alguno. Tras la muerte iremos (en el supuesto de que el verbo «ir» sea aquí adecuado) al mismo sitio o ausencia de todo sitio donde estuvimos (¿o no estuvimos?) antes de nacer. Lucrecio, el gran discípulo romano del griego Epicuro, constató este paralelismo en unos versos merecidamente inolvidables: Mira también los siglos infinitos que han precedido a nuestro nacimiento y nada son para la vida nuestra. Naturaleza en ellos nos ofrece como un espejo del futuro tiempo, por último, después de nuestra muerte. ¿Hay algo aquí de horrible y enfadoso? ¿No es más seguro que un profundo sueño ?5
Inquietarse por los años y los siglos en que ya no estaremos entre los vivos resulta tan caprichoso como preocuparse por los años y los siglos en que aún no habíamos venido al mundo. Ni antes nos dolió no estar ni es razonable suponer que luego nos dolerá nuestra definitiva ausencia. En el fondo, cuando la muerte nos hiere a través de la imaginación -¡pobre de mí, todos tan felices disfrutando del sol y del amor, todos menos yo, que ya nunca más, nunca más...!- es precisamente ahora que todavía estamos vivos. Quizá deberíamos reflexionar un poco más sobre el asombro de haber nacido, que es tan grande como el espantoso asombro de la muerte. Si la muerte es no ser, ya la hemos vencido una vez: el día que nacimos. Es el propio Lucrecio quien habla en su poema filosófico de la mors aeterna la muerte eterna de lo que nunca ha sido ni será. Pues bien, nosotros seremos mortales pero de la muerte eterna ya nos hemos escapado. A esa muerte enorme le hemos robado un cierto tiempo -los días, meses o años que hemos vivido, cada instante que seguimos viviendo- y ese tiempo pase lo que pase siempre será nuestro, de los triunfalmente nacidos, y nunca suyo, pese a que también debamos luego irremediablemente morir. En el siglo XVIII, uno de los espíritus más perspicaces que nunca han sido -Lichten-berg- daba la razón a Lucrecio en uno de sus célebres afo- rismos: «¿Acaso no hemos ya resucitado? En efecto, provenimos de un estado en el que sabíamos del presente menos de lo que sabemos del futuro. Nuestro estado anterior es al presente lo que el presente es al futuro».
Pero tampoco faltan objeciones contra el planteamiento citado de Lucrecio y alguna precisamente a partir de lo observado por Lichtenberg. Cuando yo aún no era, no había ningún «yo» que echase de menos llegar a ser; nadie me privaba de nada puesto que yo aún no existía, es decir, no tenía conciencia de estarme perdiendo nada no siendo nada. Pero ahora ya he vivido, conozco lo que es vivir y puedo prever lo que perderé con la muerte. Por eso hoy la muerte me preocupa, es decir, me ocupa de antemano con el temor a perder lo que tengo. Además, los males futuros son peores que los pasados porque nos torturan ya con su temor desde ahora mismo. Hace tres años padecí una operación de riñón; supongamos que supiese con certeza que dentro de otros tres debo sufrir otra semejante. Aunque la operación pasada ya no me duele y la futura aún no debiera dolerme, lo cierto es que no me impresionan de idéntico modo: la venidera me preocupa y asusta mucho más, porque se me está acercando mientras la otra se aleja... Aunque fuesen objetivamente idénticas, subjetivamente no lo son porque no es tan inquietante un recuerdo desagradable como una amenaza. En este caso el espejo del pasado no refleja simétricamente el daño futuro y quizá en el asunto de la muerte tampoco.
De modo que la muerte nos hace pensar, nos convierte a la fuerza en pensadores, en seres pensantes, pero a pesar de todo seguimos sin saber qué pensar de la muerte. En una de sus Máximas asegura el duque de La Ro-chefoucauíd que «ni el sol ni la muerte pueden mirarse de frente». Nuestra recién inaugurada vocación de pensar se estrella contra la muerte, no sabe por dónde cogerla. Vladimir Jankélevitch, un pensador contemporáneo, nos reprocha que frente a la muerte no sabemos qué hacer, por lo que oscilamos «entre la siesta y la angustia». Es decir, que ante ella procuramos aturdimos para no temblar o temblamos hasta la abyección. Existe en castellano una copla popular que se inclina también por la siesta, diciendo más o menos así:
Cuando algunas veces pienso que me tengo que morir, tiendo la manta en el suelo
y me harto de dormir.
Resulta un pobre subterfugio, cuando la única alternativa es la angustia. Ni siquiera hay tal alternativa, porque muy bien pudiéramos constantemente ir de lo uno a lo otro, oscilando entre el aturdimiento que no quiere mirar y la angustia que mira pero no ve nada. ¡Mal dilema!
En cambio, uno de los mayores filósofos, Spinoza, considera que este bloqueo no debe desanimarnos:
«Un hombre libre en nada piensa menos que en la muerte y su sabiduría no es una meditación de la muerte, sino de la vida». Lo que pretende señalar Spinoza, si no me equivoco, es que en la muerte no hay nada positivo que pensar. Cuando la muerte nos angustia es por algo negativo, por los goces de la vida que perderemos con ella en el caso de la muerte propia o porque nos deja sin las personas amadas si se trata de la muerte ajena; cuando la vemos con alivio (no resulta imposible considerar la muerte un bien en ciertos casos) es también por lo negativo, por los dolores y afanes de la vida que su llegada nos ahorrará. Sea temida o deseada, en sí misma la muerte es pura negación, reverso de la vida que por tanto de un modo u otro nos remite siempre a la vida misma, como el negativo de una fotografía está pidiendo siempre ser positivado para que lo veamos mejor. Así que la muerte sirve para hacernos pensar, pero no sobre la muerte sino sobre la vida. Como en un frontón impenetrable, el pensamiento despertado por la muerte rebota contra la muerte misma y vuelve para botar una y otra vez sobre la vida. Más allá de cerrar los ojos para no verla o dejarnos cegar estremecedoramente por la muerte, se nos ofrece la alternativa mortal de intentar comprender la vida. Pero ¿cómo podemos comprenderla? ¿Qué instrumento utilizaremos para ponernos a pensar sobre ella?
Da que pensar...
¿En qué sentido nos hace la muerte realmente humanos? ¿Hay algo más personal que la muerte? ¿No es pensar precisamente hacerse consciente de nuestra personal humanidad? ¿Sirve la muerte como paradigma de la necesidad, incluso de la necesidad lógica? ¿Son mortales los animales en el mismo sentido en que lo somos nosotros? ¿Por qué puede decirse que la muerte es intransferible? ¿En qué sentido la muerte es siempre inminente y no depende de la edad o las enfermedades? ¿Puede haber vinculación entre los sueños y la esperanza de inmortalidad? ¿Por qué dice Epicuro que no debemos temer a la muerte? ¿Y cómo apoya Lucrecio esa argumentación? ¿Logran efectivamente consolarnos o sólo buscan darnos serenidad? ¿Hay algo positivo que pensar en la muerte? ¿Por qué puede la muerte despertarnos a un pensamiento que se centrará después sobre la vida?
Preguntas:
1. Explique con sus propias palabras el significado que tiene para Ud. la muerte.
2. Todos los seres vivos mueren ¿cuál es la diferencia entre una planta, un animal y nosotros? Justifique su respuesta.
3. Cómo interpreta la frase de Platón: filosofar es «prepararse para morir».
4. ¿Por qué dice Epicuro que no debemos temer a la muerte?
5. ¿Cómo nos consuelan algunas religiones de nuestro miedo a la muerte?.
Nota: El trabajo deberá ser entregado en la fecha acordada y es de carácter individual, cualquier intento de plagio o copia redundará en la pérdida del mismo.